Voy a hablarles de mi época, no de mi vida. Siento muy escasa inclinación, o incluso ninguna, por darles una conferencia autobiográfica. Sin duda a veces me ha acometido el deseo, después de tantos libros que he hecho con mi vida, de hacer de ella un libro y contar mi biografía, pero solo he atendido ese deseo de manera muy ocasional y fragmentaria, únicamente en un marco muy limitado, solo para contar a los amigos, y puede que a mí mismo, la gestación de esta o aquella obra. Quizá no ame mi vida lo bastante como para servir de autobiógrafo. Hace poco leía que en Alemania, donde hay mucho name calling, un gremio clerical había negado a mi obra toda condición cristiana. Eso ya es algo grande, despierta toda clase de recuerdos. Pero en mi propio caso tengo especiales dudas… que se refieren menos al contenido de mis escritos que al impulso al que deben su existencia. Si es cristiano sentir la vida, la propia vida, como una culpa, una deuda, un deber, como objeto de inquietud religiosa, algo necesitado urgentemente de reparación, salvación y justificación, entonces los teólogos no tienen tanta razón en su postura de que yo soy el arquetipo del escritor acristiano. Porque pocas veces el desarrollo de una vida —por juguetón, escéptico, artístico y humorístico que parezca— habrá surgido tanto, desde el comienzo hasta su próximo final, de esa temerosa necesidad de reparación, purificación y justificación, como mi personal y tan poco modélico intento de ejercer el arte.
Probablemente la Teología no considere en absoluto el esfuerzo artístico como un medio de justificación o redención, y es probable que incluso tenga razón al no hacerlo. De lo contrario, uno volvería los ojos hacia la obra hecha con más complacencia, con más tranquilidad y benevolencia. En realidad, el proceso de pago de deudas, ese impulso —que a mí me parece religioso— de reparar la vida con la obra, se prolonga en la obra misma, porque en ella no hay descanso ni satisfacción, sino que cada nueva empresa es el intento de responder por la anterior y por todas las anteriores, de pulirlas y reparar sus insuficiencias. Y así será hasta el final, cuando se dirá, empleando las palabras de Próspero: And my ending is despair, «la desesperación es el fin de mi vida». Entonces, como para el mago de Shakespeare, solo quedará un consuelo: el de la Gracia, el más soberano de los poderes, cuya proximidad ya se sintió en la vida con asombro a veces, el único al que corresponde considerar compensadas las deudas…
Les ruego que no olviden que solo digo todo esto para explicar mi aversión hacia la autobiografía, es decir, en contra de la idea de hacer directamente que mi vida sea objeto de mi escritura y de mi palabra. Sin embargo, cuando hablo de «mi época» no puedo evitar tener en mente dos cosas distintas: la época y el período de la Historia que formó el marco de mi vida como individuo y cuyo testigo es el tiempo que me fue dado, el reloj de arena que me pusieron, y en cuya parte alta queda tan poca arena —que escurre en fino chorro por el embudo— que habría que asustarse si el tiempo no fuera algo tan singularmente exquisito y pleno que muy poco de él siempre es mucho. No será posible mantener del todo apartado de la contemplación de mi época el «yo» autobiográfico, porque una mirada sobre ella será, lo quiera o no, una mirada sobre mi vida.
A los setenta y cinco años, Goethe le dijo a Eckermann: «Tengo la gran ventaja de haber nacido en una época en la que los mayores acontecimientos mundiales estuvieron a la orden del día, y se extendieron a todo lo largo de mi larga vida, de manera que fui testigo vivo de la Guerra de los Siete Años, enseguida de la separación de América de Inglaterra, de la Revolución Francesa y por fin de todo el período napoleónico, hasta la decadencia del héroe y los posteriores acontecimientos». Un anciano se jacta de la experiencia histórica que le ha sido dada, y que le ha ayudado a obtener «ideas y resultados muy distintos» de los que habría sido posible alcanzar de haber nacido «ahora», es decir en 1824. Bueno, tampoco a esa generación le ha faltado experiencia de acontecimientos y cambios importantes en el mundo, ni a cada una de las siguientes, y fue en 1830 cuando empezó la nueva era, que Goethe vio surgir con profunda desconfianza y a la que llamó, con una preocupada y muy ambigua palabra, la era de las «facilidades»: la era de la técnica, del progreso y de las masas, esa era que ha alcanzado su vertiginosa y absolutamente azarosa cumbre en nuestros atemorizados días, a lo largo de ciento veinte años. Sigue siendo arriesgado ufanarse de la especial fecundidad histórica del espacio de la propia vida, porque las cosas siempre pueden cobrar más color, siempre cobran más color. Si es el colmo haber venido al mundo justo después de la guerra franco-alemana y el final del Segundo Imperio francés, haber vivido la hegemonía continental de Bismarck y el esplendor del imperio británico de Victoria, y casi al mismo tiempo, ya con conciencia personal, el socavamiento intelectual de las normas de vida burguesas en toda Europa; la catástrofe de 1914, con la entrada de América en la política mundial y la caída del imperio alemán; el total cambio de la atmósfera moral causado por los cuatro años de sangre de la Primera Guerra Mundial; la revolución rusa; el advenimiento del fascismo en Italia y el nacionalsocialismo en Alemania, el terror hitleriano, la alianza contra él de Este y Oeste, la victoria en la guerra y la nueva pérdida de la paz… si, digo, esto ya es lo bastante dramático para una vida humana, y probablemente iguala desde el punto de vista cuantitativo a la de Goethe, no apostaría yo a que los niños de hoy, si es que una tecnología enloquecida les deja llegar a la madurez, no puedan alcanzar la ancianidad después de haber vivido revoluciones completamente distintas y cambios aún más espectaculares que alguien que ahora cumple setenta y cinco.
Así se lo deseo. Queremos, como dice la vieja canción navideña alemana, «mirarnos con envidia a la hora de los regalos» y no mostrarnos arrogantes ante su belleza. A ninguna generación le faltarán. Y sin embargo, los de 1875 sí tenemos una ventaja respecto a los de 1941 o posteriores: no es poca cosa haber vivido el último cuarto del siglo XIX —un gran siglo—, haber pertenecido a la decadencia de la era burguesa, de la era liberal, haber vivido aún en ese mundo, haber respirado ese aire; es, se podría decir con la arrogancia de la ancianidad, una ventaja formativa frente a aquellos que han nacido en medio de la presente disolución, un fondo y una dote de formación de la que los llegados después carecen, naturalmente sin echarla de menos. Puede ser como la relación de un hombre que aún hubiera vivido el Ancien Régime y algunas décadas del período postrevolucionario respecto a aquellos que llegaran después de 1789. Esa ventaja puede principalmente consistir en que alguien cuya vida está entre dos épocas experimenta la continuidad, la transitoriedad de la Historia. Porque la Historia se desarrolla en transiciones, no a saltos, y en cada Ancien Régime ya están vivos los gérmenes del nuevo, y están haciendo su obra intelectual.
Apenas lo estaban en mi infancia, que coincidió con la primera gloria del recién fundado Imperio Alemán…, una gloria algo ensombrecida, como mucho, por las feas incursiones de Mammón, del tributo del oro francés, por los escándalos de los años fundacionales. ¿Quién intuía nada del gusano que estaba reventando el interior del fruto? ¿Quién entre nosotros habría entendido palabras como las que George Sand escribía a Flaubert en 1876: Las victorias de Alemania son el comienzo de su devaluación moral, y todos los poderes creados sobre lo material, que niegan el respeto a la Humanidad, como la astuta y violenta obra de Bismarck, son colosos con pies de barro? La carta seguía, espantosamente profética, hasta la imagen de la bandera manchada en la que Alemania, triunfante y sin ideales, se envolvía, y que habría de convertirse en su mortaja. De haber llegado hasta nuestros oídos, aquello no habría sido más que la voz de la derrota. Pensábamos, si es que los asuntos públicos nos afectaban, que el Señor nos había hecho un gran don con el hombre poderoso que —para Europa, una insólita mezcla de brutalidad y refinamiento— gobernaba Alemania como autócrata bajo el nombre de «fiel servidor germano de su señor».
Qué experimentado se siente uno cuando piensa que, de niño, ha llegado a ver con sus propios ojos al viejo emperador, Guillermo I, o «el Grande», como se le llamó durante el reinado de su nieto. En su juventud se le había llamado «príncipe de los cartuchos», porque en 1848 había hecho disparar sobre el pueblo con esa munición. Entonces era un héroe anciano, medio mítico, que llevaba «la corona de la victoria» y un ídolo nacional de un carácter majestuoso y más suave que el de su Canciller de hierro. Lo vi cuando su tren especial pasó una vez por Lübeck, y se detuvo durante unos minutos en el vestíbulo lleno de humo de la estación. La multitud, a la que se había permitido entrar, gritaba hurras. Las autoridades saludaron a la cabeza del Imperio, y los niños pudimos acercarnos, reverentes, con nuestras «señoritas». Ya era terriblemente viejo cuando apareció enmarcado en la puerta del vagón, la gorra militar calada, la barba gris ferrosa, las puntas de los dedos de sus guantes colgaban flojas de sus propios dedos cuando se llevó, tembloroso, la mano a la visera de la gorra, y su médico de cámara estaba pegado a él, alerta y como listo para sujetarlo. Vio, en la levita cruzada de uno de los caballeros del comité de recepción, una cruz de hierro, y le preguntó en qué batalla la había ganado. Creo que en eso consistió la conversación formal, en todo caso fue su núcleo. Entre nuevos hurras, el tren se llevó al elevado viajero, y nosotros habíamos visto pasar la Historia.
También he visto al viejo mariscal Von Moltke, «el pensador de batallas», como lo llamaban. Se encontraba en el séquito del joven Guillermo II durante una visita de Estado que hizo a mi ciudad natal a comienzos de su reinado, y cuando, después de la cena de gala, el heredero del trono imperial, resplandeciente de condecoraciones, había sido lo bastante jaleado por la multitud que se apretujaba en la plaza del mercado para verlo en una ventana abierta del Ayuntamiento, también Moltke apareció allí, y provocó, lo quisiera o no, una explosión de entusiasmo todavía más fragorosa. Una cabeza de fino dibujo, a pesar de todas sus arrugas, nada militar en realidad, más la de un pensador que la de un viejo soldado. Aquel arquetipo de matemático de Estado Mayor, constructor de victorias, era desde 1870 el terror del soldadismo francés, más bien galante. Un burgués vestido de gala agitó su chapeau claque[i] sobre la cabeza del viejo estratega para avivar el júbilo, y recibió a cambio la Orden del Águila Roja de cuarta clase.
Era la época de la celebración anual de la batalla de Sedán, el 2 de septiembre, la del nacional-liberalismo leal a Bismarck, la del partido liberal de Eugen Richter, ya en la oposición, del que curiosamente se confesaba miembro algún que otro profesor de nuestro instituto, de orientación clásica y adepto a Schiller, la época del amenazador crecimiento de la socialdemocracia de August Bebel, que por aquel entonces —lo recuerdo en primera persona— representaba en la imaginación de los burgueses exactamente el papel que hoy le ha correspondido al bolchevismo: socialdemocracia equivalía a revolución, a extremismo descamisado, expropiación de la propiedad, destrucción de la cultura, destrucción en general, y aún recuerdo la forma en que el director de nuestro colegio increpó a unos chiquillos traviesos, que habían rayado las mesas y los bancos con una navaja: «¡Os habéis comportado como socialdemócratas!» Todo el mundo en el aula se echó a reír, también el profesor, pero él tronó: «¡No hay nada de lo que reírse!».
Aun así, por aquel entonces la cultura burguesa aún podía reír; parecía aere perennius, y los socialdemócratas eran los últimos en amenazarla seriamente. Bismarck despreciaba su internacionalismo teórico, igual que despreciaba a los políticos católicos, los «ultramontanos», y los calificaba de enemigos del Imperio. Pero en el fondo conocía y reconocía en la socialdemocracia un partido de Estado y con disciplina de Estado, y lo que realmente odiaba era el liberalismo, el Partido Liberal, del que decía que estaba mucho más próximo al anarquismo que la socialdemocracia. Una frase ingeniosa y una paradoja para el ciudadano, porque el Liberal parecía un partido de orden y llevaba ropas burguesas, no proletarias, por lo que la burguesía leal lo toleraba en sus filas. Sin embargo, estaba regido por un demoníaco conservador, que aunque forzado en aras de la decencia por el espíritu de su época, había dado a su Imperio una constitución pseudodemocrática, era un archienemigo de la democracia europea y, como tal revolucionario, revolucionario en un sentido terriblemente moderno y retrógrado, era el arquetipo del gran apóstata de la segunda mitad del siglo XIX contra el liberalismo europeo, como Dostoievski o Nietzsche… de los que, naturalmente, no sabía una palabra.
Es curioso pensar que ese arquetipo intelectual, en forma de hombre de Estado, reinó sobre esa floreciente empresa comercial, rodeada de luces romántico-imperiales, que se llamó «Imperio Alemán», y al que Nietzsche mostró su profundo desprecio precisamente porque era una construcción nacional-democrática como cualquier otra, porque la política desplazaba en él al pensamiento y porque su fundación había significado, para él, el fin de la Filosofía alemana. Al fin y al cabo, se fundamentaba sobre «educación y propiedad», esos pilares de la burguesía; se fundamentaba, en medio de la mayor actividad, en la seguridad burguesa, como la época misma, que hoy ha ganado enteramente el aspecto de los «viejos y buenos tiempos». Que una libra inglesa valiera 20 marcos, un dólar 4, que por un marco te dieran 120 céntimos italianos, franceses o suizos, parecía algo querido por Dios e inconmovible. También el oro tenía valor de cambio. Quien no ha tenido dinero en oro en sus manos no ha conocido la aurea aetas de la burguesía, y miro desde las profundidades de mi edad cuando pienso que mis primeros honorarios como autor tuvieron aún la forma de tres monedas de oro de diez marcos. La solidez y la decencia constituían el sello de la época. Aún se estaba lejos de esa liberación del cuerpo que el deporte ha traído consigo. Reinaba su ocultación…, con la excepción del escote de los vestidos de baile de las mujeres, que era palaciego, y por tanto también burgués.
Ese solemne descubrir de hombros y senos que Tolstói tanto desaprobaba como moralista, y que como artista ha descrito con tan profunda codicia erótica en Anna Karenina, estaba en sorprendente contraposición con la castidad que todo lo negaba del traje de baño femenino, una especie de tocado especial, lleno de volantes, con el que el bello sexo se metía en el agua desde 1880, y que mantenía la máxima discreción incluso cuando estaba mojado.
Con velo y sombrilla de puntillas, para proteger el cutis, se reclinaba la rica dama burguesa en su coche de caballos, porque la moda de la piel morena aún estaba lejos, aún no se conocía la temporada de invierno en la montaña, incluso era casi desconocido, con la excepción del recatado croquet en el jardín, el juego al aire libre. Los jóvenes teníamos que practicar en desagradables gimnasios la gimnasia con aparatos, que venía de los tiempos del padre Jahn y de la idea de animar a los jóvenes a la guerra contra Napoleón. Lo hacíamos en mangas de camisa, pero, increíblemente, con cuello rígido y a ser posible con pechera almidonada, bajo la vigilancia de un profesor de roja barba, quevedos y embriagada voz de mando. El deporte es lo opuesto al alcohol; la gimnasia patriótica estaba unida, en una misma visión del mundo, a la germánica costumbre de beber cerveza, como las fraternidades estudiantiles.
Mi época… ¡hay que ver lo que produjo! La raya del pantalón, por ejemplo… en mi infancia aún no existía, pero pronto existió, y he encontrado su primer documento literario. En la tardía novela de Tolstói, Resurrección, cuando Nechludov —que ha acompañado el traslado de su antigua amante a Siberia—, vuelve a encontrarse en circunstancias civilizadas en la posada de la ciudad sede del gobierno, se pone una camisa almidonada y «pantalones con marcas de estar plegados». Así que originariamente tales pliegues venían de alisar los pantalones en una silla, la plancha vino luego a trazarlos.
El tranvía de caballos trotaba entre campanilleos por las calles, y aún recuerdo el día en que el último de Múnich fue llevado, adornado con banderines, hasta su mausoleo, porque todas las líneas habían sido electrificadas. El paso de la lámpara de petróleo, la llama de gas que marcaba el proscenio del teatro, de la blanca camiseta incandescente de la lámpara de gas, a la luz eléctrica… también fui testigo de él. El primer teléfono apareció en los establecimientos de los grandes comerciantes, aunque aún tardara en pasar a sus viviendas. La bicicleta hizo su entrada en Europa con el nombre de velocípedo, al principio con una alta y grotesca rueda, en la que el ciclista se sentaba como un monito encima de un camello, y cuya diminuta rueda trasera tan fácilmente se torcía; luego, con la rueda baja inglesa, que trajo hasta nosotros el nombre de safety. ¡Safety! Fue la palabra inglesa característica de la época. La seguridad burguesa y su liberalismo eran ingleses. El continente descansaba a la sombra y bajo la protección del Imperio Británico.
Safety e «inversiones garantizadas» fueron aún el signo, el fundamento, en apariencia inconmovible, de mi juventud. Y sin embargo, sin que el burgués medio lo supiera, ese fundamento estaba siendo roído, atacado y profundamente puesto en duda… no tanto, desde el frente político, por una antaño tan terrible socialdemocracia, cada vez más aburguesada, como por el espíritu y por el arte, por la crítica moral, por el esteticismo, por un antiliberalismo de actitud revolucionaria o neoconservadora, por una juventud vestida con nuevos ropajes, cuyo sentido de la vida se apartaba radicalmente del de sus padres. Lo que se manifestaba era el rechazo a la «sala confortable», al salón burgués, una especie de salud de aire libre, de acampada de gitanos. Pero había otro espíritu zíngaro, artístico, literario, que tenía más que ver con el hachís y los cigarrillos perfumados que con la salud: la palabra décadence, que Nietzsche había manejado con tanto virtuosismo psicológico, penetró en el argot intelectual de la época; una estampa novelística alemana de aquel momento, hoy olvidada, se llamaba precisamente «novela de la Décadence»; la cansada madurez estetizante, la decadencia, marcaban el tema y el tono de la poesía de Hofmannsthal a Trakl; y, significara lo que significase el concepto Fin de siécle que recorría Europa, neocatolicismo, satanismo, crimen intelectual, la mórbida herencia de la embriaguez nerviosa…, en cualquier caso era una fórmula de extinción, la fórmula, demasiado de moda y un tanto pisaverde, para un sentimiento de fin, el fin de una era, de la era burguesa. Si vuelvo la vista atrás, nunca seguí la moda, nunca llevé el macabro vestido de bufón del Fin de siècle, nunca conocí la ambición de estar literariamente à la tête y a la orden del día nunca pertenecí a una escuela o camarilla que estuviera en boga en ese instante, ni a la naturalista, ni a la neorromántica, neoclásica, simbolista, expresionista o como se llamaran todas ellas. Por eso mismo nunca he sido sostenido por una escuela, y raras veces elogiado por los literatos. Veían en mí un «burgués»… no sin razón, porque, por un instinto que llegaba hasta la conciencia, me atenía a la tradición burguesa que me era innata, al sustrato educativo del siglo XIX, al que vinculaba de forma expresa la Grandeza.
Puede que Tolstói fuera un naturalista…, sobre todo era grande, gigantesco, de la talla del siglo XIX, esa talla que yo admiraba y que llevaba en mí como ideal, como una especie de vínculo y deber, como una aspiración que no facilitaba precisamente la vida durante la vacilante juventud. También Wagner era naturalista, además de simbolista y, según Nietzsche, un decadente, solo que, principalmente, de talla gigantesca. En la época en la que penetré, enamorado, en su obra, cuando mi entusiasmo juvenil por él llegó a su culmen y El anillo del nibelungo me parecía la obra par excellence —cosa que a veces sigue haciendo—, esa obra llenaba, como llena hoy, las óperas del mundo, pero Wagner ya no era moda intelectual, dernier cri, el objeto del debate del momento; en realidad, con mi ardiente interés por él, acicateado por la crítica de Nietzsche, yo era un rezagado, un epígono…, igual que lo era como lector y apasionado admirador de Schopenhauer. Porque cuando, al principio de mis veinte años, asumí en cuerpo y alma esa metafísica atea, ese pesimismo tan teñido por las musas, y profundicé en él hasta la embriaguez, Schopenhauer ya no era en modo alguno el filósofo del día, era de ayer o anteayer, era edad burguesa, museo, educación… que en mí se desprendía de lo ya histórico para convertirse en vivencia apasionada.
Esos vínculos a mi espalda eran una condición y necesidad personal. La novela inglesa, rusa y escandinava de 1850 y 1860, el teatro épico de Wagner, la moral pesimista de Schopenhauer, la psicología de la Décadence de Nietzsche, la concepción artística de Flaubert y de los Goncourt, además de una buena porción de humorismo bajoalemán, fueron los elementos formativos que ayudaron a dar forma a la obra narrativa de mis veintitrés a veinticinco años, Los Buddenbrook, que apareció exactamente en el momento del cambio de siglo…, un libro que, anticuado en su ritmo y en sus dimensiones, «no importó nada» a los literatos, pero fue recibido —tras breve titubeo— por la burguesía alemana instruida, ensalzado y muy pronto traducido a todas las lenguas europeas, porque la situación sentimental general encontraba ecos en la suya. Aún recuerdo que, mientras lo escribía, respondí a la pregunta por mi trabajo de un artista de Múnich con las palabras, más bien disgustadas que arrogantes: «Oh, es algo aburrido y burgués, pero trata de la decadencia… que es lo que tiene de literario». Había convertido en novela experiencias personales y familiares, sin duda con la sensación de que en ellas había algo «literario», es decir intelectual, es decir de validez general, pero sin verdadera conciencia de que, al contar la disolución de una casa burguesa, anunciaba más disolución y una época final, una cesura cultural y socio-histórica mucho mayor. ¿Cómo si no habría podido, catorce años después, cuando la propia Historia universal marcó con su tosca y sangrienta mano el fin, el punto de inflexión, la gran cesura, sentirme obligado a escribir esa extensa y quijotesca defensa, que devoró años de trabajo, de la burguesía romántica, del nacionalismo, de la guerra alemana, que ha sido desdichadamente conocida con el título de Consideraciones de un apolítico? Los «vínculos a mi espalda» de los que he hablado, y que me habían sido necesarios para mi obra, se hicieron presentes ahora con efectos negativos: me convirtieron en reaccionario, o me hicieron aparecer como tal por un momento. Porque, en el fondo, el libro era más una novela experimental y de formación que un manifiesto político; era, desde el punto de vista psicológico, una larga exploración de la esfera nacionalista y conservadora en forma de polémica, sin idea de una definitiva fijación. Apenas acabado, en 1918, me desprendí de él… Una solución que, de todos modos, me fue facilitada por el obtuso rechazo del libro por parte de los conservadores alemanes, para los que resultaba demasiado europeo y demasiado liberal; por ciertos contactos personales con esos círculos en su realidad política e intelectual, que me metieron el miedo en el cuerpo, y por el surgimiento de aquella ola de oscurantismo revolucionario en el intelecto y en la ciencia, un movimiento que me resultaba profundamente inquietante, que contraponía nacionalidad a Humanidad y trataba a esta última como lo que se hunde, lo que queda atrás…, en pocas palabras, por el surgimiento del Fascismo.
Mi época… Nunca he sido, lo puedo decir, su enamorado ni su adulador, ni en el sentido artístico ni en el político-moral; cuando la expresé, estuve la mayor parte de las veces en su contra, y, cuando tomé postura, fue por regla general en el momento más desventajoso. Fui nacionalista cuando el explosivo pacifismo de los expresionistas estaba a la orden del día, y me resistí con horror al antihumanismo e irracionalismo de los intelectuales de 1920 o 1925, cuyas consecuencias políticas eran entonces las menos visibles. Tan solo cuatro años después de la publicación de las Consideraciones, me encontré convertido en defensor de la República democrática, esa débil criatura de la derrota, y en antinacionalista, sin que se hubiera hecho notar quiebra alguna en mi existencia, sin la menor sensación de haber abjurado de nada. Precisamente el antihumanismo de la época me dejó claro que nunca había hecho —o había querido hacer— otra cosa que defender a la Humanidad. Nunca haré otra cosa.
Mi época ha sido rica en cambios, pero mi vida es una unidad. El orden que guarda numéricamente con ella me provoca el placer que encuentro en todo orden y armonía. Cuando escribía en 1900, tenía veinticinco años y había terminado Los Buddenbrook. Cuando el siglo fue tan viejo como yo entonces, y yo tan viejo como el siglo es ahora, es decir cincuenta, en el año 1925, apareció La montaña mágica.
¡Un libro escrito en unas circunstancias bien distintas de las de la obra de mi juventud! La Primera Guerra Mundial había quedado atrás, la novela había pasado a través de ella, como la joven generación que había combatido y sufrido en ella sin sentido ni objeto, una generación radicalmente distinta en su constitución intelectual de sus temporales hermanos Hanno Buddenbrook y Tonio Kröger, totalmente privada de ciudadanía y deshumanizada, forjada y descompuesta al mismo tiempo, atlética y desesperada. El nihilismo que Nietzsche anunciaba como inevitable y que, en cuanto a forma de vida intelectual, iba a culminar en la Segunda Guerra Mundial, ya estaba completo en las cumbres de la inteligencia, en los escritos, por ejemplo, de un Ernst Jünger. Alguien experimentado en él ha llamado al nacionalsocialismo «la revolución del nihilismo»… Lo fue, mezclado con siniestras creencias en lo inhumano, lo prerracional y ctónico, en la tierra, el pueblo, la sangre, el pasado y la muerte. No es que esos ingredientes de la época fueran completamente nuevos para las personas de mi avanzada edad. Cuando hablaba de una ventaja de los nacidos en 1875 respecto de los que nacieron en el mundo postburgués, y de una ventaja formativa, lo que quería decir era que nosotros, los viejos, habíamos conocido la reacción al liberalismo y el racionalismo en forma de una mayor formación, como variante oscura del Humanismo; como un pesimismo que escribía la prosa de nuestra gran época formativa humana y cuya orgullosa misantropía nunca negaba el respeto a la idea, a la vocación superior, a la dignidad del ser humano. Estoy hablando de Schopenhauer, pero estoy hablando incluso de Nietzsche, que venía de él, que transformaba su pesimismo en dionisíaco, pero que incluso en su caída siguió siendo discípulo suyo y, humanista incluso en sus más estridentes y apasionadas excentricidades, ponía la elevación del ser humano, de su futuro liberado de las humillaciones morales, en el centro de su filosofía.
La obra narrativa de mi madurez, La montaña mágica, fue también una obra de pensamiento humanista; su simbolismo humorístico giraba en torno al «objeto de las preocupaciones de la vida», el ser humano, y la cuestión de su condición y estado; quería ser un libro de la Humanidad, como las novelas de José, engendradas en los años treinta, que en gran parte fueron ya un regalo de América. Su escenario exterior era el más angosto —un valle de Suiza visitado por un público internacional—, su interior, amplio: abarca, catorce años antes de la Segunda Guerra Mundial, toda la dialéctica político-moral de Occidente, y todavía hoy, persistiendo en su síntesis humana, se mantiene combativa, y ha mantenido cierta actualidad en su temática a lo largo de veinticinco años. Ya no se trata en ella, como en las Consideraciones, que aportaron un trabajo previo a la novela, de la defensa del espíritu y el arte contra la política —que se había vuelto predominante, aunque el arte parecía jugar con ella—, y los que se enfrentaban en disputa pedagógica, luchando por un alma, el alma de Occidente, eran su moral todavía burguesa y la ya no burguesa, la política como humanidad y como inhumanidad ascética, la democracia, en amable ironización ya, y, encarnada por un comunismo de educación jesuita, la crueldad de la dictadura dogmática, el vínculo férreo del Estado totalitario.
Si la novela se distancia de manera humorística de la retórica democrática, del bel canto político del discípulo de Mazzini, aunque muestra con luz mucho más inquietante las ideas del terror y del sometimiento de la Humanidad, quiero confesar —me parece el momento adecuado, después de muchos malentendidos—, que ese miedo al totalitarismo dogmático, ese horror al horror, se ha quedado dentro de mí durante veinticinco años, y nunca podré ser partidario suyo. No por un liberalismo anticuado, ni porque no entienda el anhelo y el ansia de la Humanidad de nuevas vinculaciones absolutas como las que antaño le ofrecía la religión, sino a causa de la falta de relación, por principio, entre el totalitarismo y la verdad, que va contra mis más profundos instintos. Como escritor, como psicólogo, como persona que presenta lo humano, he hecho un juramento a la verdad y he de atenerme a ella. Amo su encanto, como estoy penetrado de su dignidad y de lo despreciable que es lo falso. La ilusión es artística; la mentira es insoportable, tanto desde el punto de vista estético como moral, y se demuestra que estos dos ámbitos están más emparentados, incluso se solapan en gran parte, de lo que podrían pensar sus a menudo enemistados protagonistas. Pero ahora el Estado total exige que se crea en las mentiras. No solo él, ya lo sé. Se miente por doquier, también en el mundo liberal. El interés precisa de adorno ideológico, la política de poder se viste de mesianismo, y lo que se llama propaganda en ninguna parte tiene que ver gran cosa con la verdad. Pero no es a eso a lo que me refiero. Un poquito de mentira, incluso mucho, sigue sin ser fe en la mentira, en la mentira como poder conformador de la Historia. Cabe dudar de si la Historia hace realidad la verdad…, y esa duda es la que me aliena en gran medida. El historiador nato la admite con toda tranquilidad. En su Historia de la ciudad de Roma en la Edad Media, en la que trata del nacimiento de la iglesia cristiana y sus dogmas de fe, por ejemplo el primado del obispo de Roma, es decir, la imposición del poder del Papado, Gregorovius escribe con toda tranquilidad la frase: «Si el poder de una tradición por lo demás venerable, basada en la fe de siglos, nos parece fabuloso, considérese que en toda religión que toma forma las tradiciones y leyendas constituyen la base de la acción práctica. En cuanto el mundo las ha reconocido, se convierten en hechos».
Para mí, de esas frases flemáticas se desprende un singular espanto. ¿Qué es esto? ¿Las leyendas pueden, «en cuanto el mundo las reconoce», convertirse en verdad, los mitos, cuentos, falsificaciones, mentiras en fundamento de la realidad histórica? ¿Sería esa la verdadera obra esencial de la Historia? Entonces se trata de una clase repugnante de poesía, la poesía de la violencia, porque toda conversión en verdad de lo falso es en última instancia violencia, igual que la menor explotación de la necesidad humana de fe es violencia. Pero, precisamente, que a través de la violencia la mentira se puede convertir en verdad y en fundamento de la vida, es lo que el totalitarismo ha aprendido de la Historia, lo que admira en sus creaciones y con lo que está decidido a hacer por su parte Historia. Para él no es la verdad lo que hace feliz (cosa que en absoluto está en su naturaleza), sino que «la fe hace feliz», la fe ordenada y forzada en un único mito derrochador de dicha. En una palabra, el estadista totalitario es el fundador de una religión, o más exactamente: el fundador de un sistema dogmático infalible, inquisitorial, que reprime violentamente toda herejía y que a su vez se basa en leyendas, a las que la verdad tiene que someterse con severo ascetismo.
No cabe sorprenderse de que en nuestro mundo la fundación de un liberalismo desesperado o que dudara de sí mismo tuviera tanto éxito, tal es el horror que emana de él para el acostumbrado por el arte a la libertad; acostumbrado por el arte, en el que la libertad quizás es lo único posible y natural. Casi desde el instante de su nacimiento, la libertad se cansó de sí misma y atisbó en busca de un nuevo vínculo, nuevas limitaciones, de algo absoluto. Resultó que el ser humano no era capaz de vivir en la diáspora individualista, que no puede haber Humanidad en ella. Nada es más ingenuo que poner en juego la libertad, alegremente moralizadora, contra el despotismo, porque ella es un problema intimidatorio, intimidatorio en tal medida que se plantea la pregunta de si el ser humano, en aras de su tranquilidad espiritual y metafísica, no prefiere el espanto a la libertad. De esto se habla mucho en La montaña mágica y en la novela de mi ancianidad, el Doctor Faustus.
El sagrado horror, la nueva iglesia, la fe que impone la nueva vinculación universal, que añade a todas sus demás promesas la de la liberación de la libertad, ha sido encontrada: la Rusia bizantina, en la que nunca ha habido democracia burguesa y el despotismo es el aire que todos están acostumbrados a respirar, la ha creado; sobre la base de una explicación paneconómica del mundo no oriental, sino surgida de la evolución de la industrialización occidental, y de la doctrina salvadora de la verdad condicionada, levantó su iglesia justa, supuestamente la única salvadora, con libros sagrados, un sacrosanto edificio dogmático y todos sus accesorios. Dado que al mismo tiempo esa iglesia es Estado, practica una política de poder… ¿a quién le sorprende? La conquista del mundo es un sueño antiquísimo, y toda fe quiere conquistar el mundo…, con el peligro de quedarse en mero instrumento para conquistarlo.
No quiero dejar ninguna duda de mi respeto hacia el logro histórico de la Revolución Rusa, que corresponde a personas pertenecientes a mi época. Ha puesto fin en su país a situaciones anacrónicas, que hacía mucho tiempo que se habían vuelto imposibles, ha elevado el nivel intelectual de un pueblo analfabeto en un noventa por ciento, ha dado una forma infinitamente más humana al nivel de vida de sus masas. Es la gran revolución social, después de la política de 1789, y, como esta, dejará huellas en toda convivencia humana. Si no hubiera otra cosa que me impusiera el respeto hacia ella, lo haría su invariable oposición al fascismo, de cuño italiano o alemán, a esa imitación puramente reactiva y pueril del bolchevismo, una revolución de simios sin relación alguna con la idea de Humanidad y su futuro. Nadie negará esto a la gran revolución rusa. Lo que le confiere un signo trágico es que se llevó a cabo precisamente en Rusia, y lleva el sello específico del destino y el carácter rusos. Durante largas décadas, en ese inmenso país, autocracia y revolución sostuvieron una lucha implacable, una lucha por todos los medios… No hubo terror al que despreciaran acudir. En esa lucha, las simpatías de la democracia, también de la americana, estuvieron siempre de parte de la revolución; porque de su victoria se esperaba una Rusia libre, libre en el sentido en que lo entiende la democracia. El resultado fue distinto, fue ruso. Autocracia y revolución se encontraron en su resultado, y lo que tenemos delante de los ojos es la revolución autocrática, la revolución con ropajes bizantinos y como aspiración a redimir el mundo, que se opone, en una disputa histórica a gran escala, a la aspiración occidental a ganarse al mundo y al predominio tanto espiritual como material.
Que la lucha entre estos dos imperialismos arda, o amenace con arder, en este momento en que la evolución de la técnica, como dije antes, ha alcanzado una altura vertiginosa, y la ciencia dispone de medios de destrucción que amenazan la existencia de la propia Humanidad, es un siniestro azar de la Historia. Porque a ambas partes les corresponde trabajar por la Humanidad y por su salvación, no por su ruina. ¿Quién va a negar humanidad a Rusia, la Rusia eterna? Nunca y en ningún sitio la ha habido más profunda que en la literatura rusa…, la sagrada literatura rusa, como la llamé en una novelita de juventud. Goethe, mirando atrás hacia las guerras de liberación alemanas, respecto a las que había mantenido una actitud fría, decía: «¿Cómo iba yo a odiar a los franceses? Les debo demasiado de mi formación». Yo debo demasiado de mi formación al pensamiento ruso, al alma rusa, como para que la política de poder pudiera hacerme odiar a Rusia, y en cuanto al comunismo, que me es ajeno, pero tiene profundas raíces en el carácter ruso, solamente ayer, para salvar su vida, la democracia occidental estaba hombro con hombro con el comunismo ruso en la guerra contra el fascismo nazi. Hoy se cree en la necesidad de expulsar como reo de alta traición los últimos recuerdos de ese ayer; y sin embargo, pienso que de la persistencia de esa comunidad de lucha, que por supuesto habría necesitado más sabiduría por ambas partes, habría podido salir algo grande y bueno para la Humanidad, mientras que a nadie se le escapa que el actual estado de conflicto crónico no puede conducir a nada bueno.
Si no nos lleva por inadvertencia a la auténtica guerra, la aventura más desesperada y carente de expectativas a la que se haya arrojado nunca la Humanidad, una aventura para la que nadie daría la señal sin ser moralmente la muerte, este conflicto crónico somete a los pueblos, los mantiene unidos por el odio y el miedo, los obliga a derrochar sus mejores energías al servicio del odio y el miedo, lo hace retroceder todo, todo, impide cualquier progreso, rebaja el nivel intelectual de las personas, paraliza en grandes naciones el sentido del Derecho, les priva del entendimiento y las vuelve mutuamente ridículas, por las locuras a las que su manía persecutoria y su manía de perseguir las extravían. Nadie tiene una imagen de la guerra caliente. La de la crónica guerra fría la tenemos delante de los ojos, y vemos que destruye lo que quiere preservar: la democracia. Porque sucumbe a la tentación de expulsar al demonio recurriendo a Belcebú, y a tomar por compañero de armas al fascismo, apoyarlo y volver a hacerlo crecer…, cosa que no es posible hacer en otro lugar del mundo sin sucumbir también en casa a su espíritu perverso. La democracia burguesa debería recordar la frase: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?».
Desde las profundidades del corazón humano sale hoy el grito: «¡Paz, por el amor de Dios, paz!» ¿América y Rusia, esos dos gigantes bonachones —vulnerables los dos, eso es cierto, el uno a la histeria insensata, el otro a los estallidos de violencia sarmática—, tienen necesariamente que matarse el uno al otro, como Fafner a Fasolt, para que solo uno de ellos se tumbe en el huerto del mundo y duerma? No habrá nada en lo que pueda tender su vientre de dragón; la bomba de hidrógeno, empleada en lugar de la maza, no deja nada, ningún tesoro que guardar, ni siquiera la democracia. Los colosos del Este y el Oeste, el uno con su antigua y melancólica Historia, el otro con la suya joven y alegre… ¡cuánto tienen en común, si quieren expulsar por completo de su mente el odio y el miedo! Ya su propio tamaño crea un parentesco entre ellos, la espaciosidad de su existencia, que trae consigo una peculiar relación con el tiempo, una cierta generosidad despreocupada en la administración del tiempo: tienen tiempo, se toman tiempo, no conocen la impaciencia… Todavía no he visto un americano impaciente, ni un ruso que perdiera la paciencia. Hace poco tuvimos ocasión de ver una exposición de fotografías que mostraban toda clase de motivos bien elegidos de la extensa vida americana, escenas de granja, americanos trabajando en el campo y en la industria. Llamaba la atención lo rusos que parecían hasta en su fisionomía. Entre la humanidad rusa y americana hay muchas cosas curiosamente emparentadas: sobre todo lo democrático innato, una confianza, apertura, falta de reserva en la convivencia, que se distingue tan sensiblemente del cerrado individualismo del carácter francés o inglés. Es sabido que nuestros soldados, en algunas ocasiones que la guerra ofreció para encuentros con camaradas rusos, por ejemplo en Irán o en Alemania, se entendieron y portaron con ellos de manera espléndida…, mejor, de hecho, que con los franceses e ingleses. Un cierto alegre primitivismo por ambas partes, en la bebida, en el amor, en todo el gusto por vivir, los convertía en buenos amigos, sin que el uno entendiera más de dos o tres palabras de la lengua del otro.
Vania y Sam o Jim no quieren lanzarse el uno al cuello del otro porque las constituciones de sus países difieran. Los principios básicos de la democracia divergen: libertad e igualdad. Se contradicen, y nunca pueden alcanzar una asociación ideal, porque la igualdad conlleva la tiranía y la libertad la disolución anárquica. La tarea de la Humanidad hoy es encontrar un nuevo equilibrio entre ellos, hacerles contraer una nueva unión, en la que por supuesto no se podrá negar el hecho de que la justicia se ha convertido en la idea dominante de esta época, y su realización, hasta donde alcanzan las fuerzas del ser humano, en asunto de la conciencia mundial. La revolución burguesa tiene que continuarse en lo económico, la democracia liberal tiene que hacerse social. Todo el mundo lo sabe en el fondo, y si hacia el final de su vida Goethe declaraba que todo hombre razonable era un liberal moderado, hoy esa frase reza: todo hombre razonable es un socialista moderado. Pero sé muy bien que precisamente el socialismo «moderado», refrenado por el humanismo, el socialismo liberal, es decir la socialdemocracia, es el que odia de forma más encarnizada al comunismo totalitario. Esto no es diferente en América de lo que lo era en Alemania. Y sin embargo, creo que la disponibilidad en nuestro campo a aceptar que es preciso y es hora de llevar a cabo una reforma social de la libertad, el abandono de la superstición de que hay que someter al socialismo en todo el mundo y aliarse con el fascismo antes de admitir que la libre empresa sufra daños, creo que un cambio como este traería consigo la atmósfera que quitaría mucha aspereza, la aspereza decisiva, al enfrentamiento ruso-americano.
Se me ha atribuido a veces el tener que ser siempre patriota, si no ya como alemán, sí ahora como americano. Puede que haya algo de verdad en eso. Y el sueño patriótico de mi ancianidad es que América se eleve a la audacia moral que corresponde a sus fuerzas, y tome la iniciativa de una conferencia universal de paz en la que no solo se ponga fin a la funesta carrera armamentística, sino que, en el interés nacional bien entendido de todos, también de América, se desarrolle un plan de financiación integral de la paz, para una consolidación de todas las fuerzas económicas de los pueblos al servicio de la administración común de la tierra, y un reparto de sus bienes que borre de su faz la vergonzosa pobreza y el hambre, y erradique del mundo un sufrimiento innecesario que no es querido por Dios, sino única culpa de los hombres. Sería el comunismo humanista el que venciera al inhumano; y solo si Rusia desdeñara semejante planificación mundial, la preparación para un Gobierno mundial que protegiera la Ley y la paz, y se excluyera con terquedad nacional de ella, solo entonces quedaría demostrado lo que se pretende probado ya con demasiada precipitación: que Rusia no quiere la paz.
Se dice que solo la quiere por la convicción de que el tiempo trabaja a favor de su causa. Puede ser que lo haga, pero también lo hace a favor de la nuestra, y América no cede ante Rusia en confianza en el tiempo. Ambas son grandes y pacientes. El tiempo trabaja a favor de todos nosotros, si le dejamos hacer su obra de compensación y abolición de los opuestos en una unidad superior y si lo llenamos, el individual y el de los pueblos, con el trabajo en nosotros mismos. El tiempo es un valioso regalo que se nos ha dado para que en él lleguemos a ser más inteligentes, más maduros, más perfectos. Es la paz misma, y la guerra no es más que un salvaje derroche del tiempo, la salida de él hacia una impaciencia absurda.
Quien ha pasado aquí setenta y cinco años sabe algo acerca de la gracia del tiempo y su paciente cumplimiento. Ha cobrado también cierto afecto por esta verde tierra, y cuando —¡bien pronto!— se hunda en su seno, deseará a las generaciones humanas que caminen encima, a la luz, que su destino no sea la miseria y el oprobio de la animalización, sino la paz y la alegría.
[i] Chistera (N.del T.)
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