
En el aniversario del natalicio del pintor cubano Julio Girona, hemos querido retomar como homenaje desde Cubaliteraria, fragmentos del texto «Mi amigo que pinta y escribe» de la autoría de Norberto Codina, incluido en la antología Los pintores escriben, publicada en coedición por Ediciones Boloña y la Fundación Alejo Carpentier en 2012.
A la memoria de su padre y sus hermanas.
¡Qué parte más pequeña de una persona son sus actos y sus palabras! Su vida real está en su cabeza, y la conoce sólo él mismo. Todo el día, cada día, el molino de su cerebro está trabajando, y sus pensamientos (que no son más que la articulación de sus sentimientos) son su historia.
Mark Twain
I
Julio Girona (1914-2002)[i] nació once meses antes, ni un día más ni un día menos, en la misma ciudad y en la misma cuadra, que mi madre. Desde antes el apellido Girona (por la rama de los Silveira) andaba emparentado a la vertiente manzanillera de mi familia, cuyo origen se remonta a mis tatarabuelos.
El doctor Girona, su padre, visitaba en mi infancia nuestro apartamento en la calle Línea. Recuerdo sus últimas visitas en el año 66, en las que tenía la paciencia de hablar, e incluso, discutir de política con un muchacho de catorce años, hereje e irreverente como era de esperar. No se me olvida que una de esas discusiones giró alrededor del trotskismo, lo cual era una provocación para un comunista de la vieja guardia como don Julio, y revelaba un desenfado total de mi parte; sin embargo, la asumió con respeto al criterio de un imberbe en temas que, de polémicos pasaban a tabú, y esa paciencia contribuyó al mucho aprecio que siempre le tuve.
Veinte años después conocí a su hijo Julito en sus acostumbradas visitas a La Habana. Como es natural, la memoria del viejo abogado y del pueblo de los ancestros comunes fue lo primero que nos acercó. Recuerdo que en la segunda mitad de aquellos paradigmáticos ochenta de la plástica cubana, Raúl Martínez y Girona eran de los muy contados artistas establecidos que escapaban a la tea incendiaria de las nuevas promociones, y, consecuentes con su espíritu y su tiempo, estaban ampliamente reconocidos por su discurso desacralizador.
Ya en esa época, como en una segunda juventud, Julito se daba a conocer tímidamente como escritor, en las vertientes de cronista, cuentista y poeta, algo que ya era consustancial a su persona y a su obra como pintor. Conversador infatigable, con una sintaxis al hablar muy parecida a la empleada en sus escritos posteriores, apasionado en todo lo que hacía, su proceso en desdoblarse como escritor fue algo tan natural como sencilla y transparente fueron su prosa y su verso, que dialogaban con su pintura.
Eso de los manzanilleros «cuenteros» proviene de una estirpe de hace años, mucho antes incluso de Luis Felipe Rodríguez, ya desde las vigilias familiares alrededor del candil que alimentaron la saga de los abuelos, hasta las generaciones hoy actuantes. Girona era un narrador de esa raza, que forjó su oficio en las muchas historias oídas y contadas, alquimia que con sano orgullo demostró en la media docena de libros de cuentos y poesías que publicó en su breve vida de escritor, pero larga como actor principal de sus historias, en las que la soberanía de los personajes lo reinventaban.
Fue en 1989 cuando, a propósito del centenario de César Vallejo, le publiqué una hermosa crónica y un retrato muy singular del cholo inmortal. Constituía una evocación del París mítico y del autor de Trilce en los duros tiempos en que el peruano le escribe desgarradoramente a su amigo Pablo Abril: «Yo no soy bohemio: a mí me duele mucho la miseria, y ella no es una fiesta para mí, como lo es para otros». Este homenaje lo incluimos dentro de un breve dossier que preparamos en colaboración con el recordado Raúl Hernández Novás. La crónica ―donde cuenta como conoció a otros escritores y artistas, entre ellos a Anaís Nin― la incorporó después Girona en uno de sus primeros libros3[ii], y una copia de aquel dibujo del poeta, donde Vallejo ya es una sombra, se encuentra en la pared de mi cuarto de trabajo.
Desde la publicación de aquella crónica se acentuó su identificación con La Gaceta de Cuba, como colaborador ocasional, o como fiel lector, hasta el final de sus días. En dos ocasiones su obra ocupó la portada de La Gaceta: en el número 6 de 1995, a propósito de una meridiana entrevista que le hizo Ciro Bianchi Ross, y en el primer número del 99 con motivo de habérsele concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas. Este número incluyó un ensayo de Carmen Paula Bermúdez sobre una de las zonas, para mí más atractivas, de su trayectoria como artista: los dibujos y apuntes que realizó con personajes que conoció en la Segunda Guerra Mundial.
Igualmente, su crónica «Ilse y el Che», que publicamos en 1997 y recogiera después en su libro Café frente al mar; o su evocación del año 1934, en la sección «Siglo pasado», cuando su primer viaje a París, que significó para él indiscutiblemente una experiencia medular (lo cual queda claro en el capítulo que le dedica en Memorias sin título, su segundo libro, publicado en 1994). En acto de justicia y amistad le dediqué la compilación que, con igual título Siglo pasado, recogió los textos publicados en esa sección, y en ella lo recordé como «actor y testigo del siglo XX», que él representaba entre nosotros como pocos.
Girona, manzanillero entrañable y universal, fue uno de los primeros que colaboró en la mencionada sección con su texto «1934». Hasta donde sé, fue el único que publicó y que no ha sido incluido en sus libros posteriores, incluso ni en los dos tomos recientes, que recogen «casi toda» su narrativa conocida, como afirma, sabiamente curándose en salud, la editora.
En Siglo pasado encontramos esas lecturas que se cruzan, se entrelazan y forman una urdimbre, no sólo en lo coincidente, sino sobre todo en lo paradójico. Julio, el decano de los allí reunidos, conversador fuera de serie y tal vez el que más aventuras tenía para contar inauguró este ciclo: «La Gaceta de Cuba me pidió que escribiera algo sobre un año del siglo XX que está terminando», comienza, y luego dice: «Pudiera escribir sobre Bélgica en la Segunda Guerra Mundial, o sobre el día en que me casé en Brooklyn, o mi encuentro con el Che en Nueva York, pero será en otra oportunidad. Ahora escribiré sobre mi primer día en París». Y concluye con esa gracia vital que le conocimos: «No fue un sueño. Se llamaba Pat y tocaba el violonchelo».
De esa faceta como escritor recuerdo compartir las lecturas de sus borradores, que corregía con su peculiar caligrafía; o haber integrado el jurado que, en 1990, le entregara, por unanimidad desde la primera reunión, el premio de la crítica a su libro Seis horas y más, armado con relatos sobre sus vivencias de la Segunda Guerra Mundial; o haber presentado, en complicidad con una escuadra de escritores manzanilleros, su volumen Café frente al mar, cuentos y relatos que como él mismo escribiera: «algunos los inventé como cuando pinto mujeres que no existen».
Es en la primera página de ese libro donde aparece un manuscrito facsimilar, con la inconfundible caligrafía de Julito, que interactuaba en la corrección de sus escritos o en sus dibujos y pinturas, en el que testimonia lo que vendría a ser su génesis en el oficio de escritor:
Estos cuentos y relatos recuerdan a las conversaciones de sobremesa y las reuniones nocturnas, en mecedoras y sillas, en la acera en [de] mi pueblo, donde entre otras cosas se hablaba de novias, matrimonios, enfermedades, muertes, espíritus y fantasmas. Me recuerdan las charlas en el café El Lucero, con Nicolás Guillén, Lino Novás Calvo, Félix Pita Rodríguez, Ángel Augier y Navarro Luna […].
De la amistad que establecimos guardo la plumilla original (como curiosidad, sin firmar) de lo que iba a ser la portada de un libro suyo que publicaría Ediciones Unión, en tiempos en que la redacción de narrativa estaba a cargo de un amigo común, el inefable Gustavo Eguren. Por azares diversos, ese volumen, titulado como uno de sus cuentos «El retorno de Arindo Aranda»[iii], nunca vio la luz. Proyecto frustrado hace veinte años, pero que se haría realidad, con un nuevo título, en una edición posterior.
A finales de los 80, y sobre todo en el primer lustro de la siguiente década, en lo más profundo de lo que eufemísticamente se ha dado en llamar «período especial», Julio retomó la tradición de su padre de visitar mi casa. Sus hermanas vivían en el edificio del Retiro Médico, por lo que repetía el camino trazado antes por su padre: de 23 a Línea, bajando por la calle N. Cuando venía de noche y en pleno apagón se auxiliaba de una linterna para el trayecto, aunque por suerte mi casa era en ese tiempo de «apagones y alumbrones» un oasis de luz, donde casi nunca se cortaba el fluido eléctrico. Él desafiaba las accidentadas aceras de El Vedado que lo llevaban, como un viejo explorador, a enfrentar el difícil recorrido con paciencia y buen humor, ayudado con el bastón con que se auxiliaba a tenor de su artritis implacable.
Solía traer consigo un paquete de café Cubita para Gisela y una barra de guayaba Conchita u otra golosina para Jimena. Así hacía más llevadera la noche de apagón que le tocaba en su casa, contando con voz de inflexiones confesionales, acompañada con el guiño de sus ojos pícaros y subrayando pasajes con sus manos, los relatos que luego se convertirían en cuentos, aunque algunas de esas anécdotas lamentablemente no las recogió en blanco y negro. Conversaba con la familia alrededor, mezclando con desenfado verdades y fantasías, mientras se frotaba en ademán habitual las rodillas adoloridas, a veces se inclinaba en el asiento bajando la voz, para acentuar el clímax de la narración, gozando más que nadie sus propias historias, con una risita cómplice.
En noviembre del 98 acompañé a Rafael Acosta al piso 18 de N y 23 para darle la noticia «oficial», de que esa tarde el jurado correspondiente lo había declarado como el flamante Premio Nacional de Artes Plásticas, lo cual celebramos al momento con las reservas de añejo que siempre tenía al alcance de la mano.
II

El debate de hasta dónde fue la escritura una experiencia ancilar en su creación, es algo a lo que el mismo autor no se pudo sustraer, y ha sido una constante en las encuestas que le hicieron, o en los estudios que le han dedicado a su trayectoria artística.
En entrevista de diciembre del 2002, la última que se le hizo, aparecida en el libro póstumo Páginas de mi diario, le confiesa a su editora, Dulce María Sotolongo, la imposibilidad, a causa de la artritis, de seguir escribiendo a mano, como muchas veces prefería, y la necesidad de dedicarse sólo a pintar. No obstante, no pudo resistir la tentación de volcarse en la máquina de escribir, como dan fe algunos poemas inéditos.
[…] sí, estoy pintando, pero te tengo una mala noticia, no puedo escribir más, eso me da tristeza. Hace seis meses que me di cuenta, no puedo, mira como me sale la letra. Traté de hacer varias veces lo que me pides de Lam y, no puedo. […] Decidí solo pintar, a estas alturas ya no importa si la línea sale derechita. Así que me despido de las letras […].En la biografía escrita sobre su padre por Ilse Girona, ella nos brinda un testimonio de esa vocación literaria del pintor por excelencia:
Mi padre se forma en los ambientes literarios de su ciudad natal, Manzanillo. Su padre es procurador, pero también miembro del Grupo Literario de Manzanillo, que surge alrededor de la revista Orto. El joven Julio es, parece, un pésimo alumno. No le gusta las matemáticas, y no le importa aprender a leer y a escribir. Desde siempre le encanta dibujar […]. Su padre […] se desespera por la falta de interés de su hijo en la escuela. «Está bien —le dice—. Serás un pintor. Pero serás un pintor ignorante». […] Desde 1990, animado por la acogida de Seis horas y más, se dedica también a la escritura. Pone por escrito muchos episodios de su vasto repertorio de memorias […]. Empieza a componer poemas, que nacen en sus cuadros, primero con palabras dispersas —«primavera», «tarde», «noche», «mañana»—; después, un día, pinta una frase completa: «Ella, moviendo los brazos, como una araña, se quita la ropa». Desde ese momento, alentado también por sus amigos poetas cubanos escribe un chorro de poemas. Son publicados en Música barroca, y después en La corbata roja. Sus versos son fragmentos de imágenes o recuerdos que tienen mucho en común con sus cuadros. De hecho, según el crítico Orlando Hernández, la obra de Girona contribuye a la «confusión» que debería existir entre arte y poesía.
Un ejemplo de lo anterior es su libro Dibujos de la Segunda Guerra Mundial. 1943- 1946, publicado por la Editorial Pablo de la Torriente Brau. Igual lo declara en sus propios textos, una muestra de lo cual son los fragmentos de estos dos poemas inéditos:
En la almohada
escribo mis cartas,
escribo mis poemas,
pinto mis cuadros
y pienso en mujeres.
En uno que llamó «Mi retiro», escribe esta especie de voluntad final:
A veces
pienso dejar la pintura
dejar los poemas
y los cuentos.
Quiero contemplar los pájaros y mi jardín,
leer, oír música,
con pan, vino,
queso de Francia
y una linda mujer.
Un retiro idílico, al que cualquiera se apuntaría con gusto, y que rebela su suave espíritu hedonista, sino como fin, sí como fundamento.
En el prólogo a uno de sus libros Girona expresó: «[…] algunos cuentos son casi biográficos otros fueron contados por gentes que no han oído de Hemingway y James Joyce. Algunos los inventé como cuando pinto mujeres que no existen».
En 1944, cuando nace su primera hija, Annie, colabora, desde el frente de combate, donde se encontraba como voluntario, con el periódico Hoy y con la revista Gaceta del Caribe (a la que debe su nombre la actual a la que se vinculó después). En el número correspondiente a los meses de noviembre y diciembre de 1944, aparece publicada e ilustrada la primera de sus crónicas sobre la guerra, titulada «Amigos en el 555».
De esos intentos iniciales, contaría a su editora algunas de sus frustraciones:
Escribí mi primer cuento «El teniente O´Farril» y lo llevé a Bohemia, me lo devolvieron y aquello me descorazonó, el héroe era un oficial americano. Entonces se lo enseñé a un literato profesional y dijo que era muy directo. Lo engaveté y así estuvo ocho meses. Un día pensé, hay gente que le gusta mi pintura y hay a quien no, así que voy a seguir adelante.
Entre los artistas y escritores que por diversas causas habían emigrado antes de 1959, y no dejaron de tener visibilidad en su tierra natal, están figuras de la música como Vicentico Valdés y Pérez Prado, embajadores musicales, o aquellos que nunca dejaron de visitar su país, como Agustín Cárdenas, Wifredo Lam, José Juan Arrom o Ninón Sevilla, y entre ellos se encuentra, con una presencia constante en la isla, Julio Girona.
Ya en 1959 envía a Lunes de Revolución una carta firmada con el seudónimo de Juan Man, aparecida bajo un título que denuncia claramente su contenido: «La carta de un cubano en el norte revuelto y brutal». Texto consecuente con su relación de amor y crítica al país donde vivió y sirvió, y que conoció tan bien durante más de seis décadas. Artista militante en su estética y en su ideología, hijo de comunista, de hermanas decididamente revolucionarias, y él mismo un combatiente antifascista, defensor de toda causa justa, su impronta revolucionaria fue algo orgánico en Julio, como lo fue su talante liberal, lejos de cualquier dogma u ortodoxia.
Sus exposiciones de pintura podían ser presentadas por algunos de sus amigos escritores, como Félix Pita Rodríguez, Pablo Armando Fernández, o Juan Marinello, que en más de una ocasión le expresó su deseo de escribir las palabras para alguna de sus muestras. Fayad Jamís presentó la retrospectiva del 1986 en el Museo de Bellas Artes, una de sus exposiciones más importantes.
Esas mismas exposiciones tenían títulos «cuasi literarios», como «Caligrafías», o «Testimonio», dos palabras tan asociadas a su ejercicio como escritor. Esa interrelación[iv] que hay entre los motivos, las maneras, los modelos (ya sea una mujer o un soldado), entre su pintura, su dibujo y su escritura, está pendiente de un estudio, que sobrepase lo ligero de este comentario. Críticos rigurosos como Orlando Hernández han apuntado en esa dirección.
Su obra literaria es memoria escrita que tiene en ese Manzanillo de sus manes —al que Benny Moré celebrara sus noches de lunas—, en las almas de los difuntos que le acompañan y en los muchos viajes y episodios de su educación sentimental, las principales influencias literarias, amén del cine, la pintura y la lectura, y una larga lista en la que toda su literatura encuentra en la autenticidad de la tradición, la piedra angular de su prosa y su poesía.
Cito en extenso esta otra evocación de su hija Ilse Girona, la Nené de algunas de sus historias, que nos acerca a su génesis íntima como escritor:
Mi padre era buen conversador. Tenía un repertorio de cuentos que comenzaban con su infancia y continuaban por todas las etapas de su vida. Nos hacía reír y preguntarnos si lo que decía podía ser verdad. Nunca lo supimos. Si era otra persona la que hablaba, escuchaba con atención, esperando oír los ingredientes de la buena narrativa. «¡Ay, eso es un cuento!» comentaba cuando le gustaba. Le encantaba contar las tramas de películas que había visto, a veces con tanto adorno que temías que su versión pudiera durar más que la misma película. Esta afición por los cuentos naturalmente desembocó en su carrera tardía como escritor y poeta.
Era también un narrador de acontecimientos históricos. Aunque nunca pudo recordar los nombres, las fechas, los sitios, los números de la vida cotidiana, tenía una memoria extraordinaria cuando se trataba de narrar la historia de Cuba, América Latina, o Europa. No era inusual, en el desayuno, estar acompañados por un informe sobre las denuncias de Bartolomé de las Casas o por un reportaje sobre las últimas batallas de la guerra hispanoamericana.
Dado su amor por la conversación, es sorprendente que mi padre, un pintor toda su vida, rara vez hablara de arte. «Me cuesta trabajo hablar de pintura», dijo en una entrevista.1 En efecto, mi padre era un pintor silencioso.
[…] Con naturalidad transformaba su admiración en otro repertorio de cuentos. Cuando fui a París a estudiar dibujo, me mandaba cartas llenas de anécdotas sobre los artistas que aprendería a conocer y amar.
En un poema inédito, «Yo pinto y escribo», habla sobre esa ambivalencia:
Yo pinto y escribo. Son dos cosas distintas. Uno escribe para que el lector ponga su parte. Hablo de una mujer y cada uno se la imagina a su manera. Pintar es diferente. Cada pincelada es como una caricia a una mujer hermosa.
Su proceso formativo como escritor, su evolución en lo que concierne a madurez de estilo y técnicas narrativas, lo revelan, aunque tardíamente para el público, en plena sazón. Su primer libro para nada fue el intento fallido de un narrador principiante. Con figuras bien delineadas y referencias oportunas, la sencillez de su exposición explotaba la trama sin rebuscamiento en el estilo. Cada cuento o crónica, intenta referir una anécdota protagonizada la mayor parte de las veces por el autor, u otros personajes cercanos al narrador. Más allá de cualquier posible exceso, predominará la búsqueda de una adecuada voz narrativa en primera persona, capaz de comunicar la intimidad de personajes que a menudo se encuentran en el mundo que nos es familiar.
Humorismo, imaginación y esperanza, vidas cotidianas y espíritus ingenuamente aventureros, eterno enamorado de una diversidad de mujeres y lugares que jalonaron su vida. Sus confesiones están signadas por la sencillez y la franqueza. De sus muchos pasajes que me han sido simpáticos, aun si formar parte de sus libros, quiero compartir una anécdota recogida en una entrevista: «Nicolás [Guillén] vivía en la calle Oquendo. Un día fui a verlo y él me estaba diciendo: “Esto lo explica bien Carlos Marx y Lenin lo comprobó…” En ese momento pasaba por la acera una mulata muy atractiva, y Nicolás viró la cabeza y dijo bajito. “¡Abusadora…!”.»
Recuerdo su narración de cuando, a solicitud de Raúl Roa y otros amigos, se encarga de hacer una mascarilla mortuoria, experiencia que había tenido como asistente, pero nunca en solitario. Julio, por impericia, no tomó las precauciones pertinentes, y le era casi imposible retirar la mascarilla mortuoria, protagonizando una escena hilarante, rocambolesca, pese a producirse en circunstancias en extremo solemnes, y tratarse del cadáver de alguien muy querido y admirado. Desesperado además por estar en presencia de una multitud de dolientes, en plenas honras fúnebres. Corramos un velo piadoso… Hay elementos que constituyen patrimonio de la literatura de testimonio, y que brillan, con distinto fulgor, en cada uno de estos relatos. Allí está, de forma fragmentada, su autobiografía, pues Julito no quiso dejarle mucha tela a posibles biógrafos, tal vez por aquello que dijera Henry James de que no son más que «explotadores post mortem».
Su escritura, al darse a la publicidad en su avanzada y vital «tercera edad», tiene la impronta del relato de la propia vida, se convierte en la extensión de todo un quehacer como hombre y su creación como pintor; rasgos que, de manera muy heterodoxa, la acercan a aquello que el académico inglés William Taylor bautizó dos siglos antes como «autobiografía».
En la ya mencionada entrevista «Conversación sin título con Julio Girona» (La Gaceta de Cuba, noviembre-diciembre, 1995), Ciro Bianchi Ross lo conduce inquisidoramente hacia varias respuestas relacionadas con la tan debatida dicotomía de pintor-escritor, y en las que el entrevistado se muestra demasiado duro o modesto:
¿Y qué quiere? Soy un pintor. Las veo así y no de otra manera. Soy un artista plástico que empezó a escribir a los 70 años. Me decidí a hacerlo el día en que me puse a pensar que hay pintores que nunca fueron a la academia y sin embargo logran cosas maravillosas en sus lienzos. Entonces yo, sin ningún entrenamiento previo, podía abocarme sobre un libro. Así nació Seis horas y más. Afortunadamente, tuvo buena crítica, ganó el Premio de la Crítica, y, lo que es más importante, gustó a la gente. El lector se identifica con los personajes que deambulan en sus páginas quizás por lo mismo que dije al comienzo de Memorias sin título: he visto personajes parecidos a los de estos relatos en la literatura de otras tierras. Es que son hombres y mujeres universales.
[…] Lo esencial es así, como lo cuento. A veces, mis hermanas me dicen: «Julio, fulana no tenía los ojos verdes, sino grises, y no eran grandes ni hermosos». Y yo, en cambio, recuerdo a esa mujer por sus espléndidos ojos verdes. Puede haber detalles de ese tipo, pero lo básico…[…] Hice el cuento de mi vida y si algo quedó fuera de mi libro es la nostalgia. Comparto mis vivencias, pero no me asigno el papel de héroe ni escribo bajo el signo de la melancolía. Y le advierto, quedaron fuera muchas cosas, personajes, anécdotas, situaciones… sencillamente porque no las recordé en el momento oportuno. Después, ya con el libro impreso entre las manos, me dije: ¿por qué no mencioné esto o aquello? Lo haré, sin falta, si se hace una segunda edición.[…] Pintor, claro que pintor. Seré siempre un pintor, aunque escriba. Siempre he pintado por la tarde, a causa de la luz. Por la mañana, hacía las letras de los muñequitos o cuidaba de mi jardín. Ahora, escribo. Cuando me telefonean al filo de las 12 meridiano, me veo forzado a preguntar si el que me procura desea hablar con el escritor o el pintor porque esa hora marca el cambio entre uno y otro quehacer. Cuando arreglaba mi jardín, ponía el corazón en ello. Ahora lo pongo en mis textos. Tengo muchas motivaciones, y no están en pugna entre sí. Escribo un poema y me digo: este es el último, se me secó el pozo, y al día siguiente hay otro poema o un añadido a las Memorias o un cuento. Lo importante es hacer; después, gusta o no, se publica o no, se vende o no.[…] Como viajo mucho, a veces me despierto al amanecer y no sé en qué ciudad estoy. Entonces pego el oído y si escucho un ómnibus desvencijado, que ruge como un tanque alemán de los años 40, sé que estoy en La Habana. Si escucho las sirenas de las perseguidoras y los bomberos estoy en mi casa de Nueva Jersey. Si oigo el repicar de las campanas de las iglesias, estoy en Florencia. Me gusta cambiar de paisaje y me siento bien en todas partes. Cada una tiene sus cosas buenas y su belleza. Si estoy en Alemania, bebo vino del Rin y como salchichón, y no suspiro por los platanitos.
No creo, como alguien escribió, que en Julio la práctica literaria fuera su «violín de Ingres». Puede haberlo sido en algún momento, pero la semilla de escritor siempre estuvo en él, y fue cobrando fuerza hasta convertirse en una segunda manera de expresarse artísticamente, después, claro está, del dibujo y la pintura. Tales son los casos de otros artistas cubanos, como Marcelo Pogolotti o Carlos Enríquez. En el caso de Girona, amén del oficio (aparentemente «ingenuo») demostrado y la buena recepción entre sus lectores, están las casi seiscientas páginas de prosa publicada, dos libros y una plaquet de poesía dados a conocer, más decenas de poemas inéditos y un amplio epistolario que esperan por su divulgación.
La ensayista y profesora Denia García Ronda, en su prólogo a De la voz a la letra, compilación en dos tomos de los cuentos de Girona, recientemente publicada por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, al reconocer «el gusto por contar» que atraviesa toda la obra del autor, lo evalúa más allá de cualquier estereotipo académico:
Al abordar los cuentos de Julio Girona no se debe, por tanto, pertrecharse de categorías narratológicas y escalpelos estilísticos, sino verlos como la transcripción de su capacidad cuentera, y agradecerle que haya llevado a la escritura esos testimonios, esas memorias, esas vivencias, que de otro modo se hubieran perdido […]. La impresión del lector es que está oyendo «sus relatos», como si, efectivamente, participara en esos coloquios de sobremesa que tanto gustaban al autor.
Como bien dice la prologuista, su condición de narrador por naturaleza, condimentada con el sentido del humor y el empleo de los pequeños detalles de los episodios cotidianos, con los que sabe sazonar su escritura, le dan los recursos para una especie de «autobiografía fragmentada», que se expresa a veces en forma lineal, otras de manera reiterativa o dando rodeos, pero que siempre nos deja con las ganas de seguir leyendo, de seguir «escuchando». Todo en un estilo caracterizado más por la sencillez propia de los escritores norteamericanos, que le eran tan familiares, algunos de los cuales fueron sus contertulios o conocidos, que por el barroquismo a veces común a los de nuestra lengua. Sobre Mark Twain, uno de sus autores preferidos, Ilse cuenta como su padre gustaba de sus cuentos y sus anécdotas. Una en particular era de su preferencia, y se trataba del pasaje en que un joven, volviendo a su casa después de unos años en la universidad, se maravilla de cuanto su padre había aprendido durante su ausencia…. algo muy en sintonía con el vínculo que tuvo con don Julio, y después con sus hijas. Eterno explorador de nuevas situaciones, diversas y a veces rocambolescas, lo asumo, sin embargo, como autor, al igual que otros escritores, de un solo relato hilvanado por cada uno de sus libros conocidos.
A manera de ¿final?
Con fecha 28 de diciembre del 2002 guardo una nota manuscrita de su hija Ilse donde me pide que, a nombre de la familia, leyera en la tumba del amigo recién fallecido uno de sus cuentos inéditos, a cuyo manuscrito original se le introduciría un solo cambio sustituir la frase «esta tarde» por «esta mañana». Ese relato, que escribió con el gracejo criollo que lo caracterizaba, el autor seguramente lo concibió (como su admirado Villena años antes, en la «Canción del sainete póstumo») apostando a la alegría de vivir, como lo hizo siempre, burlándose de todo, y en primer lugar de sí mismo, al pensar en el hipotético día de su muerte.
Ese texto aparecería publicado al día siguiente en la edición dominical del periódico Juventud Rebelde, justo en la fecha en que Julito hubiera cumplido 88 años. Mis breves palabras antes de leer aquellas páginas, fueron las siguientes: «Por deseo de la familia voy a leer un texto inédito de Julio, un guiño, un gesto más, de los muchos que nos deja como herencia. Se titula “El entierro de un pintor”».
Por esas vueltas del destino, al igual que antes de su nacimiento, después de su muerte nuestras familias seguirían enlazadas.
Girona había fallecido el 24, y su familia pospuso el velorio y el entierro hasta la llegada de su hija Annie (Nené ya estaba en La Habana), y sus nietas Laura y Ellen, procedentes de Boston. El 26 Ilse descubre que en la máquina de escribir de su padre pende una cuartilla, que ella se decide a retirar. Esa cuartilla que contenía su último poema, y que titulara «El viento», resulta premonitoria, huella de los caprichos del destino, que marcaron también a muchos de sus personajes:
Encontré
tu mensaje
del hospital
el último que
me escribiste
antes
de morir.
Una ráfaga
del viento
echó al suelo tu libro
y desapareció tu mensaje.
Me consuelo
pensando que
no habrá viento
que se lleve
el recuerdo
que llevo para siempre
de ti.
[i] El presente texto debe mucho a la colaboración de Annie e Ilse Girona, hijas de Julio, y a la lectura siempre oportuna de Daniel García.
[ii] Aparece en Memoria sin título, pag. 72.
[iii] Este cuento inicia el volumen Café frente al mar (2000), y se reproduce en Páginas de mi diario (2005).
[iv] «Yo veo una continuidad entre su pasión, cuando era niño, por las películas mudas con sus subtítulos, su carrera muy precoz como caricaturista, su primer empleo en Nueva York como dibujante político para el periódico La Voz, y luego su trabajo, por décadas, traduciendo y haciendo las letras de los muñequitos para ganarse el pan. Cuando se junta esto a su gusto por la pluma y la letra, no sorprende que un día las palabras entraron en sus telas o que él hasta se puso a escribir “poemas”». Comentario de Ilse Girona.
* En el artículo original incluido en la antología Los pintores escriben, el lector podrá encontrar, además de algunas obras de Julio Girona, un grupo de anexos que el autor deció incluir «basados en comentarios muy útiles que Ilse Girona, en colaboración con su hermana Annie, me hizo llegar a partir de la lectura de mi texto».
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