¿Puede decirse que un escritor encarna el alma de un pueblo? ¿Existe una identidad colectiva que a veces se expresa mediante la literatura de un autor? Otto Rank sostenía que el artista se inventa a sí mismo a partir de experiencias críticas, pero nunca alcanzará la madurez creativa si no logra transformar sus conflictos en una síntesis de los rasgos más significativos de su cultura. Si no trasciende su condición de individuo, su obra pierde resonancia y altura. Sólo cuando otros se reconocen en sus creaciones, adquiere esa condición de símbolo de un tiempo y de un estilo de vida que es el sello de los clásicos.
Nikolái Vasílievich Gógol es un clásico indiscutible, que empezó a escribir bajo el signo de una dolorosa inadaptación, fantaseó con la reforma moral de su época y buscó la paz interior en un trágico e incomprendido silencio. Su «manía religiosa» puede interpretarse como un desarreglo neurótico, pero también es la expresión de una derrota. Todo indica que arroja al fuego la segunda parte de Almas muertas (1842) cuando descubre que es imposible cambiar el rumbo de la historia mediante la creación literaria. La literatura refleja lo real, pero su aportación es anecdótica en el capítulo de las grandes transformaciones. El fuego es el mejor destino de una ensoñación fallida, salvo que se considere preferible exponer a la luz pública los pecios de un naufragio.
Gógol es tal vez la versión más exasperada del alma rusa primitiva, reacia a la modernidad, hondamente religiosa y fuertemente enraizada en la tierra. Gógol no se convirtió en un reaccionario con los años. En realidad, siempre contempló con desdén el progreso, el proceso de secularización y el desarraigo. Su visión del mundo es indisociable de sus orígenes familiares. Nace en 1809 en Soróchinsti (Ucrania). Su madre desciende de pequeños terratenientes polacos y alberga profundas creencias religiosas. Su padre es un hombre notable, que escribe obras de teatro, y con antepasados cosacos. No son detalles pintorescos, sino un legado vivo que influye decisivamente en Nikolái, alimentando desde muy temprano una sincera aversión hacia los pequeños horizontes de las grandes urbes, la mediocridad moral de la vida burguesa y el desapego a los valores tradicionales. Nikolái fue un joven soñador e introvertido, fascinado por la literatura y el teatro. Interpretó algunos papeles dramáticos, demostrando talento para la comedia. Cuando se trasladó a San Petersburgo, publicó con dinero de su bolsillo el poema «Hans Küchelgarten». La obra pasó inadvertida. Desalentado, buscó un empleo y consiguió una plaza como funcionario. La rutina burocrática sólo le inspira tristeza y hastío. Las miserables intrigas que presencia acentúan su pesimismo sobre la condición humana. En sus ratos libres, continúa escribiendo. En 1831 llega el éxito con la primera entrega de las Veladas en el caserío cerca de Dikanka. Se trata de un conjunto de relatos inspirados en el folclore y las leyendas de la Ucrania rural. Se convierte en un autor famoso y aclamado, que goza del aprecio de Aleksandr Pushkin, por entonces príncipe y pionero de la moderna literatura rusa. Un año después, aparece la segunda entrega de las Veladas, corroborando su maestría como narrador. Los cuentos que le proporcionan prosperidad y fama son un homenaje a su niñez. Aunque hay romances turbulentos, ardides trufados de mentiras y viejos enconos, la Ucrania campesina se caracteriza por la inmediatez, la serenidad y la armonía. No es el paraíso, pues el ser humano no puede librarse del estigma del pecado original, pero sí un espacio mágico y entrañable.
«La víspera de Iván Kupala» describe elocuentemente ese escenario. Durante la víspera de la noche de San Juan, un joven campesino está contemplado embriagado un helecho floreciente cuando aparece una bruja y le promete riquezas y amor. El precio será derramar la sangre inocente y condenar su alma. El joven titubea, pero al final acepta. Su dicha será efímera. En una nueva víspera de San Juan, la bruja se cobrará el precio acordado en una escena terrorífica. Es una historia trágica, pero con el encanto de los cuentos de la infancia. «Una noche de mayo o la ahogada» y «La misiva perdida» reproducen un clima similar, mezclando ingenuidad, belleza y espanto. En estas piezas ya se aprecia la maestría narrativa de Gógol, con un estilo minucioso, lírico, que acumula detalles hasta crear una atmósfera propicia a que surja lo insólito, irracional e inesperado. Puede parecer una licencia inaceptable, pero se podría hablar de «realismo mágico». Eso sí, con la inteligencia necesaria para no naufragar en hueros y blandos sentimentalismos. Gógol introduce términos ucranianos que acentúan la autenticidad de lo narrado. Con el talento de un sagaz director orquestal, mezcla neologismos, hipérboles y repeticiones, consiguiendo un poderoso e hipnotizador ritmo.
La segunda entrega de las Veladas mantiene el mismo tono, hilando cuentos que combinan fantasía, tradición y pequeños dramas humanos. En «La noche antes de Navidad», un grupo de jóvenes canta villancicos e intercambia regalos mientras las brujas vuelan por el cielo con sus escobas. Su intención es vaciar el firmamento de estrellas. Un demonio esconde la luna en su abrigo para acabar con el último vestigio de claridad. El mal se asocia con la oscuridad, pues sabe que es el caldo de cultivo de las peores obras. En ese sombrío teatro, la historia de amor entre un herrero y pintor de iconos y una hermosa y presumida muchacha resplandece como una piedra preciosa en una gruta sumida en las sombras. En «Una terrible venganza», Gógol introduce la figura del Anticristo. Aparentemente, es un brujo encadenado en un humilde sótano. Su apariencia de derrota no impide que siembre y propague el mal. De nuevo, el mal palpita en la oscuridad, silencioso y tenaz. Gógol podía haber presentado al Anticristo al frente de una poderosa horda, pero deliberadamente evita una coreografía grandilocuente, pues estima que el mal infecta todo de modo casi inadvertido, confundido con la vida cotidiana. En «Iván Fiódorovich Sphonka y su tía», el escritor juega con la idea del manuscrito parcialmente destruido por el fuego, pero que sobrevive en la memoria de unos pocos, con la nitidez de una alucinación colectiva. La Ucrania rural siempre está impregnada de misterio y hechos extraordinarios que cuestionan el imperio de la razón: no está claro dónde acaba lo real y dónde comienzan los sueños. En «El rincón encantado», Gógol ironiza sobre el papel de narrador, cuya existencia consiste en contar historias, desafiando al tedio y los estereotipos. En cierta manera, el narrador es un demonio que enreda y confunde, escondiéndose detrás de un aquelarre de palabras danzantes. Gógol atribuye los relatos de las Veladas al apicultor Rudy Panko. Rudy significa «pelirrojo». No es un color elegido al azar, sino el color del diablo, lo cual viene a decir que el oficio de narrar se parece al arte de urdir embrujos.
No es posible leer las Veladas sin advertir la exaltación mística de la naturaleza. Bosque o estepa, el paisaje contrasta con la imperfección humana. Frente a la suciedad y el desorden de las ciudades, los ríos, los árboles y las llanuras componen una luminosa sinfonía:
¡Qué embriagador, qué esplendido es un día de verano en la Pequeña Rusia! ¡Qué penosamente calurosas son esas horas en que el mediodía brilla en el silencio y en el bochorno y el inmensurable océano azul, inclinado sobre la tierra como una cúpula voluptuosa, parece haberse quedado dormido, hundido en placeres, abrazando y estrechando a la bella entre sus brazos de aire!»
El delicado encanto del paisaje parece un anticipo del paraíso, que refuta la petulancia del saber científico, incapaz de apreciar el sentido trascendente de la belleza:
¡Qué tardes! ¡Qué fresco y libre era el aire! ¡Qué vivo parecía todo en aquellos momentos! La estepa que relucía azulada y rojiza con los brillos de las flores; codornices, avutardas, gaviotas, saltamontes, miles de insectos, y de ellos los silbidos, zumbidos, gorjeos, lamentos, y de pronto un coro armonioso ¡que no está en silencio ni por un momento! Y el sol que baja y desaparece».
En 1835, Gógol publica casi simultáneamente Mirgorod y Arabescos, dos recopilaciones de cuentos con un tono más sombrío. Mirgorod –que se divide en dos partes– se presenta como una continuación de las Veladas. Ambientados de nuevo en Ucrania, los relatos se desplazan hacia lo histórico, pero sin eliminar lo fantástico y sobrenatural. La estepa sigue representando su papel de espacio privilegiado para la purificación del alma. En «Terratenientes del Viejo Mundo», Gógol manifiesta una vez más su aprecio por el mundo rural. Los ancianos propietarios mantienen un vínculo muy estrecho con la tierra, a la que llaman «Madre». Siembran y cosechan, pero con la ternura de un niño que dormita, mientras se alimenta del seno materno. La hermosa historia de amor entre una pareja de ancianos contrasta con el ritmo vertiginoso de las ciudades, donde cualquier afecto es efímero.
«Taras Bulba» no es un cuento, sino una célebre novela corta que recrea el mundo de los cosacos. Tras estudiar en un seminario, Ostap y Andrí regresan al hogar paterno. Taras contempla con orgullo a sus vástagos, altos, hermosos y corpulentos. No quiere que su juventud se malogre por culpa de una vida cómoda y ociosa. Por eso, viaja con ellos hasta Zaporozhie, con la intención de instruirles como soldados. Un joven cosaco no es un verdadero hombre hasta que mata a un turco o un tártaro. Los musulmanes son sus enemigos naturales y su obligación es exterminarlos. Los católicos polacos y los judíos no son menos despreciables, pero puede convivirse con ellos hasta que las circunstancias aconsejen colgarlos de una cuerda y dejar que sus cuerpos se pudran a la intemperie. Antes de partir, Taras pide a su esposa que bendiga a sus hijos, pues «la oración de una madre salva tanto sobre las aguas como sobre la tierra». Ostap destacará enseguida como un valiente guerrero, feroz e implacable. Su frialdad y capacidad de mando auguran una brillante carrera militar, pero será capturado por los polacos y ejecutado en la rueda. Corre el siglo XV y no hay piedad con el adversario. Ostap aguanta estoicamente el martirio pero, cuando se acerca el fin, llama a su padre para no perder el valor: «¡Padre! ¿Dónde estás? ¿Me oyes?» En realidad, no esperaba respuesta. Sólo libera un lamento que brota de lo más profundo de su alma. No sabe que Taras está escondido entre la multitud, experimentando a la vez dolor y orgullo. Cuando escucha su exclamación, se estremece, al igual que los testigos de la ejecución, cuyo odio a los cosacos no ha logrado destruir su admiración por la entereza de Ostap en el patíbulo.
En «Taras Bulba», Gógol continúa cantando a la estepa:
Al atardecer la estepa se transformó por completo. Todo su espacio de vivos colores se vio tenuemente iluminado por la última claridad del sol y poco a poco se fue oscureciendo, hasta que las sombras adquirieron una tonalidad verde oscura; la neblina se hizo más espesa, cada florecilla, cada brizna de hierba destilaba ámbar, y toda la estepa exhalaba un suave perfume.
De noche, el espectáculo no es menos deslumbrante:
Las estrellas les miraban desde el cielo nocturno. Podían oír todo un mundo de insectos que poblaban la hierba, todos sus cantos, silbidos y chirridos, todo ello resonaba en medio de la noche, se filtraba en el aire fresco y arrullaba con un rumor sordo. Si alguno de ellos se levantaba durante un momento, la estepa aparecía ante él toda sembrada de brillantes luciérnagas».
La segunda parte de Mirgorod contiene dos narraciones: «El Vií» y «Relato sobre la disputa de Iván Ivánovich con Iván Nikíforovich». Según Gógol, el Vií es un demonio del folclore ucraniano precristiano, pero los cuentos tradicionales de Europa Oriental no avalan esta explicación. En realidad, el escritor se inspiró en las doctrinas de Juan Casiano para urdir una figura diabólica que encarna los males de la concupiscencia. El protagonista del relato sufrirá las consecuencias de la pasión sexual. Casiano consideraba que la gula y la fornicación eran el origen del resto de los pecados. Por eso aconsejaba aplacar sus exigencias mediante ejercicios ascéticos orientados a consolidar la frugalidad y la castidad. Gógol, que simpatiza con estas enseñanzas, da un nuevo paso hacia su propia demolición, asumiendo que la virtud es renuncia, privación, ausencia de deseo y mortificación.
«Relato sobre la disputa de Iván Ivánovich con Iván Nikíforovich» es una mofa de las pasiones humanas. Dos viejos y entrañables amigos se convierten en enemigos por una fruslería, enredándose en juicios absurdos. Su estupidez recuerda a Bouvard y Pécuchet, pero sin el rayo de lucidez que redimirá a los personajes de Flaubert de su existencia inútil y ridícula. La posteridad cambió el título original de Arabescos por el de Historias de San Petersburgo. Los relatos que componen este ciclo incluyen verdaderas obras maestras, como «La avenida Nevski», «La nariz», «El capote» o «Diario de un loco». Lejos del lenguaje poético y sensual con que Gógol recrea la estepa, San Petersburgo comparece como una ciudad pálida, húmeda, monótona y sucia, con un cielo tan oscuro que apenas se distingue el día de la noche. Sin embargo, el tráfico de gente y la luz de escaparates y farolas pueden causar una ficticia impresión de esplendor:
Nada más fascinante que la Avenida Nevski, al menos en San Petersburgo; lo es todo para la ciudad. ¡Qué no deslumbra en esta calle, la avenida más bella de nuestra capital!
El joven Piskariov pasea por la avenida durante tres días, observando sus cambios. Por la mañana, prevalecen los trabajadores y mendigos. Al mediodía, aparecen los niños y los viejos. Hacia las dos, hombres y mujeres desfilan con vanidad, exhibiendo sus mejores galas. A las cuatro, reina la oscuridad y, a las nueve, sólo quedan mujeres maquilladas que atraen a jóvenes y ancianos. El olor a pan caliente de la primera hora de la mañana se transforma en penumbra moral:
Todo rezuma engaño. Miente de continuo la Avenida Nevski, pero sobre todo cuando la noche se cierne sobre ella como una masa espesa y hace resaltar las paredes blancas y pálidas de las casas, cuando toda la ciudad se convierte en trueno y relámpago, miríadas de carruajes llenan las calzadas, los postillones gritan y saltan sobre los caballos, y cuando el diablo mismo enciende los faroles con el único objetivo de mostrarlo todo bajo un aspecto irreal.
«La nariz» profundiza en esa sensación de extrañeza, explotando la ambivalencia que produce cualquier acontecimiento absurdo. El asesor colegiado Kovaliov se levanta una mañana y descubre que ha desaparecido su nariz. Su rostro no exhibe ninguna herida, pero la ausencia del apéndice nasal borra parcialmente su humanidad. Kovaliov se cruza con su nariz, actuando como si fuera un ser con vida propia. Se ha aventurado que este relato prefigura La metamorfosis, de Franz Kafka. Puede ser, pero en el caso de Samsa la inexplicable transformación no expresa el rechazo a la modernidad. Kafka no alberga fantasías regresivas. Sólo muestra la soledad del individuo tras el «eclipse de Dios» y el naufragio en ideologías inhumanas. Gógol, en cambio, estima que la única salvación posible consiste en buscar el Reino de Dios. «El retrato» es una fábula moral sobre el arte, el éxito y la moral. Chartkov, un joven e idealista pintor, compra en una tienda de antigüedades un retrato inacabado, que le cautiva por la intensidad de su mirada, pero cuando llega a su casa descubre que «esos ojos prodigiosos» no son un milagro estético, sino algo diabólico. De hecho, se clavan en él, con la dureza de un difunto que se hubiera levantado de su tumba. Chartkov se convertirá en un acaudalado pintor de moda, pero perderá su alma, doblegado por la ambición mundana.
Se ha atribuido erróneamente a Dostoievski la frase «Todos hemos salido de El capote de Gógol». En realidad, es un comentario de Eugène-Melchior de Vogüé, diplomático francés y hombre de letras, que estudió y popularizó la literatura rusa de su tiempo. La frase apareció publicada en el primer número de la Revue des deux mondes (1885). Al igual que el joven Gógol, Akaki Akákievich es un insignificante funcionario que realiza tareas repetitivas. No se siente desdichado. Se ha adaptado a su apacible rutina, pero cuando surge la necesidad de comprarse un nuevo capote para protegerse del invierno de San Petersburgo, su vida cambia, aparentemente hacia mejor, pero sólo es una ilusión. El capote lo convertirá en un espectro, condenándolo a vagar eternamente por las calles de San Petersburgo, mientras mendiga abrigo. «La calesa» muestra la miseria de los bienes materiales. Por el contrario, «Roma» es un canto a la «ciudad eterna», cuya belleza no parece de este mundo. «Diario de un loco» es una precisa e inspirada recreación de la desintegración mental de Aksenti Ivanov, un mediocre funcionario que pierde progresivamente la razón. Sus últimas notas refiriendo el trato recibido en un manicomio son especialmente conmovedoras: «¡Madre querida, salva a tu pobre hijo! ¡Derrama una lagrimita sobre su cabeza enferma! ¡Mira cómo lo maltratan! ¡Estrecha contra tu pecho a tu pobre huérfano! ¡No hay en este mundo sitio para él!».
[…] Se ha escrito mucho sobre los últimos años de Gógol, que incluyeron una estancia en Roma y un viaje a Tierra Santa. Acusado de tradicionalista, el escritor abandonó la creación literaria y adoptó una vida ascética, incrementando la práctica del ayuno, la oración y la mortificación. Algunos críticos han señalado que su final es tan grotesco como el de algunos de sus personajes, pero yo advierto una profunda coherencia entre sus inicios literarios y su renuncia a escribir, inmolando su vida en medio de atroces sufrimientos físicos. Gógol siempre detestó la vida moderna. San Petersburgo le parecía una especie de Babilonia y nunca dejó de añorar la estepa natal. Su ardiente fe no es una extravagancia, sino la culminación de una mentalidad hondamente religiosa que concibió la literatura como una lucha contra el mal moral y metafísico. En un mundo secularizado, su forma de pensar resulta chocante, pero en su época aún no habían aparecido los heraldos del escepticismo, anunciando con fervor profético «la muerte de Dios». En la actualidad, Ucrania es un país independiente, pero Gógol es un escritor ruso o, más exactamente, el escritor que mejor expresa el alma rusa, con sus raíces místicas, su apego a las planicies infinitas y su sed de absoluto. Tal vez no queda casi nada de eso, pero España se forjó en el mismo yunque y no es un secreto que ambos imperios han participado en las mismas aventuras del espíritu. Dejar atrás ese legado les convirtió en países modernos, pero también les ha despojado de su identidad. La muerte de Gógol quizá fue un gesto de rebeldía contra ese ingrato destino.***
Tomado de Revista de Libros
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