Cuando me pidieron unas palabras para presentar la segunda edición de Mujer que regresa, lo primero que me vino a la mente fue la certeza de que los caminos de realización de la amistad son a veces impredecibles. Soy amigo del autor, por supuesto; compañeros de profesión, aunque yo no ejerza el periodismo con la asiduidad que quisiera. Pero resulta curioso, a pesar de las similitudes de nuestros trabajos profesionales, que nuestros encuentros más habituales se produzcan en el gimnasio de la Universidad entre el ruido de las pesas, donde Rolando tiene la categoría de pesista A y por lo menos el mérito de haber sido mi profesor —aunque su alumno no haya resultado aventajado—, y en estos mal llamados «lanzamientos de su novela». Me explico: presenté la primera edición de esta novela tantas veces que ya se me perdió la cuenta, acto que realicé —y lo digo para que conste— por expresa voluntad y, sobre todo, por el entusiasmo que su lectura me produjo.
Ahora, cuando hace unos días cayó en mis manos un ejemplar de la segunda edición, yo estaba convencido de que el final sería inevitable: me tocaría presentarla nuevamente. Así que no me tomó por sorpresa la petición de la Editorial Letras Cubanas para que compartiera con Rolando y con ustedes, los futuros lectores, la satisfacción de decir algunas impresiones que el tiempo no ha borrado.
Hace cinco años, cuando la presenté por primera vez, dije que Mujer que regresa era una ráfaga de aire fresco para la literatura cubana y pienso que no me equivoqué. Es más, me parece que la frescura de aquella ráfaga se ha mantenido en estos cinco años. Y creo entender la razón de esta perdurabilidad: se trata, lisa y llanamente hablando, de una sencilla historia de amor, bien contada, tan vieja y tan nueva a la vez como el amor mismo. Si a estas cualidades que no son pocas se suma el contexto de nuestro país en estos años duros y magníficos; si esa sencilla historia de amor está perfectamente engarzada en la problemática cotidiana de ese contexto y si los mecanismos de composición, técnica, y especialmente de lenguaje se adecuan perfectamente al contenido narrado, entonces no hay más que hablar: estamos en presencia de una obra que nos dice cosas vitales, que toca lugares sensibles, que despierta experiencias comunes y donde, de alguna forma, nos vemos retratados. Uno siente, porque también las ha vivido, que las peripecias del Rolo: su niñez en medio de la pobreza generalizada de la década de los cincuenta, los sueños de su adolescencia, ese amor casi infantil, y por ello, ingenuo y puro, por su prima Zelda (¿quién que es no se ha enamorado de una prima?) fueron también parte de nuestra vida.
¿Y Zelda? ¿Cuántas Zeldas no hemos conocido a lo largo de estos treinta años? ¿A cuántas Zeldas no hemos visto llegar en esos aviones que han llegado de Miami, comiéndose esta ciudad con sus ojos, reconociendo cada rincón perdido en los pliegues del corazón y los recuerdos, buscando las raíces de una identidad que, a pesar de los años y del confort de la sociedad de consumo, no ha desaparecido de su sangre?
No puedo sino admirar que Rolando, con estos elementos tan cotidianos, caldo de cultivo para el kitsch y los lugares comunes, se haya lanzado a la aventura de componer una novela y lo logre con un nivel de dignidad y una eficacia de comunicación que eI lector ha sabido reconocer porque a la vez se reconoce en ella: la primera edición de esta novela desapareció en pocas semanas de las librerías, y tengo todavía, y estoy seguro que Rolando también, el grato recuerdo de las largas colas de ávidos lectores en cada lanzamiento.
Cuando pienso en Mujer que regresa, la primera novela que me viene al recuerdo es Love story, de Erich Segal, que fue un bestseller en los Estados Unidos hace algunos años. No creo necesario establecer comparaciones ni es mi intención hacerlo. Lo que sí me parece oportuno es por lo menos señalar que los elementos que manejó el escritor norteamericano —por otra parte, no tienen nada que ver desde el punto de vista del contenido con la novela de Rolando— son similares en esencia: una historia de amor absolutamente cotidiana, en el caso de Love story teñida de color rosa: la historia de la muchacha pobre que se enamora del muchacho rico, padre que se opone, matrimonio oculto en rebeldía, peripecias de la vida en pobreza, muchacha que muere de cáncer, padre que se arrepiente y perdona al hijo rebelde; en pocas palabras, el esquema de las novelas rosa tipo Corín Tellado. Sin embargo, la economía de recursos, el lenguaje coloquial hábilmente dosificado, el uso del humor como elemento expresivo, la sabia adecuación de los contextos y, en última instancia, los eternos valores del amor entre dos jóvenes, lograron el milagro e hicieron de aquella novelita de apenas ciento veinte páginas una inolvidable experiencia para el público de todas las latitudes, de la cual salió un hermoso filme que todos disfrutamos y algunos lloramos.
Con otro contenido, otro contexto, pero con elementos formales y de composición similares, Rolando logra análogos efectos. Su novela convence y, sobre todo, conmueve. ¿Dónde está el secreto?, podríamos preguntarnos. Me aventuro a decir, recordando a Martí, que está en la sinceridad. Acerca del amor se seguirán escribiendo toneladas de papel, se repetirán millones de situaciones que la humanidad ha vivido a lo largo de los siglos: no habrá nada nuevo que decir. Sin embargo, siempre habrá un ser humano que ante el misterio de la página en blanco volcará sus experiencias vitales, sus emociones, sus miserias y sus virtudes, y lo hará desnudándose el corazón en cada palabra: será sincero y por ello, original. Y así, la lágrima que trata de ocultar entre los pliegues de la letra escrita, por el mágico poder de la literatura, caerá de nuestros ojos y enriquecerá el tesoro universal del sentimiento humano.
Creo que el público agradecerá esta novela, porque como dice el epígrafe de Hemingway que la inicia: es «un cuento de veras, con un buen poco de amor». ¿Acaso se puede pedir más?
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, de Eduardo Heras León, publicado en 2018 por Editorial Oriente.
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