En su aniversario 195
El abogado habanero Nicolás Azcárate (21 de julio de 1828 – 1ro de julio de 1894), con bufete en la calle Mercaderes, cerca del mar, donde se conocieron José Martí y Juan Gualberto Gómez, no alcanzó su celebridad —o al menos la trascendencia que lo hace llegar como figura de relevancia intelectual hasta nuestros días— por el ejercicio de la abogacía ni por sus dotes tribunicias, sino por su labor como animador de la cultura y esteta para quien «el mundo (…) era belleza e idea, y pensamiento más que hecho, por lo que de las libertades entendía mejor lo escrito que lo que se vive, y en el arte era amigo de lo que debe ser, y hostil a cuanto no fuese de belleza pura, que para él era lo único verdadero».(1)

En 1861, a la edad de 33 años, fundó el Liceo de Guanabacoa, de cuya sección de Literatura se encargó. Las sesiones en el Liceo terminaron por no agradar a las autoridades coloniales y entonces don Nicolás las mudó para su domicilio propio. A aquellas tertulias que devinieron conocidas como las Noches literarias en casa de Nicolás Azcárate (antologadas con ese nombre) concurrieron sus invitados, entre los que citaremos a Juan Clemente Zenea, Luisa Pérez de Zambrana y Enrique Piñeyro.
«Gozaba de prestigio como jurisconsulto y orador académico», asegura Max Henríquez Ureña y no es de cuestionar que así fuera en un hombre que esmeró el cultivo de su intelecto y manejó la palabra —oral y escrita— con la fruición de un artesano. Colaboró en las publicaciones habaneras y viajó por España, donde fundó el periódico El Siglo XIX.
Estuvo de vuelta en 1875, aunque no era ya persona del todo grata al gobernador de la Isla y marchó hacia México, de donde solo regresó en 1878, para figurar entre los fundadores del Liceo de La Habana y ocupar su presidencia. Al morir, publicó José Martí en Patria del 14 de julio de 1894, un extenso comentario revelador de la lucha interior que debió enfrentar Azcárate con su conciencia: «Lágrimas ásperas —escribió el héroe cubano— lloró Azcárate en vida, muy a solas, y quien las vio correr, y sabe que su pasión por la libertad nunca fue menos que la que tuvo por las pompas del mundo, ni encubrirá con falsía inútil las deficiencias del cubano indeciso ni le negará la rosa de oro que la patria debe poner sobre su sepultura».
Sin apenas dejar huella escrita (solo publicó el volumen Votos de un cubano, impreso en Madrid, 1869), el de Azcárate es un apellido que se recuerda en las crónicas habaneras. Se trató además de un abogado prestigioso y de un orador notable que gustó de la polémica y siempre fue escuchado por la corrección de su forma y la solidez de sus argumentaciones, fueran o no compartidas por el auditorio.
De su ideología escribió José Morales Lemus que se distinguió «por sus opiniones liberales pero enteramente leales a España, así como por su elocuencia llena de fuego». Es decir, Azcárate no pasó de ser un reformista convencido de que con ello servía a su patria y a España al mismo tiempo, una dualidad que en tales momentos no era fácil de explicar ante la situación colonial que se vivía en Cuba. Sin embargo, con el tiempo fue revelando una profunda desilusión política.
Los cubanos más importantes de su época, tanto en el plano político como intelectual, distinguieron entre sus afectos a don Nicolás. También los que le sucedieron, que reconocieron en él los méritos del jurista y los del hombre de letras que vivió siempre pendiente de los asuntos de su patria.
Notas
(1) José Martí, en Obras Completas, tomo 4, 1965, p. 475.
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