Entonces las ferias del libro no se celebraban todos los años como ahora; eran eventuales y cuando se convocaban tenían como escenario, no la fortaleza de la Cabaña, sino el céntrico Pabellón Cuba, en plena Rampa habanera, y sus alrededores. Yo acaba de adquirir, y por el irrisorio precio de dos pesos, moneda nacional, -que, con todo, era una suma estratosférica para un libro en aquellos días- un ejemplar de la segunda edición, correspondiente a 1965, de El siglo de las luces, publicado por Ediciones R, aquella casa del periódico Revolución, que dirigía entonces –la editorial, no el diario- el dramaturgo Virgilio Piñera.
Loco de contento por mi compra y con la carga bajo el brazo, la «cultura sobacal» de la que hablaba Lezama Lima, salí de la feria aquella noche cuando, de golpe, por la calle 21, me topé cara a cara con Alejo Carpentier. Carpentier en persona. Lo acompañaban Lilia, su esposa, y un par de amigos, y yo, atreviéndome más de lo que me atrevía entonces, le pedí que me firmara su libro. Pero el escritor, que iba en camisa de manga corta, no llevaba bolígrafo ni pluma de fuente para hacerlo, lo que, siendo quien era, me pareció inexplicable, y ninguno de sus acompañantes tenia nada que sirviera para escribir. Por suerte, alguien que me acompañaba llevaba un lápiz y con lápiz firmó Carpentier mi ejemplar de El siglo de las luces. Puso la fecha: junio de 1966.
Ese mismo año volvería a verlo –no a hablarle- cuando, en noviembre, la Biblioteca Nacional, con una exposición deslumbrante de sus libros, fotos, manuscritos y otros documentos, le rindió homenaje con motivo de sus 45 años de trabajo intelectual. En esa ocasión la Biblioteca publicó un catálogo con una selección de referencias de la bibliografía activa del escritor, que prologó Graziella Pogolotti, y que todavía conservo. Un cuaderno bellísimo que incluyó reproducciones de grabados hechos en la imprenta de José Severino Boloña y también algunos de los grabados holandeses que inspiraron El siglo de las luces. Tuvo aquel catálogo una tirada de 2 000 ejemplares y a la vuelta de los casi 60 años transcurridos es toda una rareza.
Por aquella época, Carpentier se asomaba de cuando en cuando a la prensa cubana, y en el periódico El Mundo, siempre en primera plana y con pase a página interior, aparecían sus artículos. Unos quince debió publicar entre enero y julio de 1966 en el diario que dirigía Luis Gómez-Wangüemert. De ellos guardo, amarillos y ya marchitos, tres: «Una conmemoración inesperada», sobre el aniversario 50 del movimiento dadaísta; «Georges Duhamel», en ocasión de la muerte del novelista de La crónica de los Pasquier, y «En recuerdo de Social», en torno a la excelente revista de Conrado W, Massaguer. Me hubiera gustado haber conservado los que dedicó a las Obras completas, de José Martí, y al René Portocarrero de los Retratos de Flora que se expusieron en la Bienal de Venecia de ese año.
Carpentier fue un periodista de toda la vida, y por muchas que fueran sus ocupaciones encontró siempre tiempo para transitar, como lo definió Juan Marinello, «ese puente de información y entendimiento» que es el periodismo.
En la bibliografía de Alejo Carpentier que, en 1984, dio a conocer Araceli García-Carranza, una parte muy dilatada la ocupa, por supuesto, su labor periodística. El narrador publicó su primer articulo el 23 de noviembre de 1922 –en el periódico La Discusión, de La Habana. Escribiría el último, «Presencia de Gustave Flaubert», el 24 de abril de 1980, el mismo día de su muerte.
En sus comienzos, fue jefe de redacción de una revista comercial, Hispania; escribió una historia de los zapatos para el órgano oficial de la Unión de Fabricantes de Calzado y firmó notas sobre la moda con el seudónimo de Jacqueline. Nunca renegó de su quehacer para la prensa, dijo siempre que benefició su carrera de escritor, aunque jamás fue remiso a reconocer que, en determinados momentos, al menos, lo hizo porque se lo pagaban.
A lo largo de su vida, entre otras publicaciones cubanas, colaboró en los periódicos El País, Tiempo e Información, y en las revistas Social y Carteles. Una selección de las crónicas aparecidas en esas dos últimas publicaciones, totaliza casi mil páginas.
Lo más extenso y sistemático de la labor de Carpentier en el periodismo está en el periódico El Nacional, de Caracas. Entre 1946 y 1959 debe haber publicado en ese diario unas 12 000 crónicas bajo el rubro de «Letra y solfa», que era el título de su columna.
Miguel Otero Silva, que fue director y uno de los propietarios de El Nacional, me contó cómo Carpentier escribía su columna. Recordaba Otero que el autor de Los pasos perdidos llegaba al periódico al filo del mediodía, y se sentaba ante la primera máquina de escribir que encontrara desocupada. Sin consultar un libro o un apunte largaba la «Letra y solfa» correspondiente de un tirón, no le consumía más de quince minutos. Entregaba sus cuartillas, compartía un vermut con Otero y se marchaba a su casa.
Poderoso San Alejo
En enero-febrero de 1974 Carpentier vino a Cuba por seis semanas, luego de más de dos años de ausencia. Se desempeñaba desde 1966 como ministro consejero de la embajada de Cuba en París, y la revista Cuba me encomendó que, aprovechando su presencia, lo entrevistara por sus 70 años, que cumpliría en diciembre siguiente. Accedió de inmediato al reportaje, lo que hacía ya pocas veces, pero no resultó fácil concretar la cita. Procedía de esa manera ya en sus últimos tiempos: no se negaba de manera definitiva a dejarse entrevistar, pero a la hora de la verdad recurría a excusas y promesas que dilataban el encuentro a veces de manera definitiva. Siempre había el pretexto de un viaje inmediato, de un libro en camino o de la necesidad y el deseo de dialogar con un periodista de su confianza…
En una carrera de resistencia, que perdía el que primero se cansara, estuve llamándolo dos o tres veces a la semana durante cinco semanas consecutivas, las mismas que le restaban de su estancia en la Isla, y, al fin, en vísperas de su regreso a Francia, convino en recibirme en el Hotel Nacional, donde se hospedaba.
Cuando llegué, a las cinco en punto de la tarde, el escritor aguardaba por mí en la puerta. Caminamos por el vestíbulo hasta encontrar el sitio propicio, y cargó uno de aquellos butacones de piel y madera de verdad que había entonces allí para que pudiéramos sentarnos cerca. Su amabilidad me dio mala espina. Habló Carpentier de sopetón, arrastrando todas las erres.
-Estoy en espera de que me traduzcan un documento veneciano muy raro que acabo de encontrarme para poner punto final a mi novela Concierto barroco. No quiero decirte nada sobre ella. Aún me faltan unas 300 páginas para terminar mi novela La consagración de la primavera. No te diré nada sobre ella. Desconozco si apareció en París la traducción que hice de unos poemas de Picasso. No quiero comentar nada sobre eso. Todavía ignoro si podré llevar a la práctica mis ideas sobre un ballet con Alicia Alonso. Tampoco diré nada…
Hasta ese momento había hablado sin mirarme. Hizo entonces un gesto de cansancio y aburrimiento y agregó:
-Viejo, no tengo nada que decirte, mejor es que te vayas.
Pero no me fui. No me hubiera ido, así el escritor hubiera invocado a su santo patrón: «Poderoso San Alejo, primer rey de Alejandría / no me desampares no de noche ni de día…». Le pregunté si había leído «Riesgos del equilibrista», de Eliseo Diego. Me dio un sí que equivalía a un no. Inquirí entonces su recordaba el final del poema. No lo recordaba y se lo recité: «Hemos sacado la entrada y de aquí ni nos vamos».
Entre otros muchos tópicos, le pregunté cómo veía el mundo a los 70 años de edad, y, a esa altura, qué opinión le merecía su propia obra publicada.
Tuve una buena entrevista.
Hice lo que he podido
Si a Fontenelle, el único intelectual del que tengo noticias que ha vivido cien años justos (1657-1757) y en perfecto estado de lucidez, le hubiesen preguntado antes de su muerte si creía que el mundo en que estaba viviendo había variado mucho desde su nacimiento, hubiese tenido que responder que no.
Los medios de transporte eran los mismos que en su infancia, la medicina seguía empleando los métodos de Hipócrates y Galeno, las costumbres eran las mismas que prevalecieron en el momento de su nacimiento, el conocimiento en Física y Química no había variado mucho en el transcurso de su vida.
Yo, sin embargo, con 70 años, he visto, en mi infancia parisiense, a los primeros hombres que en un avión se atrevieron a volar por encima de unos pinos -todo un acontecimiento- y he visto al hombre llegar a la luna y sondear a Marte; he visto desaparecer enfermedades que han sido plagas de la humanidad desde los orígenes de la civilización; he visto en 30 años una evolución en música mucho mayor de la que hubiera de la Edad Media al clasicismo… La noción de la distancia ha cambiado, las ciencias han adelantado de tal manera que un hombre de mi edad ha sido testigo e intérprete de una evolución del mundo en que vive insospechada para hombres de épocas pasadas.
Y no hablemos de la gigantesca transformación social del mundo. Después de siglos y siglos de gobiernos esclavistas y monárquicos, de setenta años a esta parte, entramos en el siglo de las revoluciones. La vida se ha transformado política, social y moralmente… Aunque es muy dura, nuestra época es apasionante por el número de logros, de balances positivos para el hombre. Estoy satisfecho de haber nacido en ella y haber vivido la Revolución cubana…
Sobre su método de trabajo, comentó que, aunque escribir le gustaba y le producía placer, solo lo hacía cuando sentía que tenía algo que decir. Apuntó que, para no aburrirse, trabajaba en dos o tres novelas a la vez y que, de manera simultánea, escribió El acoso, El camino de Santiago y Los pasos perdidos. No creía que un escritor tuviese que llenar en un día muchas cuartillas. Tres o cuatro, dos incluso, bastaban porque con dos cuartillas diarias se acumulan 60 al final del mes y un libro al cabo de medio año. Escribía por las mañanas, entre las 5:30 y las 8:00 y al final de la tarde pasaba a máquina lo que había escrito a mano anteriormente.
Pueden pasar meses sin que me venga a la mente una idea que me sirva de tema para una novela. Con los cuentos no me sucede así. A menudo se me ocurren ideas para cuentos y los escribo o no; no me interesa el cuento.
Una idea para una novela la considero una y otra vez; es mucho el tiempo que invertiré en escribirla. El recurso del método me llevó cuatro años; El reino de este mundo y El siglo de las luces, dos cada una.
Ahora bien, la idea me llega en momentos y lugares inesperados: en un ómnibus, en la ducha, mientras como… El siglo de las luces nació en un restaurante cuando un amigo me habló de Víctor Hugues y en el reverso del menú tomé la primera nota.
Cuando tengo la idea, comienza el proceso: me documento y tomo notas y notas y notas y notas y notas, tanteo, escribo un primer capítulo que nunca será el primero de la novela. Avanzo y retrocedo. Combino la idea central con los elementos que van surgiendo en la marcha, porque el trabajo hace reflexionar y ayuda. Las ideas se van esclareciendo, toman consistencia, se redondean los caracteres de los personajes, algunos de ellos se me imponen y arrastran…
Aseveró que, con Viaje a la semilla, encontró su forma, halló su estilo y que si, a partir de ese relato, tuviese que escribir otra vez su obra, lo haría de la misma manera, sin quitar ni añadir una sola coma. Eso, sin embargo, no quería decir que su obra lo dejara satisfecho. Quería decir que hizo lo que había podido.
Su último día
Después de aquella entrevista volvimos a vernos en las sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Él era diputado y yo «cubría» esas reuniones como periodista. Intenté una nueva entrevista, pero no la conseguí. El novelista fue inflexible en eso.
Después murió. En el amanecer del viernes 25 de abril de 1980 una llamada telefónica me sacó de la cama con la noticia. Había fallecido el jueves 24, a las 23:45, después de un intenso día de trabajo. Salió de la cama para ir al cuarto de baño y de pronto Lilia escuchó el sonido de un cuerpo que cae. Estaba en el piso, en un charco de sangre, ya muerto. Había luchado denodadamente, durante años, contra un cáncer.
Sus restos se velaron en la base del monumento a José Martí, en la Plaza de la Revolución. Una multitud silenciosa y compacta lo acompañó a pie, tras el carro fúnebre, en su último viaje. A lo largo del trayecto del cortejo, que avanzaba a los acordes de la Banda Nacional de Conciertos, miles de personas se agolpaban en la calle, portales, ventanas y balcones para de esa manera también decir adiós al gran novelista.
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