Olor a rosas llega solo a la punta del iceberg y lo hace a grandes saltos, sin buscar la enorme masa textual debajo de las aguas congeladas de la historia. Se conforma precisamente con dejar que el relato utilice puntuales recursos procedentes del melodrama y de cierta visualidad evocadora, para que el juego de la memoria del autor transcurra sin sorpresas. Es por eso, quizás, que el texto está conformado por grandes saltos temporales; saltos en los que los personajes se sintetizan, claman por ayuda, perciben lo sobrenatural y encuentran solución a los conflictos. Cierta tragedia personal y familiar se respira desde la atalaya de la historia, pero sus recursos textuales son manidos, los personajes intentan conseguir la simpatía del lector a través de un tejido simple, de un tejido evocatorio, que no consigue del todo su objetivo.
¿Qué podría ser lo novedoso en una historia como esta, tantas veces contada desde diferentes ángulos y visiones? Es difícil aventurar una respuesta como fórmula porque, en narrativa, los cálculos matemáticos siempre son fallidos. Sin embargo, creo que una mayor profundidad en los personajes —una mayor profundidad que no necesariamente tendría que acudir a lo lacrimógeno del melodrama— hubiera conseguido que la progresión dramática sucediera de forma más orgánica, más natural y coherente. Los largos saltos textuales —y sus fallos a nivel de cohesión narrativa— son una muleta que se nota, costurón en el tejido de una historia que pretende, más que indicar un cambio en el estado de los personajes, aventurar una progresión temporal de utilidad para la trama.
El uso de lo fantástico como elemento textual de cuestionamiento, como bifurcación de las ramas de lo real, tampoco muestra nada novedoso. Transcurre, como otras tantas veces en el cine y la literatura, por el largo camino de lo obvio. No obstante se agradece su presencia, se agradece su aliento porque, de alguna manera, este enrique el texto y otorga, al menos, una imagen gratificante que aparece en el punto cúspide del relato: hablo de la escena del regreso a casa, donde definitivamente lo real es invadido por lo sobrenatural. La evocación de ese punto, si bien continúa obedeciendo al código melodramático, es sin dudas la visualidad más lograda del cuento.
A pesar de los fallos y de ciertos elementos obvios, Olor a rosas aparece como un texto iniciático, donde se explora la materia que divide la realidad de la fantasía, el mundo de los vivos del espacio de los muertos. Ese espacio que, así lo indica la autora, posee aún el valor de la evocación y de la memoria, y la búsqueda necesaria del retorno.
Teresa Regla Medina Rodríguez (La Habana, 1942). Miembro de la UNEAC. Narradora e investigadora, su obra ha sido publicada en revistas, periódicos y numerosas antologías, tales como Grave error (Editorial La Cesta de Palabras, España 2013). Fue primer premio en el concurso esotérico El grito del ahorcado del Club Doyrens con el cuento Olor a rosas (España 2014). Ha publicado: Mi juguete preferido antología (Editorial Gente Nueva 2015) Súperflacas (Ediciones ARTEX 2015), La Maldición de Otelo (Editorial Letras Cubanas 2017), Brindis por Beethoven (Editorial Montecallado 2017), Cena para dos (Editorial Samarcanda, sello Guantanamera, España 2018) y No despierten a las mariposas (Editorial Extramuros 2018).
Olor a rosas
Amparo observó a su hijo en la cuna y comprendió el dolor que sufrido por su madre en el rosario de confusiones que vivieron con la desaparición de la hermana menor. Habían transcurrido muchos años, pero aquellos terribles meses no podría olvidarlos jamás.
De nada resultaron los carteles con los que cubrieron la ciudad, ni las pesquisas de la policía que las traían en un sobresalto de constante vigilia. Pocas noticias mientras transcurría el tiempo, ya no quedaba un rincón donde buscarla. Nadie daba razones.
—No te aflijas mamá, seamos positivas —la animaba—. Verás que aparece.
—Deja de engañarme — suplicaba llorosa—. Presiento que nunca regresará del colegio. Menos mal que el efecto de las pócimas, la dormía. Cada noche iluminaba imágenes, rezaba el rosario, ofrecía novenas, más las insólitas promesas que, por su complejidad, serían imposibles cumplir. Conservaba el plato vacío, la silla desierta de mi hermana porque eran sagrados. Veneraba su foto como si fuera una divinidad.
—¿Cómo se le ocurre preguntarme si tenía enemigos? Tan solo era una niña —manifestaba llorosa a los interrogatorios de los investigadores—. No debía nada a la justicia. Van a volverme loca con sus absurdas y estúpidas conjeturas.
—Si aún vive, cuánto estará sufriendo la pobrecita —lamenté, de inmediato me arrepentí, no debieron escapárseme esas palabras. Sentí la mano de mi madre sobre mis labios y el sabor a sangre en la boca.
—Que sea la última vez que digas eso. Tu hermana está viva y algún día entrará por esa puerta. Ya lo verás.
Dos años de tiempo silencioso me hicieron perder las esperanzas. Pero mi madre comenzó a comportarse de una manera extraña. Servía el plato a mi hermana pidiéndole que lo comiera todo porque había regresado muy delgada. Preparaba su baño, sus uniformes del colegio siempre los mantenía listos. Hablaba con ella como si estuviera de verdad en casa.
Mi tía y yo la llevamos casi a la fuerza al psiquiatra. Nos dijo que estaba padeciendo el síndrome de la ausencia, todas esas reacciones solo estaban en su mente.
Las píldoras la mantenían medio embobecida, en un sopor, apenas podía sostenerse. La situación volteó hacia mí, no lograba estar tranquila en las clases de la Universidad. Me parecía escuchar la voz de mi hermana constantemente:
Amparito, por favor, ve al deshuesadero.
Por supuesto que no hice caso o caería en la misma situación de mi madre.
—Esto no puede estar pasándome —recalcaba constantemente. A pesar de mis temores me parecía verla con su uniforme caminando frente a mí y volteándose por tramos para repetirme lo mismo: que fuera a ese lugar. Se lo conté a mamá.
—¿A cuál? Hay varios en cada esquina de la ciudad —razonó mi madre.—Pregúntale cuando vuelvas a percibir su presencia. ¿A dónde debemos ir? Bien sabes que esas píldoras me impiden la comunicación.
Visitamos todos esos lugares, no encontramos nada. La desilusión dio paso a la duda hasta que una calurosa tarde la policía nos trajo la noticia. Encontraron una fosa colectiva cerca de la carretera que va para…
— ¡Ah! ¡No puede ser! —gritó mi madre interrumpiéndolo.
Entre los cadáveres se encontraba el cuerpo descompuesto de mi hermana.
Después del entierro nos sentimos más aliviadas.
Estábamos sentadas en la sala, descansábamos del trajín diario cuando una ráfaga de aire fresco nos trajo el olor a rosas, el perfume que siempre utilizaba mi hermana; al momento escuchamos que se cerraban de un golpe las mamparas de su cuarto, tal y como lo hacía cuando estaba con prisa. Asustadas corrimos a su habitación.
—Cálmate, mamá, puede ser otra de tus figuraciones.
—Pero tú también la oíste.
Entramos al cuarto y volvimos a sentir el mismo aroma. Un escalofrío nos estremeció. Nos abrazamos sin pronunciar palabra, con la vista fija en la cama vacía donde comenzaron a arremolinase las sábanas mientras el colchón se hundía como si alguien cansado, muy cansado, se hubiera acabado de acostar.
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