En la devoción por México, Eusebio Leal Spengler fue ejemplar. Al seguir los pasos de su predecesor Emilio Roig de Leuchsenring, primer Historiador de la Ciudad de La Habana, halló las claves para interpretar la reciprocidad de nuestros países. Una y otra vez solía definir las relaciones entre Cuba y México como «absolutamente raigales, imprescindibles e indivisibles»; tan inseparables «como el alma y el cuerpo».
Para fundamentar sus afirmaciones sobre la historia que nos une se remontaba al viaje de Hernán Cortés, quien se hizo a la mar en 1519 desde Santiago de Cuba y arribó a las costas de la isla Cozumel. Luego, el conquistador se adentró en el continente por las tierras bajas de Mesoamérica, en el actual estado de Tabasco. Según Leal, el español, cuya impiedad, arrojo y astucia han quedado consignadas, llevó en sus naos a muchos indígenas como cargadores, los cuales fueron muriendo a medida que escalaban las altas cumbres.
Desde entonces, fijó el historiador nuestra cercanía porque «excepto un enigmático pan de cera encontrado en las arenas de una playa», no hay pruebas irrefutables de algún contacto previo al siglo XVI. Al decir de Leal, el vínculo se estableció tras la conquista española, cuando «comenzó un ir y venir que se acentuó con el tiempo».
El universo maya fue, en su opinión, el que más pronto abrazamos:
El barrio más antiguo de La Habana Vieja se llamaba Campeche y el sinónimo de bonhomía y hospitalidad, es como se dice en Cuba, campechano. Las bodegas en los barrotes de sus ventanales exhibían un letrero que decía productos de ultramar y campecherías. Esas costumbres las establecieron los pescadores que trabajaban en el golfo, los emigrados de nuestras primeras guerras emancipadoras, los que huyeron de las persecuciones coloniales cuando aún la independencia no era un objetivo claro.
En sus viajes a Campeche, allá por la década de los noventa del siglo pasado, invitado por la Universidad Autónoma de la villa yucateca, percibió «la presencia de muchas familias cubanas, algunas de las cuales llegaron a alcanzar un gran protagonismo en la política, la vida pública y la ciencia». Se deslumbró con la belleza de esa urbe cuya denominación originaria persistió por siglos. El gobierno colonial no pudo borrar del imaginario local a Kaanpech, que en lengua mayense es «lugar de serpientes y garrapatas» y halló notables parecidos entre la ciudad fortificada de cara al golfo de México cuyas calles adoquinadas le hacía vivir el espejismo de lo habanero.
Si se bordea la costa hacia el norte desde Campeche, se llega a Veracruz, también sometida por Cortés. Durante más de dos siglos, en la denominada Carrera de Indias navegaron las riquezas del puerto jarocho hacia la metrópoli española. La Villa Rica de la Vera Cruz, donde el viajero Leal sucumbió ante la poderosa estructura del Fuerte de San Juan de Ulúa, se volvió inexpugnable.
En noviembre de 2010, cuando fue investido como Doctor Honoris Causa en Historia de la Universidad de Veracruz, en acto solemne celebrado en el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana, Eusebio Leal se sintió «sacudido por las nobles y generosas palabras» de elogio a su persona y expresó: «En este sentido tienen que ser sencillamente acogidas, con esa humildad que, con sentimiento verdadero, quiero profesar a Veracruz, el lugar de paso y de ingreso, también el lugar de salida, de todos los que fueron a México, siempre desde la mar llevando una bandera de amistad o una espada para enfrentarse al pueblo glorioso, cuyo himno, que hemos escuchado, señala un ángel divino que con el dedo levantado marca su glorioso destino».
Aquel año, como le recordó al auditorio, se cumplía el centenario de la Revolución mexicana. Tan trascendental México que acogió por siglos a los desterrados, a los próceres, a los revolucionarios, a los artistas como José María Heredia para quien Leal siempre tuvo palabras de elogio. El primer poeta romántico de Nuestra América, nos enseñó esa lírica cubana suspendida de las palmas, sobreimpuestas a las cataratas del Niágara y sobrecogida ante el gran volcán Popocatepetl que «oye benigno/ El saludo humildoso/ Que trémulo mi labio te dirige».
Heredia, que al sufrir su segundo destierro en 1825 y viajar desde Nueva York hacia México, escribe emocionado al divisar inalcanzable en las aguas del golfo la tierra cubana su Himno del desterrado: «Cuba, Cuba, que vida me diste, dulce tierra de luz y hermosura, ¡cuánto sueño de luz ventura/ tengo unido a tu suelo feliz!». Heredia que le cantó En el Teocalli de Cholula a la tierra mexicana donde no aparecieron sus restos trastocados en el extinguido Panteón de Santa Paula del Cementerio General. Descansa en su otra patria que le dio abrigo: ¡Cuánto es bella la tierra que habitaban, /Los aztecas valientes!
De esa belleza natural y creativa que nos sorprende a cada paso en tierras mexicanas, tan ponderada por Heredia, pudo disfrutar también el alma sensible de Leal. Inmerso en las excavaciones arqueológicas, en tiempos de reconstruir el otrora Palacio de los Capitanes Generales en La Habana, donde fundó el Museo de la Ciudad, fue testigo de cómo aparecieron los fragmentos de piezas de cerámica mayólica con valor utilitario, realizadas en Puebla de los Ángeles, acuñadas de Talavera, en los siglos XVII y XVIII. Así, la manufactura y las artesanías de la nación azteca conquistaron la vida cotidiana de Leal para siempre. Lo acompañaban retablos maravillosos repletos de personajillos diminutos y árboles de la vida multicolores, cargados de esperanzas. Objetos que había traído de sus viajes por Campeche, Oaxaca, Michoacán, Querétaro, Guanajuato, Puebla, Cholula… de su estancia en Morelia donde dictó conferencias invitado por la Universidad de San Nicolás de Hidalgo, para aportar a la restauración local sus conocimientos.
Algunos de aquellos presentes de amigos mexicanos, conforman hoy las colecciones de la Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez. La institución cultural para la promoción de las relaciones entre ambos países, abrió sus puertas el 1ro de noviembre de 1988 en el inmueble sito en Obrapía, número 116, entre Mercaderes y Oficios, en La Habana Vieja. En ocasión del treinta aniversario de la popularmente conocida como Casa de México y en su condición de presidente de la Sociedad de Relaciones Culturales Cuba-México, Leal expresó:
No podemos escribir nuestra Historia sin México. Y esa fue la razón fundamental para que el difunto Comandante en Jefe de la Revolución, Fidel Castro Ruz, aprobara la creación de la Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez (…) México, tan próximo a nuestro espíritu y tan cerca de nuestras alegrías y dolores, vive, si fuera posible, como un valor inmaterial dentro de las paredes de esta casa.
Y más adelante, lo que nunca podía faltar en una intervención pública: el recorrido por la historia:
En la casa reverenciamos lo que nos une a la memoria de los padres de la independencia de México, Don Miguel Hidalgo y Don José María Morelos, ambos sacerdotes. Es el lugar donde celebramos a Juárez, y todo lo que rodeó al Benemérito y lo que lo aproximó a Cuba. Por estas calles de La Habana caminó en dos oportunidades y tuvo una entrañable amistad con los que serían libertadores de Cuba, tanto en Nueva Orleáns, en Estados Unidos, como en México, donde un cubano, poeta e intelectual de mérito, Don Pedro de Santacilia, se convirtió en su yerno y posteriormente en protector de Doña Margarita Maza, esposa de Juárez, y de sus hijas. Con una de ellas, como he dicho, se casó.
Siempre Benito Juárez en las alusiones históricas y en el obrar de Eusebio Leal. Cada 21 de marzo cumplía con la peregrinación para colocar flores al pie del busto erigido en su honor, en el Parque de la Fraternidad. Quedó prendado de la humildad del hijo de indígenas zapotecas, que brilló como jurista y político; del presidente querido y reelegido por las mayorías, quien sin ser militar se lució en la Guerra de Reforma, enfrentó a los invasores franceses y consolidó la república sobre preceptos éticos porque «entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz».
Juárez, fue también el estadista que entendió la causa de los mambises cubanos y a través de su yerno Santacilia hizo saber a Carlos Manuel de Céspedes, su apoyo incondicional a los insurrectos. El 9 de junio de 1868, el Padre de la Patria cubana, desde los campos de Sibanicú, le agradecía al Benemérito: «Me es altamente satisfactorio que México haya sido la primera Nación de América que hubiese manifestado así sus generosas simpatías a la causa de la independencia y libertad de Cuba».
Eusebio Leal valoraba este momento histórico como la conjunción en las ideas de dos de nuestros grandes prohombres. Insistía en promover cuánto aportó Cuba a la independencia de México y cuánto México a la de Cuba. Y para ilustrarlo, mucho leyó sobre el papel del patriota camagüeyano Manuel de Quesada y Loynaz quien, tras exiliarse en la nación azteca, desarrolló una trayectoria militar intachable bajo el liderazgo de Benito Juárez. Llegó a General de División, dirigió en Veracruz el primer combate contra los invasores franceses y se mantuvo hasta el último desafío contra el regimiento Chasseurs d` Afrique, en noviembre de 1863. Cinco años después se unió a las tropas de Carlos Manuel de Céspedes en la denominada Guerra de los Diez años como único General en Jefe y se desempeñó como agente especial del gobierno revolucionario en Nueva York.
Otro grande de nuestra historia patria, el Apóstol de la independencia nacional, recibió lo que Leal refirió como «la influencia de México en José Martí»:
Allí creó poesía, teatro, vivió amores intensos como el que tuvo con la musa del Parnaso mexicano Rosario de la Peña. Recuerdo sus versos: En ti pensaba, en tus cabellos/que el mundo de la sombra envidiaría, /y puse un punto de mi vida en ellos/y quise yo soñar que tú eras mía.
Allí se unió con lo más granado de la intelectualidad mexicana y formó un grupo de amigos para Cuba (…) Fue realmente un momento especial y profundo para él. Allí conoció a aquella familia cubana, en la cual su musa nueva sería Carmen Zayas Bazán, una muchacha camagüeyana que era como su oponente natural. Y ese México fue el que lo vio casarse con ella en el sagrario de la catedral.
Al leer a Martí y sus alusiones al tiempo vivido en la nación azteca, cuando debió mantenerse en el exilio profundo en tierras estadounidenses, se entiende mucho mejor la magnitud de la influencia mexicana. La mayor expresión fue su amistad íntima con el michoacano Manuel Mercado a quien le escribía sobre su deseo de verle llegar trayéndole en sus manos una de esas piezas de Michoacán bellamente pintadas con claveles y rosas rojas. Y no debemos olvidar que los últimos pensamientos del Apóstol, en mayo de 1895, antes de caer en Dos Ríos al Oriente de Cuba, trazados sobre el papel de una carta inconclusa, se dirigían a su «hermano queridísimo»: (…) ya puedo decirle con qué ternura y agradecimiento y respeto lo quiero, y a esa casa que es mía y orgullo y obligación; ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber- puesto que lo entiendo y tengo fuerzas con qué realizarlo- de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.
De tan cubano que era Leal, nada mexicano le fue ajeno. Semejante sabiduría le hizo acreedor de la condición de Académico Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Mexicana de la Historia. Varias altas casas de estudio le nombraron Doctor Honoris Causa: como la Universidad Veracruzana; el Centro de Cultura Casa Lamm; la Universidad Católica de Guadalajara (Maestro Egregio); la UNAM le confirió la Medalla Manuel Tolsá, de la Facultad de Arquitectura y recibió el Premio ARPAFIL de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2002.
Los agasajos se extendieron a nombrarle Huésped distinguido de varias ciudades. Le entregaron la Medalla 7 de Julio del Congreso Nacional de Patrimonio Mundial de San Miguel de Allende y la presea Renán Irigoyen Rosado, máximo galardón de la Asociación Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas. Post mortem le confirieron el Premio Internacional CGLU-Ciudad de México-Cultura 2021, que premia a ciudades líderes y personalidades que se hayan destacado con su aporte a la cultura como pilar del desarrollo sostenible.
Mucho hizo el historiador de La Habana por fomentar las relaciones entre nuestros estados al presidir, en su condición de Diputado, el Grupo de Amistad Cuba–México en la Asamblea Nacional del Poder Popular. Alzó su voz en las conferencias interparlamentarias e hizo del Centro Histórico habanero un espacio natural para su desarrollo.
En febrero de 2002, el gobierno de los Estados Unidos Mexicanos dio a conocer la decisión de otorgarle a Eusebio Leal la Orden del Águila Azteca en el Grado de Banda. A la ceremonia asistió el líder de la Revolución Fidel Castro, quien había concebido y revisado exhaustivamente el Decreto Ley 143 de 1993, que otorgó a la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, las prerrogativas necesarias para salvaguardar el patrimonio de la ciudad antigua.
La vida de Leal tuvo esas concurrencias felices y simbólicas. Deben haber estado dadas por su inmensa entrega al trabajo y su fidelísimo compromiso con Cuba. Fidel junto a él. El mismo Fidel que en México halló puerto seguro y amigos como El Cuate para lograr la independencia soñada tras siglos de sacrificio. Y Leal siempre fiel:
Nada nos perturba cuando nos sentimos bajo las poderosas alas del águila bienhechora, protectora de los niños que defendieron el Castillo de Chapultepec; el águila gloriosa que inspiró al sacerdote rebelde en Dolores; el águila gloriosa que llevó a los ejércitos durante una década a combatir a sangre y fuego en un sacrificio sin precedentes, por la libertad, por la justicia, o como dijo el Padre Hidalgo: porque los pobres puedan disfrutar el sabor de la miel.
Está presente en el grito agónico de Mella en las calles de México, el adalid de la juventud cubana: ¡Muero por la Revolución! Está presente en la voluntad de los que juraron ante el monumento de los niños héroes hacer de Cuba libre o volver mártires. Está en las playas solitarias y calladas de Tuxpan desde donde partieron».
En la memoria, la más hermosa canción del joven expedicionario Juan Almeida Bosque, quien mucho le contó al amigo Leal sobre los preparativos de la partida hacia Cuba a bordo del yate Granma. Eran 82 hombres que desembarcaron en Playa Las Coloradas, en la zona oriental de la isla mayor. Con ellos bastó para iniciar el triunfo definitivo. Al pueblo mexicano y a la Virgen de Guadalupe en las faldas del cerro del Tepeyac asciende todavía la despedida compuesta por Almeida: «Y ahora que me alejo/ para el deber cumplir/ que mi tierra me llama/ a vencer o a morir,/ no me olvides, Lupita,/ acuérdate de mí».
Alguna vez Leal me confesó que escuchar la historia contada por sus contemporáneos fue una de las mejores maneras de acercarse a ella y vivirla:
Vencidos los azares de una travesía colmada de incertidumbres, tocan Playa Las Coloradas el 2 de diciembre de 1956 (…) Ahora cruzamos ese espacio por un cómodo puentecillo. Los fatigados expedicionarios lo hicieron entre el agua cenagosa, las raíces y los fieros tábanos de la costa para al final, exhaustos, detenerse en el camino y luego enfrentar la dura realidad.
Pero enfrentarla con ese arrojo de raigambre mambisa que no conoce de rendiciones. Céspedes, Martí, Mella, Fidel… y tantos cubanos útiles, fueron prohijados por la nación azteca. Como si de México nos llegaran refuerzos y buenos auspicios que el alma Leal de Cuba sabrá siempre agradecer.
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Tomado de Juventud Rebelde
Leer también: Los poderes de la palabra escrita entrevista a Leal con motivo de su participación en la Feria de Guadalajara, México, donde se le concedió el Premio ARPA FIL 2002.
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