
A propósito del 232 aniversario luctuoso del escritor español José Cadalso, compartimos esta reseña crítica sobre su Noches lúgubres (Edición e introducción de Edith F. Helman.-A. Zúñiga, Santander-Madrid, 1951), aparecida en la Nueva Revista de Filología Hispánica, de la autoría del crítico literario y profesor de literatura español, perteneciente a la llamada Generación del 27, José F Montesinos.
Edición y estudio excelentísimos, que pocos tendrán la fortuna de leer, dado lo corto de la tirada. Según parece, este libro se ha publicado en una edición de 306 ejemplares. Me permito consignar aquí mi protesta. Que un editor, atento al lucro que puedan proporcionarle las chifladuras inofensivas de bibliófilos y bibliómanos, imprima en corcho, en linoleum o en nylon El alcalde de Zalamea o el Lazarillo de Tormes y los venda luego a precios inverosímiles, no tiene la menor importancia; si hay quien compre el libro, allá él y ellos. Pero cuando una publicación contiene datos nuevos valiosos —empezando por el texto mismo—, hacerla rara deliberadamente es una frivolidad imperdonable. Dentro de poco tiempo, todos los que estudien a Cadalso andarán dándose de calabazadas por esas bibliotecas de Dios en busca de esta edición, y no faltará quien se vea en el caso de descubrir lo que ya está descubierto. Como supongo que la señora Helman no tiene arte ni parte en todo esto, mi censura no va contra ella; en su propio interés hubiera preferido, sin duda, que su libro alcanzará mayor circulación. Lamento sinceramente que no sea así, porque lo merece más que otros muchos.
En su introducción, la señora Helman hace una breve· biografía de Cadalso a la que incorpora algún interesante documento nuevo, estudia el contenido de las Noches, «obra romántica» —ya volveremos sobré ello—, y traza una precisa y clara historia de los textos, a partir de aquella primera impresión que vio la luz en 1789-1790 (El Correo de Madrid), y de la cual ya dio la primera noticia («The first printing of Cadalso’s Noches lúgubres», en HR, 18, 1950, pp. 126-134). Este capítulo es de todo punto magistral, y concluyente, a mi juicio, lo que en él se dice de las adiciones posteriores —fin de la Noche tercera y Noche cuarta. Sin aportaciones documentales nuevas, y no creo que ocurran, esos aditamentos pueden darse por apócrifos, y si algo contuvieran de Cadalso, creo evidente que todo ha sido reescrito. Lo más verosímil es que editores poco escrupulosos completaran a su guisa lo que inconcluso, truncado precisamente en el momento más dramático, hubo de parecerles poco satisfactorio. Creo que podemos aceptar en este punto el testimonio de la famosa carta anónima sobre las Noches: Cadalso no supo cómo continuarlo y no terminó su escrito.
Sigue, copiado con nimio escrúpulo, el texto de El Correo de Madrid, con las discrepancias observadas en ediciones posteriores, que casi invariablemente se limitan a corrección de dislates evidentísimos. Unos importantes apéndices recogen: la bibliografía de las Noches, muy de primera mano, con documentación fehaciente de lo conservado en numerosas bibliotecas —la autora no ha escatimado su esfuerzo, y ha ido allegando, con asombrosa paciencia, espigado de bibliotecas y archivos de Europa y América, todo lo pertinente—; la carta anónima famosa, transcrita aquí, no de la copia de Gallardo, sino de una edición de las Noches, impresa en 1822, que ya la contenía; la conclusión de la Noche tercera y la Noche cuarta, según la edición impresa por Repullés en 1815. Completan el libro los facsímiles de una carta de Cadalso a Floridablanca, no poco importante, y de un documento curiosísimo, denuncia de las Noches como libro inducente a extravíos juveniles, prueba del modo de operar el virus romántico en jovenzuelos exaltados, propensos, como Cadalso al escribir su obra, a confundir la realidad con el ensueño —o el sentimiento con el ademán. Ilustra el frontis del volumen un retrato de Cadalso conservado en Cádiz, que no recuerdo haber visto antes. Aunque parece mala pintura, la semejanza física y moral resulta convincente. Visto el retrato, pensamos que Cadalso debió de ser así.
Espero que, una vez agotada esta diminuta edición, la autora se decida a ofrecerla a más vasto público, y con esta esperanza me atrevo a proponer algunas dudas y enmiendas, además de volver nuevamente sobre algo que me afecta personalmente.
Uno de los puntos sobre los que desearía proponer a la autora una reiterada consideración del tema, es el referente a las contradicciones, para ella flagrantes, que se dieron en el espíritu de Cadalso. Reducidos los casos a pura lógica, podríamos considerar, en efecto, antinómico que un soldado que odia la guerra y tiene en poca estima la profesión militar, exalte, sin embargo, el heroísmo (véase p. 15), o que un satírico de la aristocracia degenerada, y, más generalmente, de las convencionalidades conducentes al mantenimiento de esa aristocracia, solicitara y obtuviera el hábito de Santiago (p. 20). Esto último podría explicarse por motivos de conveniencia personal: cuando vivimos en una sociedad determinada, podemos tal vez acogernos a los beneficios que nos depare, aunque. soñemos otra sociedad mejor, en que todo ello sería innecesario. Cadalso solicita, probablemente, el hábito de Santiago por razones análogas a las que, en sus mismos días, indujeron a infinitos segundones de casas infanzonas, de fe tibia, y aun menos que tibia, y muy laxa moral, a acogerse a la Iglesia, porque la Iglesia les daba rentas. Pero lo del heroísmo es otra cosa. El culto de lo heroico liga a Cadalso con la gran tradición estoica española. Una vez más documentamos un parentesco de este espíritu pre-romántico con el de Quevedo. Quevedo, negador de tantas cosas, Quevedo, para quien la vida es la muerte, halla en el heroísmo el único valor perdurable, porque, manteniendo vibrantes nuestros nervios, tensa y acerada nuestra voluntad, da sentido a la vida. La vida heroica es la única digna de ser vivida; el espíritu heroico nos salva de la inanidad de un vivir, o más exactamente, durar, que —este estoicismo fue siempre pesimista— es un mal, y aceptarlo sin protesta, una locura. El dolor, la inanidad o la estupidez de las existencias vulgares sólo puede superarse en la tensión heroica, puño alzado contra el destino. Unamuno ha sido el último español que ha hallado una fórmula clara para todo esto. (¡Qué lástima que, para expresarla, buscara inspiración en el soporífero Obermann de Sénancour, cuando tenía en casa tantas manifestaciones castizas de lo mismo!) Y de otra parte, ¿no ha sido siempre españolísimo que, puestos a optar ante dos cosas, tomemos ambas? Tal vez muchas de estas aparentes antinomias se resuelven en un deseo desapoderado de no renunciar a nada.
Me atrevería a discutir también lo que la señora Helman escribe sobre el romanticismo de Cadalso. Bien entendido: lo romántico ha sido una «constante histórica», y por ello puede aflorar a veces en medios muy remotos del que condiciona el movimiento —uniformemente acelerado— de 1800 a 1830. Pero induciría a confusiones peligrosas asegurar que Cadalso y Espronceda están en el mismo plano, o que no hay medio de distinguir entre estas Noches lúgubres y Don Álvaro. Cuando la autora de este estudio escribe: «Con este culto del yo sensible, con esta sensibilidad consciente y razonada, estamos ya en pleno romanticismo», nos fuerza a exclamar: ¡Oh, no; no estamos! Estamos en el mismo paraje que nos franquean los Ocios de mi juventud, poemas que la señora Helman (p. 19) fuerza dentro de ese romanticismo que postula —aunque actitudes, sentimientos, expresiones análogas puedan documentarse en Meléndez, en Jovellanos, que a su vez no hubieran escrito las Noches. Y todo ello adopta las formas convencionales, todo brota en ese aire de invernadero, que pretende ser «aire libre», del anacreontismo setecentista. No estamos en pleno romanticismo porque el autor de estas Noches lo fue también de Sancho García, y de muchas cosas que se leen en las Cartas marruecas y en Los eruditos a la violeta. No; si hablamos de pre-romanticismo es porque más de una vez podemos comprobar que algunos de estos hombres del siglo XVIII, fáciles a un sentimentalismo que hubiera repugnado a Boileau, aceptaban una disciplina que era la de Boileau, o pretendía serlo, porque Boileau era para ellos el legislador del Parnaso. El pre-romanticismo es una sentimentalidad exaltada que no acierta a romper con la poética neoclásica. Sería pueril y estéril preguntarnos: ¿qué hubiera sido de Cadalso, de Meléndez, si hubieran llegado a convivir con Espronceda? Pero hay algún caso en que podemos comprobar que, así como los afrancesados, enciclopedistas, regalistas, deístas, etc. del siglo XVIII, cuando gozaron de larga vida, nunca, o muy raramente, simpatizaron con el liberalismo, así los espíritus educados en aquel siglo, espectadores de la batalla romántica, rara vez sintieron gran entusiasmo por las huestes agrupadas en torno al nuevo estandarte. Bastaría citar el caso de Somoza, pre-romántico anacrónico, satírico de la novela histórica hasta un extremo que hace parecer inocentes las diatribas de Nicasio Gallego contra Víctor Hugo. En la Europa latina, la distinción entre lo romántico y lo pre-romántico no me parece difícil, pero creo que, ni aun en los países en que un romanticismo menos eruptivo que el nuestro, precedió al nuestro, es posible la confusión. No da lo mismo Gray que Byron, Goethe que Novalis o Hoffmann. Las razones de ello siguen siendo las mismas. Quizá fuera lo mejor zafarse de ese terminacho algo embarazoso de pre-romanticismo e inventar denominación más exacta. Entre otras cosas porque la usual induce a creer que el romanticismo es algo así como un pre-romanticismo salido de madre, y no es eso. Se trata de dos tendencias, diferentes en muchas cosas, que sólo tienen de común ciertos temas y la voluptuosidad de las lágrimas.
Me atrevería también a proponer a la señora Helman el reconsiderar la cuestión de la influencia de Young sobre Cadalso. En un artículo mío, que aún hemos de discutir luego, puse muy en duda que nuestro autor hubiese leído siquiera el original de los Night thoughts. ¿Por qué no escribió las Noches en verso? ¿Supo alguna vez que el libro de Young estaba en verso? Sigo creyendo que Cadalso, cuyo conocimiento del inglés quizá se exagera, no debe a Young sino la idea de una situación poética, y bien pudo obtenerla en la lectura del arreglo de Le Tourneur —en prosa. (Notaré ahora esto: la primera edición de Los eruditos a la violeta es de 1772, posterior en apenas un año a la muerte de María Ignacia Ibáñez; las Noches lúgubres debían de estar ya escritas, pues parece imposible que una obra de esta naturaleza se concibiera y redactara en frío, sobre remotos recuerdos. De literatura inglesa, nada se dice en Los eruditos que vaya más allá de Shakespeare y de Milton. No deja de ser curioso que Cadalso omita todo lo contemporáneo, si lo consideraba tan de primer orden. El conocido pasaje de las Cartas marruecas parece más una excusa que un testimonio de admiración).
Y volvamos ahora a aquel malhadado artículo mío que tantos quebraderos de cabeza parece haber deparado a algunos estudiosos. Hace ya muchos años, tuve la ocurrencia de escribir cierto ensayo que trataba de las Noches lúgubres. Un ensayo, bien entendido; lo que alguien ha llamado la exposición de una teoría sin la prueba explícita. Estas cosas perturban siempre a los eruditos, sobre todo si emanan de la pluma de un colega. La cuestión que me preocupaba entonces —que sigue preocupándome y probablemente me preocupará siempre— era la de los límites respectivos de poesía y realidad, de la confluencia de la literatura y la vida, de cómo la vida puede dar pábulo a una literatura, y ésta informar aquélla. Para los amadores de las letras hispanas, problema apasionante, ya que los hombres de nuestra raza nunca han podido darse de un modo pleno a la creación artística si ésta no había de ser de alguna manera un enriquecimiento de la vida, un modo de regirla y ritmarla. Base de mis consideraciones era, siempre, la obra de Lope; contraste cacofónico de aquella maravillosa armonía, el desmelenado pre-romanticismo de Cadalso. Refiriéndome a la carta anónima, a un pasaje muy conocido de las Cartas marruecas y a lo absurdo y declamatorio de las Noches mismas, concluía yo que, en términos de arte, éstas serían verdad, pero parecían mentira. La exageración de las Noches —y la cita de las Cartas marruecas— daba a veces la impresión de que Cadalso, consciente de su fracaso, se escudaba en la broma literaria, justificación tardía de su tentativa. No quise yo decir que ello fuese así, nótese bien. Todo está, a mi ver, muy claro. Si yo hubiese negado la verdad anecdótica de que es expresión la carta anónima; si yo creyese que, en efecto, todo es pura broma, lo que trataba de exponer hubiera quedado sin sentido. Es decir, esto: que una exaltación demencial, transcrita con todo pormenor, queda fuera del ámbito poético; que la creación artística, basada en anomalías o locuras reales, tiene que hacerse en frío y desde lejos; que el acta notarial de un hecho anómalo, redactada ante el hecho mismo, no nos dice otra cosa sino que el fautor de la tropelía no está en sus cabales. Y he aquí que esto, tan evidente para mí, ha servido para poner en duda que las Noches sean de Cadalso, y ahora la señora Helman supone que yo supongo que todo es pura broma (p. 33). Yo no supongo tal cosa. Yo me limité a poner las Noches en la misma línea de otras chifladuras pre-románticas que recuerda Van Tieghem, y a notar que una exaltación provocada, que se diputa poética por lo que tiene de desorbitada, excogitada en todos sus peores detalles, no puede producir obra poética. Mi fórmula era; y es: Todo verdad, parece mentira. Esto, que es tan sencillo, me ha costado hasta que me llamen escritor barroco, bendito sea Dios.
No, yo no he negado ni la paternidad de las Noches —¿cómo sería posible?— ni la seriedad, y aun las lágrimas de Cadalso al escribirlas. He negado que este fervor fúnebre fuera artísticamente eficaz. Lo que es muy distinto.
Terminaré con algunas observaciones sueltas sobre detalles mínimos que celebraré ver rectificados en otra edición. Bien está ser escrupuloso en la transcripción de los textos, pero me parece exagerado reproducir lecciones equivocadas, para luego dar en nota lo que debe leerse. ¿Qué sentido tiene imprimir rtopel, para anotar luego, como «variante», tropel? Falta la mención de la variante que corresponde a la nota 39 (p. 85). Según la edición de Cabrerizo, Valencia, 1817, p. 74, debe leerse «¡Qué gozo!»: se trata nuevamente de una errata.
En la Noche cuarta, apócrifa sin duda, me llaman la atención expresiones como fetor, sostiéneme. No creo que cosas tales puedan atribuirse a Cadalso. La bibliografía de las Noches, como dijimos, es sobremanera laudable. La autora ha visto la mayoría de las ediciones. Echo de menos algunas citadas en otros repertorios: París, Crepelet, 1817; Burdeos, Beaume, 1827; Zaragoza, Heras, 1831. Los susodichos repertorios, el Diccionario de Hidalgo, sobre todo, no son siempre de fiar, pero no sería malo recordar lo que citan, pues no es posible rechazar sus datos sin otros fehacientes. En la p. 107, línea 14 creo que debe leerse Bobée en vez de Rabié.
Un libro excelente, una aportación considerable a nuestro conocimiento de Cadalso.
***
Tomado de Nueva Revista Filología Hispánica, VIII, Reseñas, pp.87-91.
Visitas: 89
Deja un comentario