Si se quiere vestir a alguien de belleza, busquemos a Michelangelo Buonarroti (1475-1564), para que nos ofrezca los modelos. ¿Se sabe bien cuán buen poeta fue? Escribió a su amigo y discípulo (quizás amante) Tomasso Cavalieri: «Leed mi corazón ya que la pluma es incapaz de expresarse bien». Algunos sonetos que le dedicó al mismo joven han sido pasto de suspicacias: «Señor mío deseado desde entonces en mi cuerpo indigno que te abraza». Pero Michelangelo no fue solo un poeta del amor, sino que compuso en versos sus dudas filosóficas, la mirada religiosa del mundo, con tono angustiado, pesaroso, porque se dice que tenía un carácter inseguro de sí.
Vivió ochenta y ocho años, de los tres grandes de su momento (Leonardo sesenta y siete, Rafael treinta y siete) fue el único longevo. Lo vemos en 1535 en el retrato que le hizo Marcello Venusti (c.1515-1575, autor de una íntima Anunciación), cuando tenía ya cerca de sesenta años, con mirada nada arrogante, expresión dolorosa o al menos preocupada, semejante a su bello retrato hecho por Daniele da Volterra (1509-1566), el llamado «Il Braghettone», porque fue el encargado de cubrir las desnudeces de El Juicio Final, en el ábside de la Capilla Sixtina, donde a su vez Miguel Ángel había cubierto frescos del Perugino.
Escultor genial (¿en qué no lo era?) tenía un poeta metido dentro de sí al grado de que cualesquiera de las artes que profesaba dejaron obras cargadas de poesía: el mágico David, el Bacus del Bargello o la famosa Piedad del Vaticano, la Madonna de Brujas, el extraordinario Cristo de la Minerva; la mano de Adán extendida hacia el Padre, la oscura trilogía del Tondo Doni, la multitud de detalles del Juicio Final…, todos poseen la impronta de un poeta. El rostro masculino y lleno de expresividad del David da fe de ello. Y esa palabra: detalle, ofrece el fiel del maestro, la fineza de sus trazos ya sean a base de cincel sobre la piedra o de líquida pintura. Era el poeta quien miraba hacia el mundo y lo traducía no importa en qué formato, en cuál soporte, bajo la siempre bella expresión.
La luz conduce a la figura central en la Crucifixión de San Pedro. Un rayo, o la voz de Dios hecha luz, desciende en el momento de La conversión de San Pablo. No era exactamente perfeccionismo lo que prima en sus obras, sino el sesgo poético que les da un aliento superior (el Divino, le llegaron a decir). Se sabe que era muy buen conocedor de Platón, su poesía viene en cierta medida del platonismo, pasando por el genio de Petrarca. Pero el discípulo se puso a la altura de sus grandes maestros.
No pudo ser hombre pequeño con su genio y con las amistades y colegas que le rodearon. Su huella pasó desde el golpe que le diera el gran Pietro Torrigiano a las memorias de Benvenuto Cellini. Tenía el elemento fundamental que debe acompañar al talento: la tenacidad, sin la cual ni siquiera el genio puede abrir bien sus alas. Él era de un tesón a toda prueba, y tuvo que probarlo varias veces en su vida. Tras la muerte del otro gran genio, Rafael, los caminos de su prestigio se abrieron a gran escala, ya convertido en una tradición viva pasados sus cuarenta años de edad.
Autor de cuerpos, creador de la belleza del cuerpo en el mármol, tuvo que ser un hombre sensual. Sus esculturas acariciables vienen de cuerpos reales, se dice así, pero el maestro no fue un abierto adorador del cuerpo masculino más allá de la calidad de su arte, sus amores estaban encerrados en sus talleres de trabajo. Nos enteramos de su identidad sexual por sus propios sonetos, por los que le hizo a él el joven Giovanni da Pistoia, pero de cualquier modo, la poesía que es arte de la palabra, escultura de la voz, no necesariamente tiene que ser biográfica. Los versos que dirigió a su amado amigo Cavalieri están en la mejor tradición de la escuela platónica: el señor maduro enseña al joven y en ese espíritu platónico debe haber desarrollado su relación inspiradora.
Cuando el joven Cavalieri lo conoció, ya tenía fama por su belleza e inteligencia, tenía diecisiete años y el maestro cincuenta y siete, parece que cuarenta años de diferencia marcaban una línea en la relación que el joven nunca sobrepasó. Fueron amigos de profundo amor hasta la muerte del maestro treinta años después, en ese lapso Cavalieri se casó y tuvo hijos, mientras Miguel Ángel adoraba por su parte a la poetisa Vittoria Colonna (1490-1547), a quien lo unía también la fina pasión por la poesía. Ella está en la figura de María Magdalena en el Calvario que el maestro le obsequió, la dama al pie de Cristo es ella. Es tradición que esa imagen que casi santifica a su amada, la pintó tras la muerte de la dama y la agregó al cuadro original. Dígase así que la pasión de Miguel Ángel era de una pureza y delicadeza sumas, nunca un modo rudo a lo Cellini, nunca una violencia forzuda a lo Torrigiano. Michelangelo fue tan gran artista como «el que más», y el que más sería Leonardo.
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