El premio David de Ciencia Ficción se otorga en su primera convocatoria a Daína Chaviano por Los mundos que amo y en la última a Gina Picart Baluja por La poza del ángel. Resulta cuando menos peculiar que dos mujeres abran y cierren la efímera vida de este premio, más aun si pueden establecerse otros muchos paralelismos entre ambas. Para saber cuán descaminado voy al hacer estas reflexiones, converso justamente con Gina Picart.
—No vas descaminado. Es una coincidencia muy interesante. Daína fue parte del jurado que en 1990 premió mi libro La poza del ángel con el David de Ciencia Ficción. Es otro dato que quizás te aporte algo. Yo la conocía un poco y fui amiga íntima de Chely y Alberto1, y admiraba mucho la narrativa de ellos, aunque sé que los actuales escritores del género en Cuba los execran y no los respetan. Nunca me hubiera afiliado a la escuela de, por ejemplo, Agustín de Rojas en Espiral, aunque tampoco creo que me haya movido en los predios de la ciencia ficción rosada, como se ha dado en llamar a lo que Daína hacía. Aquel jurado consideró que yo hacía innovaciones al género. No creo que fuera así exactamente, pero quizás se referían a una forma novedosa de tratar ciertos temas en la ciencia ficción cubana.
Gina Picart insiste en que su narrativa escapa al afán clasificatorio de la crítica, admite ser una rara avis en el corpus de nuestra literatura y ciertamente hay aspectos de su obra que confirman esta “rareza”. Me atrevería a notar algunos de ellos y pedirle que me comente al respecto.
Creación de mundos, de universos que escapan al cronotopo, aunque la autora lo refiera explícitamente…
—Esto solo es verdad en mi primer libro. Creo que en todo lo demás que yo he escrito hay referencias bien explícitas, o por lo menos implícitas, para ubicar épocas y lugares, salvo aquellas historias que ocurren en un pueblo que me he inventado, llamado Barranco Sur. Este es el caso de Conversión, Caín en las entrañas de la noche y quizá alguna historia más. Pero, aún así, hay referencias históricas que permiten ubicar la narración en un contexto espaciotemporal comprensible. Lo que sucede es que el lector no repara en ello, ya sea por falta de cultura, o porque se entretiene con la anécdota. Es simpático que algunas personas hayan asegurado que la noveleta Isabeau, de Alberto Garrandés, es ucrónica. Incluso, ahora mismo creo recordar que el propio Garrandés lo ha afirmado, pero no lo es, pues desde el momento en que menciona al escritor Paul Bowles y al oficial Brenan, ambos personas totalmente reales, ya se está diciendo claramente que la historia que se cuenta en este texto tuvo que ocurrir aproximadamente en la década del treinta del siglo XIX, y es, además, evidente que transcurre en algún lugar del norte de África. Hay que saber leer.
Descripciones pormenorizadas de lugares y ambientes casi surreales…
—Bueno… son ambientes a los que el punto de partida de la mirada, digamos que la posición desde donde mira a la historia el narrador, les confiere una atmósfera algo irreal. Los pormenores casi siempre están dados por el hecho de haber escogido deliberadamente un complejo cultural determinado que hay que reconstruir desde la literatura. Es el caso, supongo, de mis Historias celtas, esto es El druida y Al final de la niebla. Estas dos narraciones formaban originalmente parte de un quinteto de textos que yo quise publicar bajo ese nombre, pero el proyecto se me fue de las manos cuando la tercera de las historias, que contaba la vieja leyenda de la locura del rey Suibne Geilt, se transformó en una novela. Cada una de estas cinco historias, todas celtas y todas irlandesas, tiene su propio complejo cultural que, si bien acaba siendo parte del gran complejo cultural celtoirlandés, es especial en sí misma, ya que El druida es una historia del Ulster en el siglo V dne, mientras que Al final de la niebla y La locura del rey Suibne pertenecen ambas al siglo VII, pero a dos provincias diferentes de Irlanda. La cuarta historia, El cantar de los hijos de Usnech, se desarrolla también en el Ulster, pero en el siglo I dne, lo mismo que la leyenda de Cuchulain, que hubiera sido la quinta historia. Y hay que conocer y respetar las diferencias. También está, desde luego, el placer del escritor. Yo soy una mezcla de arqueóloga, antropóloga, anticuaria y artesana de la Historia, que disfruta enormemente la recreación del más mínimo detalle.
Se da un espacio enorme a lo sensorial…
—Sí, la literatura debe poder ser sentida por todos los poros, no solo con la mente. Es necesario que pueda ser olfateada, vista, escuchada, tocada con la yema de los dedos y degustada sabor por sabor. Yo no concibo que la literatura pueda estar viva si no logra ese efecto.
El entorno que rodea a los personajes se integra a la historia de un modo orgánico y coherente…
—Cuestión de oficio. Lo contrario es una técnica implementada con entera voluntariedad o simple impericia del escritor.
Un sentido plástico de la realidad…
—En mi adolescencia pasé tres largos años en San Alejandro. Creí que mi destino eran las artes Plásticas y disfrutaba y me emocionaba pintar, esculpir, meter una pieza en un horno…, pero no estaba dotada, lo que no quiere decir que me abandonara el amor que sentía por el mundo de la imagen y la forma. Supongo que esa frustración se sublimó y se coló de rondón en mi prosa. También he estudiado y visto bastante cine. No soy un monstruo cinematográfico como Garrandés, pero el cine siempre me ha interesado y uno de mis mayores afanes cuando escribo es que la historia se vea como en una gigantesca pantalla cinematográfica, a todo color y en perfecto movimiento armónico y simultáneo. He soñando una y mil veces con ver en una pantalla la escena donde Liadam enloquece dentro de su jaula en medio del monasterio, mientras Curithir es arrastrado y golpeado por los monjes para alejarlo de ella. Para un cubano de ahora mismo no es fácil imaginar la fuerza que pueden tener las imágenes de un monasterio irlandés del siglo VII. Es todo un impacto la vista de aquellos monjes famélicos y fanatizados que se dieron con toda su alma al culto de Jesucristo sobre los restos de los druidas. Yo veo lo que narro como óleos o escenas cinematográficas. No me lo puedo imaginar de otra manera
Referencias multiculturales, que incluyen lo que Garrandés apunta con muchísimo buen juicio: una sistematización de los mitos y tradiciones de diversas culturas de la antigüedad…
—Bueno, cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea… yo prefiero buscar lo universal en lo ontológico, operar siempre con el plano arquetípico antes que con lo actual y momentáneo. Además, mi interés por la Arqueología, la Antropología, la Historia, ha terminado por proveerme de un repertorio de complejos culturales cuando menos representativo. Por ejemplo, algunas personas me han preguntado por qué tuve que meter unas imágenes de la construcción de la Citadelle La Ferriere de Haití a Toussaint Louverture en mi cuento “Monsieur de París”, me interesaba decir que ningún hombre es sólo el hombre que existe en un momento y lugar específico, sino que cada uno de nosotros pertenece, desciende de una estirpe humana, de una figura arquetípica, una especie de línea de individuos que integran un código de acción, pensamiento y destino. Hasta el individuo más insignificante y, aparentemente, más desprovisto de filiación la tiene, sin lugar a dudas, y tras el personaje miserable existe siempre una figura heroica y otra satánica, colocadas cada una en los extremos de su línea correspondiente. Esta regla no tiene excepciones.
Un profundo nivel de sugerencia y una voluntad de poetizar, un lirismo que nunca se desborda del todo…
—Definir es cernir, dijo Lezama, y creo que sus palabras convienen muy bien a mi sentido del manejo del idioma. En mi adolescencia fui poeta, pero la fuente se secó y en su lugar quedo una especie de prosa que se mueve en el límite justo entre el lenguaje narrativo y el versículo, sin llegar a ser exactamente una prosa poética. Me parece que es justamente la clase de expresión que necesito para decir lo que me interesa. Creo que afortunadamente mi narrativa armoniza forma y fondo en el terreno del lenguaje.
Un marcado interés por la religiosidad en todas sus manifestaciones, con un cuestionamiento severo de la iglesia católica y su papel en la historia…
—Exactamente, es así. Nada revela más la naturaleza del hombre que su concepción de su relación con Dios y la naturaleza. Es allí donde hay que mirar si se quiere conocer la mentalidad y la personalidad de un individuo, un pueblo, una cultura. Todo lo demás es aleatorio.
La existencia de personajes que parecen escapados del romanticismo del siglo XIX y no hablo solo de Elizabeth Siddal…
—Me desagradan mucho los personajes de actualidad, se me ha metido en la cabeza que la pérdida de valores que aflige a la sociedad en general mutila gravemente el carácter de la gente. Los conflictos del hombre moderno, tal y como yo los percibo, son de sustancia lamentablemente local. Creo que los hombres del pasado se preocupaban más por el alma y por la trascendencia de su condición humana, y menos por ellos mismos como individuos. La modernidad no produce grandes conflictos éticos, a mi modo de ver. Cuando he explorado en el presente de la contemporaneidad, he tenido que forzar las cosas para obtener conflictos de alta intensidad. El progreso ha vuelto muy pequeño y gris al ser humano.
Rigurosidad en la construcción del relato (sin que me parezca perfecto, aclaro)…
—Bueno, ¿y cómo habría de ser si no?
En una época en que las narradoras cubanas (salvo Mary Cruz, Marta Rojas y alguna otra menos conocida) insisten en reflejar en su obra el complicado momento actual que vive Cuba, en medio de una literatura que en general se refugia en el cronotopo Cuba hoy, Gina Picart apuesta por otros entornos. Hace muchos años, mientras el país se enfrentaba a la sangrienta dictadura de Batista, otra autora: Dulce María Loynaz, describía los últimos días de una casa. Por años se fustigó a Loynaz por su “evasión de la realidad”, por no “tomar partido” en tan difícil coyuntura. Creo que a pesar de los años y la diferencia en las circunstancias, algunos pudieran apuntar un paralelismo con Gina Picart por muchos motivos. Partiendo de que comparto su preocupación por el predominio aplastante en nuestras editoriales de esta narrativa que toma a la Isla hoy como ombligo del mundo, como único escenario posible de todos los conflictos (y de que usualmente suele premiarse en nuestros concursos esa mirada crítica al aquí y ahora), la invito a reflexionar al respecto, a que me comente cómo asume el riesgo de dar una dimensión universal a situaciones y personajes, pese a las limitaciones en cuanto a las posibilidades de investigar y/o conocer in situ esos escenarios.
—Oh, puedes decir que me importa un comino que digan que me evado y todas esas porquerías de las que han acusado a Dulce María, Lezama, Eliseo, Collazo, Garrandés, Vieta, y en lo internacional a Marguerite Yourcernar, por ejemplo. Lo que menos me importa es lo que piensen de mí y los juicios de valor ideológico que tejan en torno a mis libros y a mí misma. Yo escribo porque tengo una necesidad perentoria de plasmar el proceso mental mediante el cual trato de comprender el funcionamiento de la maquinaria del universo, aquello que está detrás de lo meramente fenoménico. Digamos que es una especie de ejercicio espiritual para el que me siento llamada, y que no hacerlo sería para mi entendimiento algo así como negarme a cumplir lo que me ha sido asignado por aquellas fuerzas que pueden dirigir las corrientes del universo. Escribir es mi deber, como el de otros es participar en una batalla, el de otros construir edificios y el de otros cocinar para que otros se alimenten. La vida es como una especie de tablero donde cada cual tiene asignada su casilla y su estrategia de juego. Mi único merito es haber sabido desde el principio dónde me toca estar.
1 Se refiere a los escritores Chely Lima y Alberto Serret.
Foto tomada de Ecured
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