La poesía de Pablo Neruda se enfrenta desde sus orígenes con el delicado problema en la lírica de la definición del yo del hablante. Las abundantes autorreferencias en toda su poesía, el uso de pronombres en primera persona, las alusiones a la experiencia real y a la memoria, más que un valor autobiográfico directo, son construcciones poéticas del yo muy elaboradas, que van evolucionando incesantemente a través de la obra del poeta.
La búsqueda y asunción de un nombre poético, más que un seudónimo propiamente dicho, que sustituya a su poco apropiado Neftalí Reyes, es la gran invención del poeta en sus inicios. La invención del nombre Pablo Neruda, más que de la casualidad es fruto de una búsqueda cuidadosa, como consta en sus cuadernos juveniles, y no tanto una forma de burlar la oposición paterna a la poesía sino una de los síntomas de que el poeta está a la búsqueda de un sujeto apropiado para desarrollarse como poeta. Al fin y al cabo, no solo don José del Carmen, ningún padre responsable dejaría que su hijo se dedicase a la poesía para ganarse la vida.
Ya desde la temprana madurez de sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) es consciente del grado de elaboración que exige una obra y de la necesidad de crear con plena conciencia artística un emisor del poema adecuado a sus intereses de artista. En este caso se trata de un sujeto hablante melancólico y doliente que evoluciona en el libro desde el enamorado al amante abandonado y desesperado en su relación con una amada, que también es construida, como se sabe, no sobre una sino sobre varias de las enamoradas reales que el joven Neruda tuvo en la época.
Pese a la presunta naturalidad y sinceridad de los versos, asistimos a un despliegue de estrategias retóricas que comienzan justamente por la definición y la evolución del yo hablante a lo largo del libro. Es esta una técnica exitosa que Neruda va a poner en práctica una y otra vez a lo largo de sus distintos proyectos poéticos que cubren los variados ciclos en que se ha divido su trayectoria poética.
Es significativo que Pablo Neruda vaya diseñando y construyendo un sujeto poético diferente en cada libro, muchas veces en poemas en los que se marca el carácter autorreferencial con el uso de la primera persona, otras veces mediante la ficcionalización del sujeto. Podemos pensar que una experiencia biográfica traumática de soledad, como es la de Neruda durante su estancia como cónsul en Oriente, daría lugar directamente a los poemas de Residencia en la tierra (1933), sin embargo también en ese libro asistimos a la compleja construcción del sujeto poético y a su evolución conscientemente ordenada por el poeta, pleno ya en el dominio no solo del lenguaje y la expresión sino en el diseño de sus sujetos.
Varios de los poemas de Residencia en la tierra fueron escritos antes de esa experiencia en Oriente que Neruda fue elaborando en el libro con plena conciencia en las diferentes ediciones y series del mismo, extendiendo el hallazgo del sujeto residenciario hasta cerrar el ciclo con la Tercera residencia (1947), donde ya poco queda de ese primer viajero agobiado por la soledad y la existencia y empieza a vislumbrarse el hombre solidario y defensor de las causas justas que luego tomará la voz principal en sus poemas.
Pablo Neruda va concibiendo su obra como una sucesión de proyectos que desarrolla de forma coherente y que, además de aportar temas y formas de expresión más o menos definidas y cambiantes, se estructuran a través de la elaboración de diferentes sujetos hablantes. Es muy significativo que pese a adoptar un tono épico y a veces mesiánico en Canto general (1950), considere necesario justamente cerrar el libro con una última parte dominada por la definición del sujeto y titulada precisamente: «Yo soy».
En ella relee su trayectoria vital de forma teleológica, episodio a episodio, haciendo testamento vital y poético y poniendo como cúspide a un sujeto nuevo, el del nuevo hombre que olvida sus preocupaciones burguesas —su conflicto con el padre, por poner un ejemplo, asumido en positivo ahora como obrero ferroviario— en el que el sujeto se ha convertido en un engranaje al servicio de la Revolución y del Partido, a quien dedica los últimos versos del libro para exponer que su yo se continúa en un sujeto plural e histórico que supera los límites estrechos del individuo.
Esta lectura teleológica diseña un nuevo sujeto y usa la primera persona del singular no para una expresión lírica individual que podría parecer una mera reproducción del vate romántico o de la poesía de Walt Whitman, sino para dar coherencia al nuevo tono épico militante.
La brillante elaboración de este nuevo sujeto, hecha en plena expansión de las doctrinas sobre el realismo socialista, hace difícil explicar que de pronto nos encontremos en el paso siguiente de su producción, Los versos del capitán (1952), ante un libro de exaltación amorosa protagonizado por un yo tradicional totalmente dedicado a la celebración erótica. Pablo Neruda resuelve la posible contradicción creando una ficción de anonimato, que es llevada a la práctica mediante la carta-prólogo que abre el libro, atribuida a Rosario de la Cerda.
Incluso desde esa ficción de anonimia, que es un juego real ya que se hizo una edición anónima, limitada y privada del libro, se intenta respetar el sujeto histórico ya creado. La historia de amor surge de un episodio de la guerra de España, el Capitán, el supuesto autor de estos poemas, es un veterano combatiente miembro «del partido de Pasionaria» que lejos de venir derrotado «estaba lleno de ilusiones y de esperanzas para su pequeño y lejano país, en Centroamérica».
En la carta-prólogo añade, como para justificar la desbordada pasión erótica del mismo, que esta pasión «era la misma que ponía en sus combates, en sus luchas contra las injusticias. Le dolía el sufrimiento y la miseria, no sólo de su pueblo, sino de todos los pueblos, todas las luchas por combatirlas eran suyas y se entregaba entero, con toda su pasión». Neruda mantiene así en el insólito escenario de un cancionero amoroso la imagen del combatiente internacional que lucha apasionadamente en todos los frentes y da una insospechada y nueva dimensión a la expresión de un erotismo militante, incluso con excesos que el puritanismo comunista seguramente no aceptaría.
Se reproduce de una forma sutil el viejo modelo renacentista del poeta-soldado, construyendo un idilio sin descuidar los nuevos fines políticos, lo que permite desplegar de una forma coherente el «amor del soldado» y compatibilizar ambos tonos, el lírico y el activista, en sus libros sucesivos. Si Veinte poemas de amor planteaba una inédita mirada sobre la pasión amorosa, Los versos del capitán dará la pauta para una forma nueva de la expresión amorosa por parte del hombre nuevo.
Tal vez el ejercicio más explícito de construcción del sujeto poético es el que inicia en las Odas elementales (1954), justamente desde el poema inicial del libro. El poeta-soldado no deja de ser un recurso que reproduce muchos de los estereotipos del sujeto burgués, el nuevo hombre proclamado con la llegada de la Revolución tenía obligatoriamente que instaurar un nuevo sujeto y eso es lo que Neruda pretende con la aparición del hombre invisible al comienzo de sus odas.
El hombre invisible critica y se burla de la poética tradicional y de su principal institución, la propensión de los viejos poetas al yo, a la centralización del mundo desde su ombligo, a la perpetuación del sujeto burgués. Frente a esto intenta instaurar un nuevo sujeto revolucionario caracterizado por la invisibilidad, por la conversión del poeta en un hombre sin atributos personales, que sirva sólo a los fines sociales, a la vez que renueve absolutamente el listado de tópicos de la literatura, dando paso en ella a la vida real y a los objetos corrientes.
Su palabra es el «canto del hombre invisible que canta con todos los hombres». Emulando la destrucción de los temas tradicionales, también va a destruir las formas adoptando una actitud antipoética, con su burla de la retórica y dando acceso a los aspectos más variados y paradójicos de la realidad cotidiana. Pablo Neruda inicia este proyecto como una colaboración periódica en la prensa y se viste el mono de poeta para ejercer un trabajo diario, acentuando el carácter utilitario y de taller de la poesía, lejos de toda inspiración sagrada.
Para la publicación de las odas en diferentes libros se va a seguir una ordenación meramente alfabética que también enfatiza el carácter utilitario de la poesía, ajeno a cualquier interés personal. Las odas de Neruda recuerdan al fotógrafo que quiere dar testimonio del mundo que ve a través de su cámara, sacando instantáneas de todo lo que tiene delante.
Por supuesto que se trata también de una ficción, de un experimento que renueva efectivamente el catálogo de objetos poéticos pero que no es capaz de transformar del todo el domino del sujeto lírico tradicional en la poesía. Como en la fotografía, la objetividad es imposible: siempre hay un punto de vista, la invisibilidad es una utopía teórica, y en muchas de las odas el poeta traiciona esa teoría instaurando de nuevo un sujeto tradicional. Sin embargo, el nuevo marco diseñado nos permite ver la poesía desde una nueva perspectiva, mostrando la eficacia de sus planteamientos.
La disputa entre un sujeto individual y un sujeto social se pone de manifiesto en uno de los libros más extraordinarios que el Neruda adulto escribió, Estravagario (1958), donde parece romper todo el trabajo hecho previamente en la construcción de sujetos poéticos. Está concebido como una liberación, como una especie de excursión delirante, aunque sea momentánea, de las obligaciones que exigen su compromiso social asumido, como quien se quita la corbata después del mitin.
El hombre Pablo Neruda ha tenido que sufrir intensamente una serie de tensiones personales y políticas muy profundas para darse ese respiro. La difusión de los crímenes del estalinismo por parte de las autoridades soviéticas, la difícil asunción de su parte de responsabilidad en esas atrocidades que tuvieron que hacer todos los comunistas, las reacciones adversas y las dificultades para llevar adelante su nueva relación amorosa con Matilde y la ruptura con Delia, le hacen necesario buscar algo de aire nuevo.
Todo ello lleva a su poesía a definir un nuevo sujeto alocado y sorprendente que juega con el lenguaje y plantea la posibilidad nueva de la fragmentación de la vida, de que puedan convivir varios sujetos a la vez de forma contradictoria. Insiste repetidas veces en que se trata de una situación momentánea, pero se adivina que la quiebra del sujeto es mucho más profunda y va a afectar en lo sucesivo a toda su producción.
Críticos como Hernán Loyola con razón han hablado de la aparición de un sujeto posmoderno que se evidencia en este libro y ya no va a desaparecer en su poesía. Con un lenguaje que intenta ser elusivo y juguetón, aunque resulta muy transparente, Neruda parece abdicar de algunos de sus ideales, pero no de sus ideas, y se dispone a entrar en otros dominios personales a los que cree tener derecho por encima de las imposiciones y deberes de la militancia y la máquina social. El lenguaje sufre inevitablemente ese proceso de rupturas y aparecen las viejas formas de la vanguardia, en las se adivina la presencia de los versos siempre inquietantes de su viejo camarada César Vallejo y también la apertura a las jóvenes propuestas antipoéticas de Nicanor Parra. Entre la infinidad de rupturas que plantea Estravagario encontramos al final el poema «Testamento de otoño», en que llega a parodiar en el nuevo lenguaje el solemne testamento final del Canto general.
La dispersión del sujeto que asume Neruda en Estravagario, aunque se presente como un efecto momentáneo, va a desencadenar que a partir de entonces aparezcan a la vez varios proyectos poéticos que darán lugar en los últimos años de la trayectoria del poeta numerosos libros de muy diferente planteamiento. La antigua unidad del sujeto instaurada parece casi desintegrarse en esta etapa final.
Por un lado, mantendrá la línea amorosa, proclamando ya abiertamente su amor por Matilde; por otro, desarrollará también una línea de poesía social y política, cierto que con una actitud menos eufórica y menos utopista, que parece romper el triunfo de la revolución cubana celebrado con su Cantar de gesta (1960). En realidad se trata de un espejismo que no tarda en desaparecer en posteriores ediciones del libro, donde se hace eco de sus disputas con los cubanos. También, por otro lado, seguirá exhibiendo sus dotes fotográficas en varias series nuevas de odas que repiten el gesto elemental, aunque en muchas de ellas el hombre invisible casi haya desaparecido o se mezcle con otros sujetos.
De todas las propuestas de Neruda, la que más caracteriza su última poesía es la llamada autobiográfica, esto es, la recuperación de momentos del pasado y la reinterpretación de muchos de ellos desde el presente. En cierta manera, asumir de nuevo un yo biográfico realista no es sino el intento de recuperar un sujeto que de alguna manera se encontraba perdido entre tantos proyectos poéticos diversos. No se trata de un sujeto nuevo como artefacto construido, aunque inevitablemente lo sea, sino la expresión de un supuesto sujeto real que revisa minuciosamente el pasado e intenta revivir experiencias del tiempo ya imposibles de rescatar por otro medio que no sea la palabra poética.
Es la actitud que se veía ya en poemas de Estravagario como «Regreso a una ciudad» o «¿Dónde estará la Guillermina?», y que estará sistemáticamente presente en su poesía desde Navegaciones y regresos (1959), ligado aquí a la poesía elemental, y en otros libros entre los que hay que destacar el Memorial de Isla Negra (1964), donde desarrolla en verso otro de sus proyectos de escritura, la redacción de Confieso que he vivido (1974), un libro de memorias que tuvo que publicar póstumamente Matilde Urrutia.
Este sujeto autobiográfico contamina casi todas las líneas poéticas que cultiva y no se aleja mucho de ese sujeto lírico tradicional que se quiso evitar en épocas anteriores. Pablo Neruda se convirtió en su madurez en un personaje inevitable, tocado por la fama y que, asumiendo sus deberes ciudadanos y poniéndose a disposición del partido como candidato, logró llevar a cabo muchos de sus caprichos personales, como la construcción de sus casas y la formación de sus colecciones, en una actitud que muchas veces fue criticada.
Los últimos libros de Neruda, especialmente los publicados tras su muerte, son los menos conocidos, quizá debido a la dificultad crítica de asumir y dar orden al caos y a la dispersión de propuestas a veces contradictorias que nos hacen. En ninguno de ellos está en cuestión su calidad literaria y la potencia expresiva habitual a la que Neruda nos tiene acostumbrados desde sus inicios, pero algo en ellos resulta perturbador. Tal vez Pablo Neruda también esté cansado de ser Pablo Neruda, su gran invención de juventud, desde la que ha logrado llevar a cabo una obra poética que resulta a todas luces descomunal y gigantesca, casi imposible de asumir para un solo hombre.
Neruda tal vez echara de menos a veces su viejo nombre Neftalí y su apellido Reyes, su verdadero origen, sea vegetal o mineral, sin esas fantasías telúricas tan abundantes en su poesía. En un poema de uno de esos los libros de Neruda, El mar y las campanas (1973), encontramos estos versos llenos de nostalgia por un sujeto perdido para siempre: «Yo me llamaba Reyes, Catrileo, Arellano, / Rodríguez, he olvidado mis nombres verdaderos».
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Tomado de Centro Virtual Cervantes.
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