Cuando el interesante y polémico novelista estadounidense Jonathan Franzen escribe sobre Runaway, el onceno libro de Alice Munro, anterior, por tanto, a que se le concediera el Premio Nobel, coloca un punto de atención en el prejuicio que existe con respecto al cuento, como género. Tras considerarlo la Cenicienta de la industria editorial, lo eleva a la más alta cumbre de la literatura, enumerando su propia antología de cuentistas a tener en cuenta. Todos, por cierto, de habla inglesa. La autora canadiense le viene al dedillo para librar una nueva escaramuza en la batalla con el mundo editorial que privilegia el saldo comercial ante lo literario; su indiscutible calidad le facilita, o le sugiere el lance. Así, desde una perspectiva de lector comprometido con la creación literaria al más alto nivel, ve en las obras de Munro la esencia de lo que debe ser un cuento, no uno más, sino ese que en un breve tiempo nos convence y atrapa. Para él, el ahora o nunca del relato es la esencia de la calidad, precisamente, según sus propias palabras, porque el cuento no deja al autor espacio donde esconderse. Y añadirá a su gusto por el cuento, que «se requiere la mejor forma de talento para inventar personajes y situaciones nuevos a la vez que se cuenta la misma historia una y otra vez».[1]
A punto y seguido, Franzen acusará como un mal que padecen «todos los escritores de ficción», no tener nada nuevo que decir, con los autores de cuentos como los más lamentablemente propensos a tal padecimiento. No hay sutileza en su provocación, más si no es la única que enuncia, incluida la que fustiga a la Academia sueca por segregar del Nobel a Alice Munro.
Al considerarla una veterana diestra que sabe que no hay modo de escapar, o de esconderse en la palabrería, ofrece una curiosa descripción del arquetipo de esa historia común que ella va a contarnos, una y otra vez:
(…) una chica brillante y sexualmente ávida se forma en el Ontario rural sin mucho dinero, su madre está enferma o muerta, su padre es un maestro de escuela cuya segunda esposa es conflictiva, y la chica, en cuanto puede, huye del campo gracias a una beca o alguna acción decisiva interesada. Se casa joven, se traslada a la Columbia Británica, cría a sus hijos y no es ni mucho menos inocente en la ruptura de su matrimonio. Puede tener éxito como actriz o escritora o figura televisiva; vive aventuras románticas. Cuando, de manera inevitable, regresa a Ontario, descubre el paisaje de su juventud inquietantemente alterado. Pese a que fue ella quien abandonó el lugar, supone un gran golpe para su narcisismo no recibir una cálida acogida, el hecho de que el mundo de su juventud, con sus anticuadas actitudes y tradiciones, ahora juzgue las decisiones modernas que ella ha tomado. Por el mero intento de sobrevivir como persona plena e independiente, ha incurrido en pérdidas dolorosas y desplazamientos; ha hecho daño.
Y de ese «pequeño manantial» brota la maestría de la obra de Alice Munro, según Jonathan Franzen, lo que no complace demasiado a un académico como Ian Rae, quien intentará enmendar la plana en su ensayo «Runaway Classicists: Anne Carson and Alice Munro’s “Juliet” Stories».[2] No veo, como Rae, una actitud reductora, de simplificación, en la definición de Franzen, orientada a provocar más que a deconstruir la capacidad estructural de la autora canadiense. Como autor lo comprendo y como crítico asumo el esfuerzo de decodificar los elementos necesarios para la comprensión profunda, si no científica, del texto literario.
El relato «Escapada», primero del libro, podrá servirnos de punto de partida.[3] Sus personajes son, en primer plano, un matrimonio que no transcurre por su mejor momento, con un hombre –Clark– simbólicamente autoritario y posesivo, y una mujer –Carla– trabajadora, auxiliar, representativa de la mujer que vive para su pareja y se arraiga a sus roles, resignada a que esas vicisitudes son parte del destino que le corresponde. En segundo plano, pero con relevante papel para la trama y el sorpresivo desenlace, actúa una señora de mejor posición –Mrs. Jamieson–, viuda de un poeta desconocido, sobre todo en la comunidad, donde circulan rumores insólitos acerca de él. El transitorio viaje de escapada a Grecia, junto a otras comodidades que salen de la media en el sitio, se deben a un premio poético que Mr. Jamieson obtuviera poco antes de morir y sirven, en el plano estructural, para legitimar la diferencia que existe entre ambos matrimonios. Un matrimonio culto y de relativo acomodamiento que se mezcla, servicios mediante, con otro de escasos recursos, tanto económicos como culturales. Se suma al conjunto, de falsa simetría, una cabra doméstica, mascota de Carla y Clark, cuyo nombre es Flora. Es juguetona, cariñosa y de blanca pelambre, como de angélico tono.
Las cuatro historias de vida que aporta cada uno conformarán el relato en el que todas ellas asumen el concepto de fuga –«Runaway» es su título en inglés–. Conocemos, al principio, que Sylvia Jamieson, de quien Clark se expresa distante y algo despreciativamente en tanto le exige a su esposa que cumpla con el servicio doméstico que solicita, ha regresado de una fuga temporal a Grecia, después de la muerte de su esposo. Pronto sabremos que Flora se ha escapado, lo que constituye un motivo de preocupación importante para Carla y, con más distanciamiento, para su esposo, quien da por sentado que el animal se ha marchado tras un macho. Acusatorio y frío, acorde con su carácter, su modo de asumir la fuga de la mascota sugiere un gesto de despecho que en principio parece una marca exagerada.
Ejemplar es el manejo que hace Munro de Flora, la cabra blanca y juguetona que se ha apegado más a Carla que a Clark en tanto crece. En principio, mientras se describe por qué es parte de la historia, parece estar cumpliendo la función de actante cuya simpatía consiste en aportar elementos de ambiente a las circunstancias que de repente se presentan. Luego, una vez que la trama ha acumulado conflictos y sucesos, hasta hacernos creer que todo ha concluido, va a transformar su rango estructural y a convertirse en motivo esencial del desenlace. Sabia en el uso de la técnica, Munro ha ocultado el dato, a la vista de todos. Este es uno de los recursos técnicos de la autora que más polémicas y confusiones generan en el campo de la recepción, sobre todo en el que corresponde a la crítica, ya que no todos asimilan de modo similar esa sorpresa argumental, que es en el fondo una estrategia estructural. Los espectros del vicio argumental al que aludía Franzen, hacen su estrago en la crítica de fondo.
Agobiada por los reproches constantes y la falta de consideración de su esposo, ante la presencia de una Mrs. Jamieson que la ha convertido, simbólicamente y a sus espaldas, en una posible hija sustituta, Carla decide escapar de Clark, para recomenzar su vida en Toronto. La decisión es repentina, aunque no brusca, pues sobran datos en la narración que la hacen admisible, deseable incluso desde la perspectiva del lector. El personaje especula con sus posibilidades y sueña con un nuevo comienzo. La descripción de circunstancias sugiere, sin dejarlo explícito, que estamos en presencia de un matrimonio que fracasa. Ante esa perspectiva, más en el plano del carácter que en el de la voz narrativa, Sylvia lo facilita todo –dinero, gestión de boletos de viaje y hospedaje gratuito en la ciudad– para que ningún contratiempo impida su deseo. Se encargará incluso de colocar en el buzón, en momento oportuno, la nota de despedida que Carla ha redactado apresuradamente, con alguna falta ortográfica incluida. No contaba, sin embargo, con el verdadero deseo intrínseco de Carla, atado a las limitaciones de su voluntad, lo que dará al traste, sobre todo, con el tópico desiderativo de la mujer que se emancipa a toda costa, al menos escapando.
En medio de su fuga, mientras viaja en autobús con rumbo a la ciudad, conocemos que ella misma cortó sus vínculos familiares para escapar con Clark, poco después de enamorarse de él, en su temprana juventud. Deslumbrada, se lanzó a su primera fuga, de cuyos resultados estaba siendo víctima. Es este un elemento simbólico que apoya el porqué del arrepentimiento de Carla, quien desciende del ómnibus después que han pasado el tercer pueblo y acude, vía telefónica, a su esposo para que la acoja de regreso. Antes, para excitarlo sexualmente en un tiempo en que su instinto decaía, le inventaba que el viejo poeta, enfermo y en cama, la deseaba, lo que concluía en juegos eróticos que avivaban el deseo carnal en la pareja. Literatura y metaliteratura se yuxtaponen en este punto, al asumir como cierto lo que es falso, en el plano de la trama, del mismo modo en que el lector asume como testimonial lo que es ficción. En este juego, ella prefiere el sacrificio, una vez más, para obtener del esposo la satisfacción que merecía y que debía merecer en curso natural. Y así ocurrirá entonces, en la nueva inmediatez de la trama: ante el conato de fuga, contrición mediante, Clark recuperará su fogosidad y exacerbará el disfrute erótico, algo que la señora Jamieson comprenderá, amablemente y, en el nivel estructural, aportando el motivo para que la trama tome un giro cardinal, propio del estilo que define a la autora.
La necesidad de escapar de Carla se expresa justo después de que Sylvia ha preguntado por Flora y ha sabido de su desaparición, probablemente por estar en celo. La información se ofrece a través de breves diálogos, como si fuera un elemento más de la reticente comunicación entre ellas. Las historias de Munro abundan en detalles que apoyan caracteres y sucesos, desde las formas del vestir hasta los imprescindibles recuerdos de los personajes, de modo que nada se muestra sospechoso, o intrigante, en la conversación acerca de la cabra. Sin embargo, y de manera implícita, este es el elemento tópico que salva, dramatúrgicamente, la repentina decisión de fuga de la joven y, por más señas, lo que Carla va a descubrir cuando todo retorne a la normalidad. La autora las une, una como excurso, y la otra como acción que permite al relato dar un salto.
Y en ese devenir confluye una nueva circunstancia dramática, en la que el matrimonio de Clark y Carla vuelve a ser feliz, al menos para la vista exterior del vecindario, como en los tiempos iniciales. Por requisito de esa felicidad, ella sentía que llevaba una aguja mortal en su interior, que acomodaba según las circunstancias. Arraigada a su limitado derecho a la felicidad, no pensará siquiera en una nueva fuga. Por una carta de Mrs. Jamieson, que va a destruir en cuanto termine de leerla, se ha enterado de que Flora, a quien ella no ha visto nunca más, reapareció en verdad, como una bendecida, o angélica aparición, ante los ojos de su esposo y de ella, la noche posterior a la fuga, cuando él fuera a devolver la ropa. Nada de eso le había contado Clark, sin embargo. De ahí que prefiera mantenerse en la duda –a todas luces falsa, pues el lector conoce que Clark negó haber visto de nuevo a Flora– de si él pudo o no matarla. Lo sospecha, pero se consuela pensando que tal vez la dejó ir, ansiosa, acaso impelida a conservar ese estatuto de felicidad al que se ha resignado. Reacomoda así su nueva circunstancia, del mismo modo en que lo hace con la aguja interior que en ocasiones la punza y la amenaza de muerte. La autora, por su parte, consigue el giro inesperado que da vitalidad al cuento, esa que Franzen pide para convencer.
De fondo, queda el valor del acto simbólico del hombre, quien ejecuta a la cabra, en lugar de a la esposa que pretendió abandonarlo, y llegó incluso a emprender la fuga, por unas horas al menos. La trayectoria de Flora, destinada a morir violentamente para no ser el símbolo palpable de abandono, enaltece el sentido del relato y lo dota de un valor literario inobjetable, de poética altura en su estremecimiento. Confirma así, radicalmente, aquella marca de despecho que hallamos a inicios del relato. Munro sortea los peligros de varios tópicos fantasmas, desde el sentimentalismo a la venganza, o incluso el machismo patriarcal latente, paradójico y, por eso mismo, brutal, para resolverlo en el único ámbito posible: el literario. De haber cedido al prejuicio editorial masivo, otro hubiera sido el cauce de la trama, seguramente ordinario y fácil de olvidar.
Con «Escapada» –el cuento– Munro demuestra que sigue comandando el universo de su narrativa, complacida en volver sobre los mismos escenarios y reeditar los tópicos maestros, ejemplares, que la literatura universal –del más valioso espectro– aporta a cada uno. Y aunque la autora se negara a reconocer que ha escrito por un don, adjudicando la responsabilidad al bregar duro del oficio, mucho hay de poética gracia en esas soluciones, una poética que brota de las cosas simples y abona sus complejidades en relatos cuyo don se afianza al hacerlos parecer sencillos. Lo que ella llama complejidad de las cosas dentro de las cosas, nos parece, en efecto, inagotable, digno de más en cada entrega.
Notas
[1] Jonathan Franzen: «¿Cómo estás tan seguro de que no eres el maligno?», en Más afuera, Ediciones Salamandra, 2012. ISBN: 9788498384888. De la misma fuente las citas siguientes del autor.
[2] Journal of the Short Story in English, 55 | Autumn 2010, Special issue: The Short Stories of Alice Munro, ISSN: 1969-6108, URL: http://journals.openedition.org/jsse/1055.
[3] Trabajaremos, a la par, con el cuento publicado en la edición de The new yorker, correspondiente a agosto 3 de 2003, en https://www.newyorker.com/magazine/2003/08/11/runaway-4 y la edición de RBA libros, Barcelona, 2009 (3ª ed.), ISBN: 9788498675825, traducida por Carmen Aguilar.
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