En 1615 —un año antes de que Miguel de Cervantes muriese en Madrid—, el censor que debía otorgar la licencia para la publicación de la segunda parte del Quijote narró cómo unos caballeros franceses, interesados por el autor de aquella obra que circulaba con enorme éxito por toda Europa, tanto en su edición española como en sus traducciones al inglés y francés, se quedaban atónitos al conocer sus condiciones de vida:
Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras:
—Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?
Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo:
—Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo.
Abundancia ninguna, desde luego: Cervantes vivió y murió pobre. Y riquezas para los demás, inmensas, como un tesoro gigantesco e inagotable. Y, sin embargo, de la vida de ese genio no se sabe mucho: las escasas palabras que él mismo escribió en prólogos y dedicatorias de sus obras, algunas menciones de sus contemporáneos y los pocos documentos que, a veces, todavía afloran en este o aquel archivo, fruto de las actividades públicas de un hombre sin fortuna ni linaje.
Del Cervantes persona, de su mente y sus afanes, de sus sentimientos y principios, se conoce aún menos. Su obra tiene lecturas diversas, a veces contradictorias, y probablemente parte de lo que de verdad pensaba yace escondido entre juegos de palabras o bajo afirmaciones convencionales, destinadas a contentar a censores, poderosos e inquisidores, siempre vigilantes del alma de los súbditos del rey de las Españas.
Nunca llegaremos a saber si convivían en él, como en Garcilaso, el hombre de acción y el de letras o si, simplemente, intentó denodadamente buscarse la vida allí donde pudo, a la espera de obtener ganancias con sus escritos. Si su ética y su respeto a las leyes eran elásticos o si fue víctima de trapacerías ajenas, habituales en aquella sociedad convulsa e inmadura.
La suya es, sin duda, en la medida en que puede ser reconstruida, una vida llena de azares y aventuras, vivida más a golpes que a base de caricias, inestable y perseguida siempre por la penuria y la necesidad de salir adelante.
Dando tumbos
El peregrinaje de don Miguel había comenzado de pequeño, cuando la familia se vio obligada a seguir los pasos del padre, el «cirujano» Rodrigo, que sacaba muelas y sangraba a enfermos por los pueblos y las ciudades manchegas y andaluzas. Los Cervantes eran el perfecto ejemplo de la decadencia social que atenazaba en aquellos tiempos a los habitantes del reino de Castilla: de la buena casa del abuelo paterno, abogado y familiar (informante) de la Inquisición, en la que probablemente nació el escritor en 1547, nada quedaba unos años después.
Acompañando a su familia, en Sevilla, Córdoba y Madrid, seguramente entre estrecheces y mudanzas incesantes, Cervantes estudió lo que pudo, sin que sepamos mucho cuánto fue, aunque parece claro que nunca llegó a la universidad y que, por lo poco que él contó de sí mismo, leía con pasión desde pequeño, hasta los trozos de papel que volaban por las calles.
Debió de crecer más o menos como luego vivió: entre truhanes y curas, soldados y frailes pedigüeños, mujeres de «costumbres ligeras» —como parece que fueron sus propias hermanas— y matronas devotas, estudiantes juerguistas y estirados hidalgos venidos a menos, en aquel batiburrillo de intereses desencadenados y morales extremas que constituía entonces la sociedad española, transitando del breve esplendor del Imperio a la profunda y larguísima crisis por venir.
Y debió de crecer soñando, quizá, con alcanzar la gloria. Donde fuese: en la poesía —sus primeras composiciones poéticas fueron publicadas en 1569, cuando tenía veintidós años—, en el teatro, que siempre se le resistió, en los despachos de la corte o en alguno de los puestos vacantes que años más tarde, como tantos otros aventureros, solicitaría inútilmente en el Nuevo Mundo. Y, por supuesto, en los ejércitos, el lugar preferido de los que tenían algo que ocultar y eran, por naturaleza, bravucones.
Cervantes probablemente llegó a las tropas de don Juan de Austria y a la famosa batalla de Lepanto tras un problema con la justicia
Como tantas veces ocurría, Cervantes probablemente llegó a las tropas de don Juan de Austria y luchó en la famosa batalla de Lepanto tras un problema con la justicia: parece que participó en un duelo en el que su contrincante resultó herido; logró huir y fue condenado en rebeldía a cortarle la mano derecha y a diez años de destierro. Poco después aparecería en Roma, donde pasó unos meses trabajando al servicio del cardenal Acquaviva. Pero la carrera de las armas y todas las posibilidades de aventuras, ganancias y gloria que ella prometía debieron de hacerle abandonar pronto la vida sedentaria de los palacios romanos.
En el verano de 1571, con veinticuatro años, se alistó junto a su hermano Rodrigo para ir a luchar contra el turco, bajo las órdenes del hijo bastardo de Carlos V. Cervantes siempre se sintió orgulloso de haber participado en aquella batalla naval, «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados» —como él mismo dijo—, y de las heridas de arcabuz que le inutilizaron la mano izquierda: «[…] si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella».
Probablemente aburrido ya de Nápoles y de formar parte de unos ejércitos mantenidos inactivos por los celos de Felipe II hacia su victorioso hermanastro, decidió volver a Madrid en 1575, con cartas de recomendación del propio don Juan y del duque de Sessa que le ayudasen a buscar empleo en la corte.
Pero —ya se sabe— durante aquella travesía hacia la península acabó siendo cautivo de los piratas berberiscos. Cautivo en Argel. Cinco largos años de miserias en los que demostró una vez más su carácter decidido y valiente tratando de fugarse en cuatro ocasiones, y de los que jamás pudo olvidarse: «¡Triste y miserable estado! / ¡Triste esclavitud amarga, / donde es la pena tan larga / cuan corto el bien y abreviado! / ¡Oh purgatorio en la vida, / infierno puesto en el mundo, / mal que no tiene segundo, / estrecho do no hay salida!». Eso puso en boca de un cautivo en su drama El trato de Argel.
Levantar el vuelo
Tras ser liberado previo pago de 500 ducados que endeudaron a su familia, llegó al fin a la corte a finales de 1580, con treinta y tres años, más pobre que nunca y sin empleo. Hacía casi dos decenios que el rey había establecido la capital de sus reinos en Madrid, que se había convertido en una ciudad medio improvisada y sucia, pero animada y bulliciosa. El entretenimiento por excelencia de la ruidosa población era el teatro, las piezas que pronto se representarían una y otra noche en los dos corrales de comedias que se abrirían en 1584, el de la Cruz y el del Príncipe.
Cervantes y Lope de Vega mantuvieron una intensa rivalidad y trataron de hacerse daño en mutuos ataques
El ambiente literario de la corte empezaba a ser agitado. El barrio de las Musas —llamado ahora de las Letras— se iba poblando de poetas, dramaturgos, «autores de comedia» (directores de compañías) y actrices y actores, una notable tribu de personas que, dedicadas a una actividad en general precaria, tendían a abrirse camino a empujones, rivalizando entre ellas por alcanzar el aplauso del público y la protección de los grandes, fundamental para obtener licencias de publicación y ciertas prebendas que permitían a todas aquellas gentes sobrevivir con mayor o menor fortuna. La competencia llevaba a frecuentes enfrentamientos, que a menudo se expresaban en el territorio no sangriento, aunque a veces cruel, de los textos.
Una de esas relaciones de intensa rivalidad sería la de Cervantes y Lope de Vega. Uno y otro tratarían de hacerse daño en mutuos ataques, especialmente ponzoñosos los de Lope, rey absoluto de la escena teatral con pretensiones de exclusividad. Si el cura del Quijote criticaba las «comedias al uso […], espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia», Lope —o alguien de su círculo— le dedicaría este soneto sarcástico a don Miguel, que circularía en cuartillas anónimas por los mentideros de la corte: «Yo, que no sé de la-, de li-, ni lé-, / no sé si eres, Cervantes, co- ni cú-, / solo digo que es Lope Apolo, y tú / frisón de su carroza y puerco en pie. / Para que no escribieses, orden fué / del Cielo que mancases en Corfú. / Hablaste, buey, pero dijiste mú; / ¡oh, mala quijotada que te dé! / Honra a Lope, potrilla, o ¡guay de ti!, / que es sol, y si se enoja, lloverá. / Y ese tu Don Quijote baladí, / de culo en culo por el mundo va, / vendiendo especias y azafrán romí / y, al fin, en muladares parará».
No acertó mucho el autor del soneto sobre el porvenir que le esperaba al Quijote de Cervantes. Pero, hasta que llegase el momento en que el Caballero de la Triste Figura enmendase entuertos en todas las plazas de Castilla y del Nuevo Mundo —mientras alguna persona letrada leía en voz alta sus hazañas ante gentes diversas— y en las bibliotecas de todos los lectores cultos de Europa, Cervantes pasaría años de combates, fracasos y enredos. Años buscando en vano algún empleo en la corte e intentando triunfar sin conseguirlo en el mundo teatral —donde se representaron algunas de sus obras sin grandes resultados—, y sobreviviendo sin que sepamos muy bien cómo. Y años también de amores y matrimonio: en 1582 nació su única hija, ilegítima pero reconocida, Isabel de Saavedra, y en 1584 se casó con una campesina de Esquivias, Catalina de Salazar.
Entretanto, la gloria literaria levantó levemente una esquina de su telón en 1585, cuando por primera vez dio una obra a la imprenta, su novela pastoril La Galatea. Pero las desventuras de los pastores del Tajo no daban para comer, y la vida apacible del pueblo manchego de su esposa comenzaba a pesar sobre el ánimo aventurero de Cervantes.
En 1587 —con cuarenta años—, inició una larga etapa como comisionado del gobierno en Andalucía. Al fin, algún grande había movido los hilos a su favor en los despachos del Alcázar, aunque solo fuera para ofrecerle un puesto incómodo y probablemente mal pagado: don Miguel tenía que recorrer las tierras del sur requisando trigo y aceite para la Armada Invencible, cuya organización acababa de ponerse en marcha. Siete años más tarde, fue de nuevo comisionado para recaudar impuestos atrasados en el reino de Granada. Actividades sin duda complicadas, cuando no arriesgadas: exigir a las gentes sus cosechas o su dinero y, para colmo, andar con todo aquello a cuestas por los siempre aventurados caminos, atestados de bandoleros, no debió de ser tarea fácil.
En busca del Quijote
Hasta su regreso a Madrid en 1600, Cervantes llevó una vida de vagabundeos incesantes y de enfrentamientos con la ley, tanto la secular como la religiosa: si el vicario general de Sevilla lo excomulgó, el corregidor de Castro del Río lo mandó a la cárcel por venta ilegal de trigo. Por no hablar de los famosos cuatro meses que pasó en la Cárcel Real de Sevilla por un dinero que faltaba de sus recaudaciones. Tal vez en ninguno de esos casos fuese realmente culpable de delito, pues, en aquellos tiempos, encarcelar a un súbdito cualquiera por una razón nimia —o incluso sin razón— era algo habitual, pero, en cualquier caso, esos malos momentos ponen de relieve la vida azarosa, quizá incluso peligrosa, que llevaba.
El genio de Miguel de Cervantes era el del hombre de a pie, machacado, superviviente tanto de batallas legendarias como de reyertas de taberna
Y, sin embargo, en medio de todos esos vaivenes, idas y venidas, desdichas, penurias y aventuras, Cervantes consiguió crear la primera parte del Quijote. Según él mismo confiesa en el prólogo, la «engendró» precisamente en la cárcel de Sevilla, aunque tal vez quisiera decir que allí fue donde se le ocurrió, pues es difícil que pudiera gozar del privilegio de disponer de papel, plumas y tinta.
Pero, en cualquier caso, la compuso durante los siguientes años, no cómodamente sentado a la mesa de una buena casa, junto a un brasero en invierno o sobre el barro mojado del suelo en verano, no descansando del esfuerzo en camas mullidas ni atendido por criados y lacayos que se ocupasen de sus necesidades, sino viajando de un lugar a otro, a pie o en carreta, durmiendo en posadas llenas de chinches o en pajares, comiendo en ventas de mala muerte donde, por lo que parece, quizá se jugase a los dados los salarios siempre escasos y tardíos de la administración.
Entretanto, mientras el caballero manchego iba tomando cuerpo, en 1600 Cervantes regresó a Madrid con sus afanes de triunfar en el teatro, de nuevo sin lograrlo. Y en 1604, después de que Felipe III se llevara la corte a Valladolid, partió también hacia allí, en pos de las oportunidades que la corte siempre suponía para un buscavidas, sin cansarse nunca, por lo que parece, de los eternos vagabundeos.
En Valladolid, don Miguel alquiló una vivienda en un barrio sórdido, junto al matadero. Un mal piso, poco más que un cuchitril, probablemente, en el que vivía no solo, sino con una extensa familia, de pronto apiñada a su alrededor: su mujer, sus dos hermanas, una sobrina, su hija Isabel y una criada. Y, en esas condiciones, milagrosamente, logró terminar la primera parte del Quijote, que vería la luz en 1605, cuando su autor tenía cincuenta y ocho años.
El suyo no era, desde luego, el genio del intelectual encerrado en su torre de marfil, ni siquiera el del poeta de buena familia, visitado por las musas entre almohadones de seda, al amanecer de una noche de danzas refinadas. El genio de Miguel de Cervantes, lo que le hace ser tan universalmente grande, era el del hombre de a pie, el tipo vivido, machacado, superviviente tanto de batallas legendarias como de reyertas de taberna, el que conocía de cerca las germanías de los rufianes y las ínfulas delirantes de los hidalgos empobrecidos, dotado al mismo tiempo de la suficiente seguridad en sí mismo como para hablar por igual con el campesino iletrado y con el señor exquisito, capaz tal vez de despertarse en un catre sucio tras una borrachera de vino pésimo y componer de inmediato un bello soneto. Un hombre con un pie en el viejo Olimpo y el otro hundido a conciencia en el barro de la vida real, en la mugre de las ciudades y los pueblos de la península. El verdadero humanista, en el sentido más literal y profundo de la palabra.
El público de media Europa reconoció de inmediato ese genio, haciendo del Quijote un verdadero bestseller de su tiempo
Lo que le alza definitivamente por encima de la gente común es que ni las penurias, ni las dificultades ni las injusticias de la suerte hicieron de él un ser amargado o resentido. La ternura y la piedad por la condición humana que subyacen en el Quijote o en algunas de las Novelas ejemplares, junto con su inquebrantable sentido del humor, son tan humanas, tan hermosamente humanas, que resultan estremecedoras. Que alguien que había participado en batallas crueles, que había sido cautivo y preso, alguien que, sin duda, había pasado hambre y conocido el frío y el calor extremos, alguien que se había agotado por los caminos en busca de unos pocos maravedíes y había conocido a rufianes y pícaros sin fin, pudiera contemplar en sus últimos años el alma humana con esa gigantesca empatía, no puede sino dejarnos boquiabiertos.
El público de media Europa reconoció de inmediato ese genio, haciendo del Quijote un verdadero bestseller de su tiempo, que interesaba además —como siempre ocurre con los grandes— tanto a la gente analfabeta del pueblo como a los lectores cultos. Pero ni siquiera eso le sacó de la miseria: engañado por su editor, una y otra vez pirateado y hasta burlado por el falso Avellaneda —probablemente alguien del círculo de Lope de Vega—, Cervantes siguió viviendo en condiciones penosas e inestables, viéndose obligado a cambiar cuatro veces de vivienda en sus últimos años de vida, de nuevo en Madrid.
Aun así, otra vez de manera asombrosa, logró terminar las Novelas ejemplares —otro gran éxito internacional—, el Viaje del Parnaso, diversas piezas teatrales y, por supuesto, la segunda parte del Quijote. Lope y los suyos podrían rabiar, pero a don Miguel, al fin desatado como escritor, no había situación que le arrebatase el talento.
En sus últimos meses de vida, aquejado ya de la enfermedad que terminaría con él a los sesenta y nueve años, el 22 de abril de 1616 —diagnosticada entonces como hidropesía, aunque podría tratarse de una diabetes o una cirrosis hepática—, aún tuvo fuerzas para terminar Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Tan solo tres días antes de morir en la cama estrecha de su casa pobre, Cervantes escribió la dedicatoria de esa novela al conde de Lemos con la misma lucidez radical que ilumina toda su obra:
Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir.
Vale, don Miguel.
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Tomado de La Vanguardia
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