Muchas veces he oído decir, de la manera más categórica, que Nicolás Guillén no sentó escuela, o mejor, no dejó discípulos. Aun los que le prodigan los mayores elogios piensan que su poesía novedosa, experimental y supuestamente irrepetible, se cierra en el círculo de su propia matriz. Ya Guillermo Rodríguez Rivera se ocupó, en agudo juicio, de definir bien el alcance general que tuvo la poesía de Nicolás para mi generación. No voy a repetir aquí lo que ya él planteó en reciente coloquio sobre la literatura cubana. Su ponencia, aunque en extremo sucinta, esboza los caracteres básicos que imprime Guillén a la joven poesía cubana. Guillermo, en este acto de justicia, puso el nombre de nuestra generación —la que empieza a publicar en los años 60— en un lugar muy digno.
Que los signos poéticos de Guillén, sus giros lingüísticos, su humor cáustico, su coloquialismo y esa acendrada vocación cubana, están en la poesía joven de Cuba, no puede sorprender a nadie. Y que en gran medida la aparición de estos rasgos se deba al influjo de la poesía guilleniana y a su impronta colosal, nadie debería dudarlo.
Si en 1966 no firmé el manifiesto de El Caimán Barbudo —un aquí estamos que llevaba la carga generatriz de un grupo que quería hacerse escuchar— fue porque sabía que no inaugurábamos nada, que solo fijábamos caracteres que ya habían aparecido en la poesía cubana, bien de una forma explícita o insinuada. Desbrozábamos alguna yerba seca del monte, pero, en impulso inicial y vehemente, solo descubríamos el Mediterráneo.
Creo que mi generación contribuyó a forjar una poesía más comunicativa, menos intelectualizada, desprovista, pues, del ropaje de un tiempo viejo, desaliñada, a veces, y otras sencillamente directa como una bala. Esa dirección, esa fuerza, se la dio a nuestra poesía la Revolución Cubana, el lenguaje que ella inauguró en el estilo de Fidel y el rescate de una sintaxis popular, de un habla cotidiana y, valga decir, poética. Detrás de esta formidable realidad, están las voces de algunos poetas que significaron mucho a esta primera promoción de la poesía cubana de la Revolución. Pienso en tres ejemplos tutelares: Nicolás Guillén, Pablo Neruda y César Vallejo. Que unos se inclinaran también a la poesía de un William Carlos Williams o un Nazim Hikmet, o más acá, de un Lezama Lima, un José Zacarías Tallet o un Rolando Escardó, no resta valor a lo que digo.
Recibí la influencia de la poesía de Nicolás Guillén de una manera íntima y singular. Aquellos versos resonaban en mi juventud como una cascada, como una revelación, y a veces como un susto. Y no me refiero a ese aliento magnífico del hombre que se siente en sus páginas. Como tampoco al verso político o circunstancial. Esa ráfaga de luz, que como un relámpago estampó un corte definitivo en la poesía social de la república. Yo voy a la forma. Concretamente a la factura de esa poesía, a sus ritmos internos, a su estructura del tiempo en compases de armonía perfecta. A la lección que nos dio aportando fonemas y onomatopeyas de profunda resonancia que le dieron un ritmo más genuino a la poesía de nuestra tierra. El ritmo del tambor y la jitanjáfora donde reinaban el címbalo y los endecasílabos convencionales.
El oído que Nicolás nos prestó para la ejecución de nuestro trabajo había sido heredado por él de la tradición popular cubana —yorubá o campesina— y su afinación le dieron el arco musical cubano que traza la sensibilidad de nuestro pueblo y el vuelo del zunzún. Creo que mis poemas de La piedra fina y el pavorreal le deben mucho a su poesía; así como mis orikis y mis fábulas de Akeké y la jutía.
Creo, honestamente, que la Biografía de un cimarrón se alimentó de tres corrientes nutricias: la que inició Fernando Ortiz, con sus aportes etnográficos, la del mexicano Ricardo Pozas con su método de investigación y la de Nicolás Guillén con su voz sonora e inmanente que traía húmeda de los bosques la sabiduría del taita.
No quisiera destruir el Partenón hoy para levantarlo mañana. Por ello no quiero insistir en este tema. La poesía, ya se sabe, no se puede diseccionar; es un cuerpo vivo y cambiante y sus formas pueden adaptarse circunstancialmente a los moldes más caprichosos, según se la lea y se la utilice. He ahí el trabajo de la crítica.
Solo he querido dejar constancia de un hecho irreversible y tácito: Nicolás Guillén ha sido para mí un modelo de poeta y una lección de integridad revolucionaria. Hace veintidós años que le conozco y catorce que laboro en la organización que él preside. Nunca su despacho ha estado vedado para mí. Como a todos los escritores y amigos, Nicolás nos recibe siempre con un saludo cariñoso, con una sorpresa que va desde un refinado obsequio intelectual, hasta el más insignificante juguete mecánico.
Como el mago que saca de su sombrero de copa la pieza insospechada, el poeta siente predilección por este juego de birlibirloque cotidiano que guarda para sus amigos. La fiesta sana que es para él esta andanza frecuente por el mundo de la infancia —los poetas somos niños grandes, escribió Federico García Lorca—, muestra que a sus ochenta años no ha perdido ese impulso lúdico tan inherente a la creación. Quizás porque fue tipógrafo cuando muy joven, adolescente casi, siente esa fascinación por los objetos manuales, por hallarles su sentido y su forma.
Nicolás disfruta lo mismo con un incunable del siglo dieciséis que con un rompecabezas corriente pero evocador. Sugiero a quienes no lo conozcan personalmente y tengan que hacerle un regalo se decidan por un artefacto cualquiera —avión o trompo mecánico—, él lo agradecerá más que un fino frasco de colonia. En ocasiones he escrito que para mí ha sido un privilegio mayor trabajar junto a él durante años. Un privilegio que ha comportado estímulos jubilosos de vida y confianza en el hombre. De su poesía podría hablar más. ¿Pero dónde termina su poesía y comienza su persona? Imposible fijarlo.
Su poesía está imbricada de un modo orgánico a su persona. Una poesía que por encima de todos sus logros formales —métricos y rítmicos— es sangre de su vida y sangre de la vida de tantos. De ahí que deje una atmósfera de aroma silvestre y un rumor de mar en tormenta. Nicolás Guillén ha sabido decantar como pocos los elementos condicionantes de la idiosincrasia nacional. La sabiduría ancestral y hagiográfica y el aliento cultista han sido a esta poesía un vuelo de autenticidad que eterniza el alma popular y que, como escribiera Fernando Ortiz, «traduce perfectamente el espíritu, el ritmo, la picaresca y la sensualidad de las producciones anónimas. Pronto esos versos pasarán al repertorio popular y se olvidará quizás quién sea su autor». Y acaso este sea el mérito mayor de su obra. Y es que su poesía se ha apoderado del alma del pueblo, porque de ella ha nacido. Gracias, Nicolás, por haber traído ese sol enérgico a las venas de la poesía americana.
***
Tomado de: Unión, mayo-julio, 1982.
Incluido en el libro Nuevos autógrafos cubanos, de Miguel Barnet, publicado por Ediciones Cubanas en 2019.
Visitas: 38