
En el legado de la obra martiana La Edad de Oro (1889) ocupa un lugar singular y profundamente revelador. Más que una simple revista mensual de «recreo e instrucción», esta publicación concebida «para los niños de América» representa la cristalización de un audaz proyecto pedagógico y ético, una apuesta radical por una literatura infantil que trascendiera el mero entretenimiento o el didactismo moralizante que predominaba en su época.
Martí aspiraba a conversar como buenos amigos con los infantes, proveyéndoles las herramientas intelectuales y morales para «ser de veras hombres». Este compromiso implicaba una visión de la infancia radicalmente moderna: no un estado de idílica inocencia que debía ser protegido de las asperezas del mundo, sino una etapa crucial para la formación del carácter, la inteligencia crítica y la sensibilidad social.
Dentro de esta concepción integral de la educación, Martí no rehuyó abordar temas considerados tradicionalmente tabú para el público infantil, entre ellos, la muerte. Lejos de la elusión sistemática o del tratamiento melodramático, Martí integra la finitud, la pérdida y el duelo en La Edad de Oro con una naturalidad y una profundidad que resultan asombrosas. Su aproximación, sutil pero persistente, revela una confianza notable en la capacidad de los niños para confrontar las grandes interrogantes existenciales y una convicción profunda en el valor formativo de esta confrontación.
Bebé y el señor Don Pomposo
En «Bebé y el señor Don Pomposo», la muerte no irrumpe como un acontecimiento explícito, sino una posibilidad que tiñe la atmósfera del relato y condiciona las interacciones entre los personajes. La enfermedad de la madre de Bebé introduce esta presencia velada. No se nombra la dolencia, pero se la califica como una «tos mala» que requiere la consulta de «médicos buenos» en París y provoca una angustia palpable en el niño: «se le aguan los ojos a Bebé en cuanto oye toser a su mamá: y la abraza muy fuerte, muy fuerte, como si quisiera sujetarla». Este abrazo desesperado, este intento infantil de anclar físicamente a la madre a la vida, es una representación conmovedora del miedo a la pérdida y de la intuición infantil sobre la fragilidad del ser amado.
La enfermedad materna actúa como contrapunto a la opulencia material que rodea a Bebé. La riqueza, simbolizada por los criados de librea, los viajes anuales a París y la actitud aduladora del señor Don Pomposo, se revela ineficaz frente a la amenaza de la disolución.
La figura de Raúl, el primo huérfano, intensifica esta atmósfera de precariedad. Su mutismo, sus «ojos muy grandes» y su tristeza implícita («como si se fuera a morir» al ver el sable) no son meros rasgos descriptivos, son la encarnación silenciosa de la pérdida ya consumada. Raúl representa el destino que podría aguardar a Bebé, la orfandad como estado de desamparo. El contraste entre ambos niños –la abundancia de Bebé frente a la carencia de Raúl– evidencia la desigualdad social, y enmarca la narrativa en un contexto donde la ausencia materna es una realidad tangible y una posibilidad amenazante.
Nené traviesa
Si en «Bebé…» la muerte es una amenaza futura, en «Nené traviesa» es una ausencia presente que define el punto de partida del relato y, posiblemente, el carácter de su protagonista. «Porque Nené no tiene mamá: su mamá se ha muerto: y por eso tiene Nené maestra». Esta afirmación inicial, directa y sin ambages, establece la orfandad como un hecho central que moldea la vida de la niña.
La relación entre Nené y su padre está teñida por esta pérdida compartida. El padre muestra hacia Nené un cariño profundo y una comprensión tácita de su dolor, aunque también establece límites. Su tristeza («la miraba con los ojos tristes, como si quisiese echarse a llorar») contrasta con la alegría forzada con la que intentan sobrellevar la ausencia.
La conversación sobre las estrellas y la vida después de la muerte («uno se va a vivir a una estrella cuando se muere») revela el intento paterno de ofrecer consuelo y esperanza ante lo incomprensible, un consuelo que Nené recibe con una mezcla de ingenuidad y profunda seriedad («Si yo me muero… me voy a ir a vivir en la estrella azul»).
La reacción final de Nené ante el descubrimiento de su desobediencia es reveladora. Su temor no es tanto al castigo físico como a la pérdida del amor paterno y a la imposibilidad de alcanzar esa «estrella azul», ese espacio simbólico de reunión con la madre: «¡Enojé a mi papá bueno! ¡Soy mala niña! ¡Ya no voy a poder ir cuando me muera a la estrella azul!». Martí, nuevamente con sutileza, conecta la travesura infantil con la angustia profunda de la orfandad y el miedo a la separación definitiva. El cuento, bajo su apariencia anecdótica, explora las complejidades del duelo infantil y la búsqueda de sentido y conexión tras la pérdida de un progenitor.
Los dos príncipes
En el poema «Los dos príncipes», Martí aborda la muerte de manera directa y explícita, pero lo hace a través de un ingenioso paralelismo que le permite explorar, tanto la universalidad del dolor, como las diferencias sociales en su manifestación. Inspirado en una idea de la poetisa norteamericana Helen Hunt Jackson, el poema contrasta la muerte del hijo de un rey con la del hijo de un pastor, mostrando cómo la pérdida atraviesa todas las barreras de clase.
La estructura paralela es fundamental para el mensaje. Las estrofas alternan entre el palacio y la cabaña, describiendo escenas de duelo en ambos escenarios. En el palacio, el luto es suntuoso y ritualizado: «El palacio está de luto / Y en el trono llora el rey, / Y la reina está llorando / Donde no la pueden ver». Se usan «pañuelos de holán fino», los caballos llevan «negro / El penacho y el arnés», y al entierro se acude «Con coronas de laurel». Esta descripción, aunque respetuosa, sugiere una cierta contención formal, un dolor mediado por el protocolo cortesano. La reina llora «donde no la pueden ver», indicando la privacidad, quizás la rigidez, impuesta a las emociones en las altas esferas.
En contraste, el duelo del pastor y la pastora es visceral, inmediato y profundamente conectado con la naturaleza. La pastora no llora en pañuelos finos, sino que interpela directamente al universo: «La pastora está diciendo / “¿Por qué tiene luz el sol?”». Esta pregunta simple y desgarradora encapsula la naturaleza abrumadora del dolor, la sensación de que la muerte de un hijo despoja al mundo de su sentido y belleza inherentes. El pastor, por su parte, expresa su pena a través de la acción física y humilde: «El pastor coge llorando / La pala y el azadón: / Abre en la tierra una fosa: / Echa en la fosa una flor». La crudeza de estas imágenes –la pala, la fosa, la única flor– contrasta con las «coronas de laurel» del entierro principesco, subrayando una diferencia en la autenticidad y simplicidad de su expresión.
Al presentar ambas muertes con igual dignidad poética, Martí logra un doble propósito: por un lado, enseña a los niños la lección fundamental de que el dolor por la pérdida de un ser querido es una experiencia humana universal que hermana al rey y al pastor, por otro lado, desliza una sutil crítica social al contrastar la posible artificialidad del luto cortesano con la sinceridad elemental del duelo popular. El poema, en su aparente sencillez, invita a la empatía y a valorar la autenticidad emocional por encima de las jerarquías sociales.
Lo que unifica el tratamiento de la muerte en estos textos tan diversos es el método empleado por Martí: una combinación de sutileza, simbolismo y una profunda confianza en la capacidad del lector infantil para interpretar y sentir. El Maestro evita la descripción gráfica, el sentimentalismo excesivo y la moraleja explícita. Prefiere sugerir, evocar, utilizar detalles cargados de significado (la tos materna, los ojos grandes de Raúl, el libro prohibido, la pregunta de la pastora) para transmitir emociones complejas y provocar la reflexión.
Esta aproximación se fundamenta en su respeto por la inteligencia y la sensibilidad de los niños. Martí los considera interlocutores capaces de comprender las verdades de la vida y de conectar emocionalmente con las experiencias de los personajes. Les habla «con palabras claras y con láminas finas», pero no simplifica artificialmente la realidad. Sabe que la confrontación con temas como la enfermedad, la orfandad o la muerte, mediada por la belleza y la contención del lenguaje literario, puede ser profundamente formativa.
Como afirma en una de las «últimas páginas» de la revista, los versos no deben usarse meramente para expresar alegría o tristeza personal, «sino para ser útil al mundo, enseñándole que la naturaleza es hermosa, que la vida es un deber, que la muerte no es fea, que nadie debe estar triste ni acobardarse mientras haya libros en las librerías, y luz en el cielo, y amigos, y madres».
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