A 98 años de su muerte
De las guerras independentistas cubanas tenemos por fortuna varios cronistas. Son ante todo combatientes de a caballo y machete, pero además testigos y testimoniantes de los hechos en que participan y de cuanto ven. Sus servicios son invaluables para la reconstrucción de los perfiles de la historia de una nación.
José Miró Argenter es uno de tales combatientes escritores y el autor de un libro veraz, emocionante y de cabecera para muchos cubanos, un libro necesario para el mejor conocimiento de la campaña libertadora de la Invasión y además, sincero homenaje a Antonio Maceo. Nos referimos a Cuba: Crónicas de la Guerra, «escritas —como explica el autor— en el teatro de los acontecimientos; algunas al pie de las fogatas del vivac, en la cruzada del invierno; otras, al abrigo del follaje de los caminos, durante los altos en las marchas; a veces, abriendo el fuego los puestos avanzados y sonando las últimas descargas de la refriega».
De este libro indispensable de la literatura de campaña cubana opinó el ensayista y crítico Max Henríquez Ureña que «sus Crónicas de la Guerra son quizá, desde el punto de vista literario, la más brillante evocación de la epopeya libertadora. Miró, periodista distinguido que de la mesa de redacción se había trasladado al campo de batalla, escribía con elegancia y distinción, en estilo nervioso, pletórico de emoción y colorido». El libro, cuyo primer tomo apareció en Santiago de Cuba en 1900, se publicó íntegramente en sus tres volúmenes en 1909.
Miró Argenter nació en la villa de Sitges, Cataluña, el 4 de marzo de 1851, hizo el bachillerato y dos años de Medicina en Barcelona, para arribar a Cuba en 1874 y establecerse poco después en Manzanillo. En Cuba vivió Miró la enorme decepción que para los independentistas significó el Pacto del Zanjón.
Aunque peninsular, no es de los que tiran de la carreta del colonialismo, ni tampoco de los que la siguen. Cultivó el periodismo y para sorpresa de unos cuantos, su pluma exhibió perfiles patrióticos. Un artículo suyo llega a ocasionarle, en 1884, un primer contratiempo con las autoridades: por asumir la defensa de un negro, se le destierra de Santiago por tres años y medio.
Entonces se establece en Holguín, ciudad igualmente oriental, pero de la costa norte. Desde allí inicia la publicación, como director, del periódico La Doctrina, de tendencia autonomista, pues es todo cuanto la metrópoli permite, aunque el contenido es revolucionario en buena cantidad de sus textos.
En 1890 se va hasta Santiago para dialogar con un visitante al que el gobierno mantiene bajo constante vigilancia durante su breve estancia: se trata del mayor general Antonio Maceo. El encuentro afianza en Miró la admiración por el Héroe de la Protesta de Baraguá, pero también Maceo aquilata los valores del catalán y cuando parte le escribe desde Kingston:
Quien no le conozca a Ud no podrá apreciar con verdadera justicia sus bellísimas y honradas cualidades de hombre libre, abnegado y sufrido defensor de las buenas causas…
Tres años después, Miró se encontraba demasiado asediado en la región, y por ello decide trasladarse a Manzanillo, donde prosiguió su labor conspirativa. Estableció vínculos con varios jefes de prestigio de la campaña anterior y fundó el periódico El Liberal, de nombre elocuente.
Figura entre los que ultiman los detalles del levantamiento del 24 de febrero de 1895. La guerra la hace al lado del general Antonio.
Martí, quien lo aprecia, lo describe con trazo maestro:
Miró llega, cortés en su buen caballo: le veo el cariño cuando me saluda: él tiene fuerte habla catalana; tipo fino, barba en punta y calva, ojos vivaces.
Con el grado de general y Jefe de Estado Mayor de la Columna Invasora está presente desde la salida de la Invasión hacia Occidente. Se bate en cada acción de las muchas de la campaña. Gana las estrellas de general de división.
Se halla junto al Titán de Bronce Antonio Maceo cuando éste se desploma el 7 de diciembre de 1896 en Punta Brava, provincia de La Habana, y le escucha decir sus últimas palabras: «Esto va bien».
Finalizada la guerra regresó a Manzanillo y trabajó en la redacción del periódico El Cubano Libre, por lo que hasta el final de sus días prosiguió su labor periodística. También desempeñó hasta su muerte el 2 de mayo de 1925, la jefatura del Archivo del Ejército Libertador.
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