Hay un asunto perentorio de Bernardo Bertolucci con la literatura, un asunto complicado y sereno, como una relación de amor que nunca llega a saturarse del todo porque ninguna de las partes —en este caso, la imagen absorbiendo las palabras, y las palabras intentando emular con la imagen— asume su propia naturaleza.
En The Sheltering Sky (1990), que nace en la novela homónima de Paul Bowles publicada en 1949, Bertolucci elabora una trama que es, en lo esencial, la misma del texto de Bowles. Pero hay que añadir en favor de ambos, o en contra, que los dos se enfrentan a una empática imposibilidad en lo concerniente al relato. Saben cuál es la diferencia entre los hechos y la experiencia. Ninguno quiere quedar en el nivel de los hechos. Ambos anhelan expresar la experiencia. Y, sin embargo, los dos necesitan relatar los hechos que definen la naturaleza de ese terceto interlúdico de personajes en suspenso, electrizados y llenos de deseos equívocos. Son, como declara Kit —ella y Port constituyen un joven matrimonio en crisis—, viajeros. Y un viajero no es un turista. Los acompaña Tunner, un amigo común, rico, gozador —un turista, sin duda—, que está fascinado por la pareja. Los tres acaban de llegar a Tánger, ciudad internacional, y se hospedan en el Grand Hotel.
La aventura exorciza y el desierto, tan próximo, también. Cuando ya Port ha tenido un lance de sexo con una hetaira exuberante y ladrona, él y Kit deciden que el viaje en tren a Bussif lo harán Kit y Tunner, mientras Port aceptaría la invitación de Eric y su madre —él, un descarado alcohólico que siempre pide dinero, y ella, una mujer autoritaria y fría—, que viajan en un Mercedes blanco muy espacioso. Los tres se reúnen más tarde, y de algún modo sabemos que Port vislumbra la infidelidad de Kit, a quien Tunner ha embriagado con champán en el tren. Hay algo definitivamente roto allí, en los sentimientos, y el drama crece y se expande dentro de la pareja cuando tienen sexo frente al desierto, bajo la luz declinante, al final de una excursión. Él no sabe que sabe, dice Kit cuando Tunner le pregunta si ella cree que Port tiene sospechas.
Vi The Sheltering Sky a fines de 1991. De la novela conocía solo dos capítulos. La leí completa en 1996, luego de comprar el libro en los días finales de mi estancia en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Allí coincidí con el narrador guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, que acababa de publicar en México Con cinco barajas, una antología personal. Fue él con quien estuve conversando, durante una noche de fiesta y frente a algunos mojitos, sobre la prosa de Paul Bowles y su insólita sequedad, que no desdeña ni lo lírico ni lo distanciadamente sentimental. Le dije que los relatos de Bowles me habían atrapado desde el principio (en una edición de Alfaguara donde se incluían algunas piezas traducidas precisamente por Rey Rosa), y me reveló que él era una especie de albacea de Bowles, quien moriría tres años después. Yo había publicado ya una historia marítima, pero también desértica y aferrada a la idea del trío —prefiero hablar de una terza rima en lo que toca a tres sujetos de distintos sexos y en estado de ignición sexual— como origen de lo trágico. Como la historia, aparecida en mi libro Salmos paganos y titulada «Mar de invierno», dialogaba con algunas formas del estilo de Paul Bowles, decidí darle a Rey Rosa un ejemplar autografiado para el autor de The Sheltering Sky. Unos meses más tarde, en La Habana, recibí una postal con una vista aérea de Manhattan. Rey Rosa me saludaba con la noticia de que ya había puesto Salmos paganos en manos de Bowles.
De cierto modo ese era el Bowles que aparecía en el café-restaurante del hotel donde se hospedaban Port, Kit y Tunner. El Bowles de la voice-over, leyendo fragmentos de la novela acerca de las reacciones de Kit ante los comentarios de Tunner o las actitudes, casi siempre distantes, de su marido. Y, por supuesto, es el Bowles que define las escrucijadas éticas y existenciales de los personajes, en su papel de observador que lo ve todo y lo escucha todo y lo predice todo. Él es quien profetiza con la mirada. Y así, antes de que Port enferme de fiebre tifoidea y Kit no sepa aún que lo amó más de lo que pudo o quiso admitir, y antes de que Port pierda la conciencia, en mitad del delirio y los cánticos, y comprenda que ama a Kit de modo irrestricto, Bertolucci ya ha creado una atmósfera de talante presagioso, que es la que nos acompaña hasta el desenlace de la película, cuando Port muere y es enterrado y Kit se va con la caravana del jefe tuareg, a vivir un extraño fragmento de vida que es, de cierta manera, la prueba del laberinto del dolor y la emoción, porque ella es allí, en la habitación del jefe tuareg, una especie de esclava sexualizada, descubierta por él en condiciones que extreman el deseo de sumisión (o de auto-castigo) y el desconcierto hasta los límites de la locura. Todos estos años viví para ti sin saberlo, y ahora lo sé, le dice Port a Kit. Poco después muere.
Tras la muerte de Port, Kit se despide en silencio y se marcha con su maleta. Tunner llega al día siguiente y entierra a Port. Ya para entonces habrán empezado los episodios de la entrega de Kit al jefe tuareg, cuando este la invita a unírsele y ella monta en el camello detrás de él. Ahora Kit es su mujer. ¿Por qué no?, ¿qué queda para ella? Sólo abandonará ese provisorio destino cuando sea «rescatada» por una funcionaria de la embajada norteamericana y devuelta al punto de origen, el Grand Hotel. Tunner la aguarda y sale a la calle a buscarla, pero Kit se adentra en un bar, y allí Paul Bowles la observa y le pregunta si está perdida. Ella, sonriente, contesta que sí. Y él dice: “Al no saber cuándo moriremos, pensamos que la vida es inagotable… pero todo ocurre sólo un número limitado de veces, y son en realidad muy pocas”.
Editado por: Maytée García
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