No te comas las uñas, por favor. No seas obsceno. Un escritor debe conservar ciertos modales, ciertas normas ecológicas. Observación. Moderación. Siempre hay un ojo que te ve. No te comas las uñas. No digieras tus propios desechos. No acompañes tu plato favorito con los despojos de tus manos, con la repulsión que sientes hacia tu propia persona. Concéntrate. La escritura es también repulsión y sarcasmo, tiene notas agrias, altas y bajas, en su propio espectro de referencias. No te comas las uñas, por favor. Si yo fuera un personaje —digamos, si yo fuera un crítico— diría que este cuento se cimienta en la observación de los desechos: los corporales a primera vista, pero también las patéticas figuras, más rastro y resto que humanidad, y su deambular por el limbo del relato. El escritor ansioso. La vagina dentada. El sexo duro. El voyeur camarero que quiere unirse a la fiesta. El fetiche. El sudor. Una vez más, las uñas. Si yo fuera un personaje, intentaría escapar de ese universo constreñido, universo demasiado cálido, cierto capullo donde hay revolvimiento y hay asco, y misericordia en ocasiones, y lástima, y deseos de consumación.
Por favor, no te comas las uñas. Es un acto sin clemencia. Cuando un personaje se pela las uñas frente a los ojos de otro personaje, ocurren violencias silenciosas. Violencias del cotidiano. Un insecto podría odiar a otro insecto, y no desnudarse así frente a él, capa a capa, hasta provocar el asco. Hay acto telúrico en el hecho de imaginar la repetición de esta accionar a lo largo de buena parte del relato —un relato que, aunque puede entenderse como estructura autoconclusiva, no es más que el primer capítulo de una novela. Y si yo no fuera un personaje, si no el escritor de esta autoconclusiva versión del escarnio ajeno, hubiera apostado por el mismo giro: una narrativa que busque cerrar su tema pero que, a la par, deje abiertas suficientes preguntas como para imbricarse en una continuidad posible. Continuidad que es un poco gato de Schrödinger, a la misma vez muerto y vivo, mientras la caja no se abra. Se trata, sí, de que el autor apuesta por el experimento, por mantener a sus personajes en un estadio de congelación, de incertidumbre, atrapados en el círculo de sus deformidades. Y como espectadora —ahora ya sabes que he apostado por eso—, sé que lo único que hago es asistir al espectáculo de una repetición imaginada. ¿Cuántas veces la protagonista habrá vivido desilusiones semejantes? ¿Cuántas veces habrá terminado su noche acariciándose a solas? ¿Cuántas veces el escritor se habrá mordido las uñas? ¿Cuántas veces habrá vuelto a nacer muerto, gato muerto, experimento?
La mente de una mujer es el espacio más oscuro. Es la caja de Schrödinger. ¿Hay un espacio más oscuro que esa caja?, te preguntarás. La protagonista conduce el experimento. Observa. Toma notas. Coloca al microbio bajo el lente, y al gato dentro de su destino. ¿Vivo o muerto?, se pregunta. Y espera. Observa. Luego vuelve a tomar notas. Con precisión. Con escalpelo. Este personaje guarda silencio y peligros. Sabe demasiado bien lo que quiere y lo que no quiere. No tiene dudas. Qué terrible. Qué terrible nacer así, sin dudas. Qué terrible la omnipresencia que devela esta mujer y su espacio tan oscuro. Qué hermoso. Ella es la verdadera solitaria. No el escritor ni sus uñas. Ella es quien ha optado por la anagnórisis. A golpes de riñones construye y luego destruye el encuentro con el otro (la cita deseada). Maneja al escritor como si este fuera el gato del experimento. En realidad, esta mujer es la conductora del espacio narrativo de los acontecimientos y, más aún, es quien guía y estructura los destinos del resto de los personajes. Es ella quien llama a un segundo observador, a una segunda referencia: al camarero voyeur y a sus ojos hambrientos que intervienen la escena. Y finalmente, es ella quien usa a todos los personajes: tanto al hombre que tiene mugre bajo las uñas como al recuerdo del hombre que imagina y que termina siendo su compañero de esa noche.
Es en ese espacio de la mente —en ese espacio de la angustia— que navegamos todos: a lo largo y ancho de la turmalina negra, de la piedra desastre, la que atrae cenizas se hallan descubrimientos. Mientras tanto, la caja se abre, la mujer escapa y se descubre que el gato siempre estuvo muerto. El experimento ha concluido. De manera breve y dolorosa. ¿Qué es lo que queda? El espacio de la incógnita donde la narradora, este personaje de desgarramientos, consuela su aburrimiento con los recuerdos que le ha robado a otro. Lo erótico entonces deja de serlo. Lo erótico es, más que nada, un ejercicio sobre la autonomía. Ella ha sobrevivido a esa noche. Y yo también.
Por eso, te lo pido, no te comas las uñas. Sabes que no soportaría verte dentro de la caja, muerto y vivo a la misma vez. No te las comas. Algo tan simple como eso, ¿te cuesta trabajo?
Milho Montenegro (Alain Santana López, La Habana, 1982). Poeta, narrador y periodista. Licenciado en Psicología General por la Universidad de La Habana. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ganador de diversos premios entre los que destacan: Premio Nacional de Poesía Pinos Nuevos (2017), Beca de Creación Prometeo en el xxii Premio de Poesía La Gaceta de Cuba y 1er Premio en el III Concurso Internacional de Haikus Ueshima Unitsura (2018), Toledo, España. Obtuvo mención en el Premio Nacional de Periodismo Cultural Rubén Martínez Villena (2018). Ha publicado los cuadernos Muchachas que llegan con la noche (poesía, Editorial Guantanamera, España, 2017), Muchachos que no merecí (poesía, Editorial Espiral Publishing, EE.UU, 2017), Erosiones (poesía, Editorial Letras Cubanas, 2017) y Los sutiles vástagos (poesía, Editorial Primigenios, EE.UU., 2019). Su obra poética y sus cuentos han sido recogidos en diversas antologías y revistas, en países como Estados Unidos, Uruguay, Italia, Guatemala, España y Cuba, así como traducida al inglés y al italiano. Ha compilado, junto al poeta Osmán Avilés, la selección Impertinencia de las Dípteras. Antología poética sobre la mosca (Ediciones Exodus, EE.UU., 2019). Colabora como entrevistador y reseñista en varias revistas dentro y fuera de Cuba. Tiene en proceso editorial la novela Las inocentes.
Turmalina negra
Le miré a las manos y sentí asco, una sensación visceral de repulsión. Me dijo que había estudiado Ingeniería, pero se dedicaba a la escritura porque se le daba mejor y tenía cierto éxito. En aquellos momentos trabajaba en una novela o algo así. No lo recuerdo bien. Mientras contaba aquellas estupideces yo no podía apartar la mirada de sus malditas uñas. Las tenía sucias, pude notarlo con claridad. Sin embargo, aquello no era lo que más me desagradaba, sino ver cómo se arrancaba pedazos de las uñas con los dientes. Aquel escritor las mordisqueaba y luego escupía sus trozos al aire. Era un mal hábito, uno asqueroso. Odio a los hombres que dejan ver sus miserias desde la primera cita. Odio los malos hábitos, sobre todo los que puedo reconocer de una sola mirada.
En aquel restaurante todo era perfecto. El aperitivo y el vino me parecieron estupendos, también la voz de Ella Fitzgerald que podía escucharse en el fondo. Él continuaba su jerga acerca de los personajes y me obligaba a beber enormes sorbos de vino para lograr soportar aquella prueba. Ya yo había tenido varios encuentros allí, algunos hombres se dejaron llevar por mi imaginación, otros no tanto, pero con todos obtuve mucho placer. En cambio, aquel escritor me parecía patético. Lo atendía en silencio o le hacía creer que así era. En verdad me importaba una mierda aquella monserga sobre una novela que ya me imaginaba nunca vería su final. Un hombre capaz de comerse sus propias uñas solo podría provocar repugnancia. No sé por qué no me atreví a dejarlo, eso quería hacer desde que escupió al aire los primeros trozos de sus uñas mugrosas, pero me quedé sentada, escuchando las mentiras que se inventaba para saberse a salvo al menos por un momento.
Entre personajes y técnicas narrativas posaba su mirada en mis tetas, se saboreaba y sonreía con descaro. Disfrutaba aquello, mi vestido cumplía con su misión, aquel escote era imposible de ignorar. A pesar de todo me parecía atractivo, era un tipo de ojos negros, con brazos musculosos y labios apetecibles. Lástima de uñas, lástima de mal hábito. Intenté cambiar el tema, dirigir la conversación hacia un sitio más agradable. Quise darle una oportunidad y por debajo de la mesa deslicé mi pie derecho hasta su entrepierna, comencé a rozar con suavidad y mientras lo hacía mordía mis labios y miraba dentro de sus ojos, queriendo encontrar al hombre que esperaba descubrir en aquella cita. Se le puso dura. Me gustó sentir aquel bulto nada despreciable. Eso lo tenía a su favor. Él miraba a todos lados, nervioso, intranquilo. Entonces abrió los pies, se dejaba tocar y yo ya aceleraba mi movimiento, mi pie era una extensión de mi mano, hacía lo que me hubiera gustado hacer con la boca, con mis nalgas. Aquella maniobra en un restaurante me volvía loca, me calentaba, me hacía lubricar pródigamente.
Justo en ese momento se acercó el mesero preguntando si estábamos listos para ordenar. Bendito mesero que no pudo haber sido más oportuno. Su cercanía me irrigó de morbo, de un fuego que me penetró y acarició mi vulva. El escritor palideció y sus palabras, por primera vez en la noche, no encontraron salida, se quedaron atoradas en su boca, tras la lengua, que de seguro estaba ocupada, siguiendo los deseos mentales de aquella cabeza que ahora solo pensaba en jugar entre mis muslos, y que ya no escupía pedazos de uñas sucias, ni hablaba de novelas ni personajes. «Un lenguado con verduras torneadas», pidió él, yo ordené un Arroz meloso de cordero con espuma de parmesano. El mesero tomó la orden y se alejó. Le miré su hermoso trasero y me sentí tentada, pero el miembro todavía vivo y caliente del escritor, me dejaba sentir los latidos de la sangre en sus venas al rozarlo con mi pie. Por un instante me olvidé de todos lo que estaban en las mesas cercanas, estaba muy excitada y con ganas de más. Con una señal de mi cabeza le pedí que abriera su portañuela y él obedeció como un niño. A esas alturas estaba casi convencida que las primeras impresiones no siempre son las que cuentan, a veces te confunden y te hacen una idea equivocada de la realidad. Aquel trozo de carne hirviente latía como si tuviese un corazón propio, al tacto de mi pie parecía enorme, una pieza descomunal que me obligaba a salivar igual que una perra hambrienta.
Intenté meterla entre los dedos, pero su grosor me lo impedía. Entonces desistí de esto y comencé a frotar el falo del escritor. Él sudaba, sus ojos negros estaban asustados e inquietos, mirando con disimulo a todas partes, al tiempo que para mí solo existíamos su tronco venoso y yo. Otra vez se arrimó el mesero, lo cual casi me hace llegar al orgasmo, su cercanía en aquellas circunstancias era una provocación. Lo observé con descaro mientras apretaba el sexo de mi acompañante por debajo de la mesa. Advertí su ansiedad, casi deja caer los platos de la cena. Me sonreí sin pudor y el escritor dio las gracias por los dos. El mesero se alejó y volví a degustar con la mirada sus nalgas pomposas y perfectas.
La mesa servida nos obligó a un intermezzo, aquellos platos traían un olor exquisito y al probarlos dejaban el efecto de una explosión fabulosa de sabores en la boca. Ella Fitzgerald y Louis Armstrong ahora se unían en un dúo, como el escritor y yo, cantando su inolvidable Don´t be that way. No seas así, escritorcito mío, no seas así, pensé cuando después de cenar mi pie volvió a la carga y ya no encontró el pulso frenético de la sangre, ni el tamaño monumental de su anaconda. Me llegó un sentimiento de frustración, de cansancio. Hubiese preferido que el escritor no se relajara nunca, que mi pie encontrara su durísimo falo siempre ahí, en pie de guerra. Sin embargo, sabía que tendría que comenzar mi ritual otra vez, todo desde el inicio.
Él se notaba algo desmotivado, sin ganas de retomar el juego. Lo confirmé cuando guardó su miembro inerte en sus pantalones y me preguntó qué hacía para vivir. «Soy Geóloga, especializada en Gemología», le dije con evidente molestia y sin mirarle a su cara de escritor mediocre. Intenté hablarle de mi fascinación por las piedras preciosas, del éxito de mi carrera, pero de repente comenzó a llorar, se llevaba las manos a la boca otra vez y arrancaba pedazos de sus uñas con los dientes. Sentí asco y pena por él. Debajo de las uñas se esconde toda la mugre que recibimos en nuestro andar por la vida. Esa mugre es la combinación de la suciedad, el dolor y la miseria de los demás. Dondequiera que pases tus dedos, te llevas un poco de la inmundicia que otros dejaron antes.
Estaba segura de que no había dicho nada que provocara aquel estado lamentable en el escritor, pero mi vergüenza me obligó a preguntarle qué le sucedía. «No es tu culpa, eres perfecta, muy hermosa», eso me dijo entre sollozos y con fragmentos de uñas en la boca. Guardé silencio, tomé un sorbo gigantesco de vino y esperé que se recuperara. Finalmente comenzó a hablar, me confesó que al comentarle de mi profesión no pudo evitar recordar a la que hacía apenas un mes sería su esposa, lo había dejado por un mulato fortachón que la volvió loca de calentura.
«La muy puta me dejó una semana antes de la boda, me engañaba con mi mejor amigo. Ramsés y yo estudiamos juntos toda la vida, jugábamos en el barrio y casi siempre su abuela me daba de comer. Luego, su abuela murió y él quedó huérfano, su madre había muerto en el parto y a su padre lo asesinaron en prisión durante una riña en su pabellón. A los diecisiete años se había quedado solo en el mundo. En mi casa pasaba mucho tiempo, ciento de veces se quedó a dormir y allí mataba el hambre. Soñábamos con ser grandes ingenieros y tener mucho dinero. Los dos teníamos mucha suerte con las mujeres, él presumía de su cuerpo de modelo y yo de un miembro suculento que a todas les gustaba. Solíamos bromear con eso, Ramsés me decía que el tamaño de mi miembro debió ser el del suyo por ser mulato, yo le decía que no se podía tener todo en la vida. Ahora sé que nunca iba a poder tener unos genitales como los míos, pero sí a mi mujer. Llevaban meses engañándome, se acostaban en mi propia cama, ella misma lo confesó cuando le rogué que recapacitara, que su locura con mi amigo era pasajera y que los perdonaba a los dos si seguíamos adelante con la boda. No quería casarse, ni volver a saber de mí. Se fueron juntos y no sé adónde. El anillo fue el más caro que pude comprar, un diamante hermoso, como ella siempre soñó».
En cada palabra suya sentía más asco y rabia por haber perdido mi tiempo con aquel tipo miserable. Me daba mucha lástima verlo así, tan destruido, tan indefenso. Un hombre debe mantener cierta dignidad frente a los otros, mucho más frente a una mujer. Eso le concede un aire de poder que inspira respeto y deseo. Estaba convencida de la importancia de la primera impresión, muchas veces eso es lo que queda, porque eso es lo que somos. El mundo no te juzga por quien eres, sino por lo que proyectas. A esas alturas el escritor ya me resultaba trivial e insignificante como amante. Mientras hablaba de su patética historia con aquella puta que iba a ser su esposa, pensé en la turmalina negra, una piedra cuyas propiedades hacen que en sus extremos se acumulen cargas opuestas que pueden atraer objetos ligeros. Algunos la conocen como la piedra que atrae las cenizas. El alma de este hombre era igual que la turmalina negra, oscura y con la fatalidad de imantar cosas livianas como la mujer con la que iba a casarse y aquel que él consideraba su mejor amigo. Si algo podría atraer a su vida en ese estado deplorable, eran las cenizas de su propia existencia.
Sentí algo de envidia por aquella mujer que escapó con el mulato. Ella, al menos, fue valiente y decidió tomar las riendas de su vida. El escritor me despertaba mucha repugnancia, no solo por su manera lamentable de llorar y de lidiar con su derrota, sino por verlo masticar aquellas uñas, por ese hábito tan desagradable que no se molestaba en disimular. No podía comprender cómo alguien que se hace llamar escritor es capaz de lacerar de ese modo sus manos, lo que se supone debe ser el instrumento más preciado en su oficio.
Aunque debí calmarlo, intentar consolarlo un poco, no lo hice. Ya se me había bajado la calentura y de mi lubricación solo quedaba un vacío que dolía en mi vientre. Me excusé para ir al baño. Tomé la cartera y me alejé con disimulada frustración. Ya en el lavabo tomé un blúmer limpio que guardaba en el bolso y me lo puse. Antes de arrojar el que traía puesto al cesto lo olí, sentí mi lubricación mezclada con el aroma de mi crema corporal. No puede evitar el enojo y maldije al estúpido escritorcillo de mala muerte. Aquel tipejo había echado a perder una velada que prometía ser inolvidable. Abandoné el restaurante en silencio, sin decirle adiós, con la decepción mordiendo mi clítoris.
Llegué a casa cansada, esa noche hacía algo de frío así que me sentí muy sola. Pensé en todo el tiempo que llevaba buscando algo de afecto, tratando de sentirme amada por los demás sin lograrlo. Quizás era yo la que era incapaz de amar y esa idea dolió en el pecho. El invierno siempre me provocaba esa sensación de abandono, de aislamiento. Era algo a lo que no acababa de acostumbrarme. Tomé un baño y luego preparé un té, esperando dormirme pronto y olvidar la mierda de velada que había tenido. Ya en la cama comencé a dar vueltas, a pesar del cansancio no podía encontrar el sueño. En mi vagina todavía quedaban vivas algunas chispas de la excitación que tuve durante la cena esa tarde. Como casi siempre, supe que no podría dormir hasta que las apagara. Abrí la gaveta de la mesa de noche, alcancé mi vibrador y comencé a jugar con él.
Me vinieron a la cabeza el mulato y la puta. Esa historia tan sórdida me excitó muchísimo, haciéndome lubricar como hacía tiempo no lo hacía. Me abrí de piernas y comencé a frotar mi sexo con Ramsés, así se llamaba esa noche mi vibrador. El mulato y su mujer estaban ahora en mi cama, lamiéndose por todas partes, él la penetraba bruscamente y ella gemía de dolor y placer, le rogaba que la penetrara más duro, que la escupiera, la mordiera y la hiciera su esclava. Luego venían hacia mí, convirtiéndome en cómplice de sus ardides sexuales. El mulato era rudo, experto en sus artes y nos manejaba muy bien a las dos. Mientras terminaba en mis tetas, la otra lamía su semen de mis pezones. Viéndolo acabar tuve un orgasmo nivel dios, lloré de tanto placer.
El disfrute duró solo un momento, fue bueno, pero fugaz. Siempre fugaz. Minutos después, tirada en la cama y sola como de costumbre, me inundó una sensación de culpa o de arrepentimiento, quizás ambas. Era una especie de vacío existencial que arañaba mi centro y me hacía sentir tan miserable como el escritor. Todo formaba parte de un ciclo oscuro: placer-culpa, placer-arrepentimiento, placer-vacío. De alguna manera aprendí a lidiar con todo eso, terminé por convencerme de que cada momento en que mi conciencia dolía por tanta locura y tanta nada, era el costo que debía pagar por la manera fabulosa en que mi cuerpo lograba traducir y experimentar el placer del sexo.
A mi lado estaba Ramsés, mi vibrador. Lo miré agradecida por todo ese tiempo que soportó mis caprichos, aunque esa noche sentí que ya no lo quería. Luego de un mes de locos excesos y de conocer todos sus rincones, supe que era momento de dejarlo ir. Si Ramsés hubiese podido hablar, tal vez me hubiera rogado que lo dejara otro poco junto a mí, o me habría gritado todo su odio por obligarlo a ser tan servil y obsceno. Entre dos, siempre uno tiene poder sobre el otro. Yo tenía el control y Ramsés solo podía obedecer y cumplir mis más libidinosos deseos. Había decidido que ya era chatarra, totalmente inservible. Esa noche me dormí imaginando cuán grande y hermoso sería su sustituto.
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