En apenas diez años de escritura, Miguel Hernández tuvo que neutralizar sus notables deficiencias formativas y su retraso estético respecto a las corrientes de la época. Considerado exclusivamente como escritor, de él podría decirse no tanto que murió pronto como que nació tarde: Perito en lunas (1933), su primer libro publicado, tenía todo el aspecto de estar a la penúltima, cuando el vanguardismo de filiación barroca comenzaba a ser historia; sin embargo, a su muerte en 1942, con solo treinta y un años, había completado un trayecto que varios poetas del 27 tardaron un par de décadas en recorrer. Lo que asombra más es que tres de esos años los viviera en medio de los trágicos azacaneos de la guerra, y otros tres recorriendo un viacrucis de trece estaciones carcelarias.
La pena de muerte a que fue sentenciado tras la guerra se le conmutó por la inmediatamente inferior (Franco no quería otro escándalo como el de Lorca): así que el condenado a muerte se convirtió en un condenado a morirse. Y eso fue lo que hizo, mientras escribía a hurtadillas sus lacerantes poemas terminales, y más aún cuando, incapaz ya de empuñar la pluma, se le escurría el alma por la misma cánula por la que se vaciaban de pus los pulmones sobre la manta que le servía de colchón. Tampoco los años anteriores a la guerra fueron apacibles: Hernández hubo de saciar su sed de conocimiento a salto de mata y en libros prestados, y se abonó a la miseria en el momento en que salió de su Orihuela natal persiguiendo el sueño de la literatura.
En pocos poetas se abrazan tan estrechamente vida y creación literaria. De ahí la importancia de su biografía, basada en la mitificación del «poeta cabrero», un clisé más rústico que bucólico, permitido, si no cultivado, por el propio escritor. Esta mitificación — o sea, esta mistificación— era acaso inevitable, pero no debe suplantar el territorio de unos versos progresivamente despojados de la retórica que le reprochó el desabrido Cernuda.
Pero si el Miguel Hernández creador es fundamentalmente el poeta, debe considerarse que su dedicación dramática fue mucho más que un capricho, y está en el centro de su propia tesitura estética. En cuanto dramaturgo, Miguel Hernández ha debido imponerse, más que a la inercia de los gustos de un público ahormado por la comedia burguesa y el género chico (ese podía ser el caso de Valle, de Jacinto Grau o, más próximo a él, del propio García Lorca), a su imagen dominante de poeta.
Pues si en poesía hay que afirmar, sin rebozo, que Hernández es un poeta esencial del siglo XX, en teatro no llegó a ese punto de maduración a que señalaban sus excelentes condiciones. Sus contigüidades con Lorca, sin duda el faro que le sirvió de guía en su aventura dramática y en su persecución del triunfo literario, y que lo trató entre esquivo y displicente, acaban aquí: Lorca, pese a lo temprano de su muerte, vivió el tiempo suficiente como para escribir la trilogía trágica que culmina y concluye en La casa de Bernarda Alba, tras haber depurado los excesos líricos de su teatro primero, que había nacido casi envenenado de poesía.
El ingreso de Miguel Hernández en la literatura dramática tuvo lugar con Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, que entregaría a José Bergamín para su publicación en la revista Cruz y Raya, donde apareció en 1934. Su primera fuente de aprendizaje dramático es el Barroco, y en este caso concreto el auto sacramental. La obra es una de las últimas manifestaciones de un pensamiento cerrado y conservador, que identifica la subversión revolucionaria de los valores establecidos con los elementos alegóricos de la carnalidad y del mal. En el auto sacramental de Hernández prevalece una visión anacrónicamente contrarreformista del mundo, propia, por otro lado, de quien había ido a nutrirse en Calderón de la Barca. En ese mismo año escribió El torero más valiente, que se publicó por vez primera en 1987. Hernández, que había instado infructuosamente a Lorca para su representación, publicó tan solo un par de escenas en la revista oriolana El Gallo Crisis.
Pronto, el contacto con Neruda y Aleixandre, sus copiosas y desordenadas lecturas, y, sobre todo, su inextinguible fiebre creativa dentro ya de un contexto en que la rehumanización venía a ocupar el hueco del purismo de los años veinte, habría de dar como resultado El rayo que no cesa, de 1936; pero antes de la aparición de ese libro de versos escribió Hernández, en 1935, su «tragedia minera y pastora» Los hijos de la piedra. Ese mismo año, en el ámbito del homenaje a Lope de Vega con motivo del tercer centenario de su muerte, inició la composición de El labrador de más aire, su obra dramática más lograda, sobre la pauta dibujada por los dramas de comendador del tipo de Fuenteovejuna, Peribáñez o El mejor alcalde, el rey. La obra se imprimió en 1937, en la editorial valenciana Nuestro Pueblo. En un denso clima de lucha social, esta tragedia rural en verso presenta la rebelión del héroe individual, Juan, contra el poder caciquil de don Augusto, dueño de haciendas y voluntades, quien dispone finalmente la muerte de aquel. El amor también enfrenta a estos dos polos sociales, confiriéndole a la obra un sentido que va más allá del alcance casticista y de la valoración de la honra que domina en las obras de Lope que sirvieron como modelo a Miguel Hernández. Tampoco hay en Hernández el sentido colectivista de las rebeliones populares en las obras de Lope. Por lo demás, y ahora sí dentro de la línea lopesca, el desarrollo trágico está contrapesado por emotivos remansos líricos, como el «romancillo de mayo» o determinados monólogos de Juan y de Encarnación, líricos sin dejar por ello de ser dramáticos.
Que la orientación teatral de Miguel Hernández no era un capricho de poeta lo indica la dedicación intensa que tuvo al teatro en los años de la guerra, cuyo fragor proporcionó a la obra de Miguel Hernández nuevas orientaciones. En agosto de 1937 viajó a la Unión Soviética para asistir al V Festival de Teatro Soviético. Si por entonces publicó en poesía Viento del pueblo, verdadero modelo de lírica proletaria con una entonación épica, en teatro dio a la luz ese mismo año las piezas cortas que se titulan conjuntamente Teatro en la guerra, cuya ponderación artística ha de tener en cuenta el carácter funcional de casi toda la literatura del período. El visible maniqueísmo ideológico es el tributo que hubo de pagar Hernández a esa «estética de trincheras», que pretendía antes que otra cosa alentar el espíritu de los combatientes y espantar las dudas ideológicas. Al mismo espacio creativo corresponde otro drama bélico, titulado Pastor de la muerte.
En las cárceles franquistas se apagaría su actividad teatral: al cabo, el teatro requiere el contraste con el receptor, y no puede respirar allí donde falta el aire. Con su muerte, el poeta quedaba cumplido; no así el dramaturgo, del que tanto cabía esperar. Cuando, al cabo de los años, se repara en su extraordinaria sabiduría literaria a pesar de su precaria formación, es difícil no atribuirle el título que su amigo del alma Vicente Aleixandre dio a Manuel Altolaguirre, cuando lo llamó, en un perfecto endecasílabo, «angélico doctor en ciencia infusa».
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Texto publicado en Revista Ágora n° 19 Especial Monográfico Miguel Hernández 2ª Parte, pp. 37-39. Tomado de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
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