Sobre el autor
Manuel Machado Ruiz (Sevilla, 1874 Madrid, 1947) fue un poeta y dramaturgo español, enmarcado en el movimiento modernista, hermano de Antonio Machado. Manuel fue el primer hijo de Ana Ruiz Hernández y Antonio Machado Álvarez. Pasó sus primeros años en Sevilla, donde vivió en el Palacio de Dueñas, y el resto de su infancia en Madrid, donde estudió en la Institución Libre de Enseñanza. Estudió una licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla, concluyendo la carrera en 1897.
En 1898 Manuel viajó a París, para trabajar como traductor en la editorial Garnier, allí se movió por ambientes literarios, compartiendo piso con Enrique Gómez Carrillo, Amado Nervo y Rubén Darío, y publicó su primer libro en 1902, titulado Alma. En 1903 regresa a España, donde desarrolla una carrera periodística, colaborando con ABC y Blanco y Negro. En 1913 consigue una plaza como bibliotecario en la Biblioteca Nacional de Madrid.
La década de los años 20 es la de su consagración; es en esta época cuando colabora con su hermano Antonio en una serie de comedias en verso que obtiene un gran reconocimiento de público y crítica. La personalidad de Manuel Machado era poliédrica y exuberante. Si bien oscurecido durante algunos años por la figura de su hermano Antonio, nadie duda hoy de la autenticidad lírica y de la capacidad de Manuel Machado para conjugar en su poesía elegancia y hondura o, como dijo Dámaso Alonso, «ligereza y gravedad».
En su aniversario luctuoso compartimos, a modo de homenaje, una selección de su obra poética.
Fragmentos de su obra
Fantasía de Puck
A Silvio Rebello
El hada pequeñita de las piedras preciosas que vive en un coral busca al gnomo que habita la corteza rugosa de un antiguo nogal. Y, juntos, de la mano para hacer travesuras, aquella noche van, como hermana y hermano, por las sendas oscuras de la selva ideal… Detrás va su cortejo de dudas y sospechas… Y una marcha triunfal saluda al crimen, viejo que ruge y canta endechas con su voz de puñal. Van los presentimientos junto a las intenciones… Con los recuerdos van los malos pensamientos, las locas tentaciones ahogadas al brotar. Todo lo que hay de sueños de otra vida perdido; lo que pasó o vendrá. Vagas curvas de ensueños: lo que casi no ha sido…, lo que tal vez será… Va, callado, cruzando el cortejo discreto por la selva ideal… ¡Viene el día temblando…; va a romper el secreto la aurora al despuntar!… Mas solo vio, al mostrarse, una burbuja sobre las olas del mar… Y una cara borrarse en la corteza pobre del antiguo nogal.
La copla
Hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son, y cuando las canta el pueblo, ya nadie sabe el autor. Tal es la gloria, Guillén, de los que escriben cantares: oír decir a la gente que no los ha escrito nadie. Procura tú que tus coplas vayan al pueblo a parar, aunque dejen de ser tuyas para ser de los demás. Que, al fundir el corazón en el alma popular, lo que se pierde de nombre se gana de eternidad.
La copla andaluza
Del placer que irrita, y el amor, que ciega, escuchad la canción, que recoge la noche morena. La noche sultana, la noche andaluza, que estremece la tierra y la carne de aroma y lujuria. Bajo el plenilunio, como lagrimones, Como goterones, sus cálidas notas llueven los bordones. Son melancolía sonora, son ayes de las otras cuerdas heridas, punzadas, las notas vibrantes. Y en el aire, húmedo de aroma y lujuria, levanta su vuelo -paloma rafeña— la copla andaluza. Dice de ojos negros y de rojos labios, de venganza, de olvido, de ausencia, de amor y de engaño… Y de desengaño. De males y bienes, de esperanza, de celos…, de cosas de hombres y mujeres. Y brota en los labios soberbia y sencilla, como brotan el agua en la fuente, la sangre en la herida. Y allá va en la noche, paloma rafeña, a decir la verdad a lo lejos, triste, clara y bella. Del placer, que irrita, y el amor, que ciega, escuchad la canción, que recoge la noche morena.
Melancolía
Me siento, a veces, triste
como una tarde del otoño viejo;
de saudades sin nombre,
de penas melancólicas tan lleno…
Mi pensamiento, entonces,
vaga junto a las tumbas de los muertos
y en torno a los cipreses y a los sauces
que, abatidos, se inclinan… Y me acuerdo
de historias tristes, sin poesía… Historias
que tienen casi blancos mis cabellos.
Ocaso
Era un suspiro lánguido y sonoro la voz del mar aquella tarde… El día, no queriendo morir, con garras de oro de los acantilados se prendía. Pero su seno el mar alzó potente, y el sol, al fin, como en soberbio lecho, hundió en las olas la dorada frente, en una brasa cárdena deshecho. Para mi pobre cuerpo dolorido, para mi triste alma lacerada, para mi yerto corazón herido, para mi amarga vida fatigada… ¡el mar amado, el mar apetecido, el mar, el mar, y no pensar nada…!
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