Siempre buscamos en los animales lo que nos asemeja. Les atribuimos sentimientos, inteligencia, picardía, dignidad, vesania… ¿Acaso nos equivocamos? Pudiéramos estar frente a uno de esos enigmas buenos para divagar pese a que en realidad todo es sencillo: la condición animal y la humana tienen puntos de enlace que se concretan, de un lado y del otro, en un relato simbólico entrelazado desde lo subjetivo emocional y lo entrañable.
La literatura universal está llena de historias donde animal y hombre se involucran en tramas de diversa naturaleza: desde la fuerza cruda y vengativa de Moby Dick hasta la entereza filial de Colmillo Blanco, o de Platero, o de la fauna selvática que acoge y educa a Mowgli, todos los modos posibles de relacionarse hallan en las actitudes animales su representación literaria. En muchos casos, como los que acabo de señalar, estamos ante obras de indudable trascendencia.
De la literatura cubana también podríamos citar ejemplos emblemáticos, como «El caballo de coral» o «Caballo», de Onelio Jorge Cardoso; «El gatico Vinagrito», de Teresita Fernández o «El cangrejo Alejo”» de Ada Elba Pérez. Y no siempre, como puede comprobarse con los de Onelio, se trata de composiciones para niños, aunque a decir verdad, resultan mayoría. En ese diálogo imaginario en que se involucran hombre y animal, hasta en los de naturaleza más lúdica, se deslizan preocupaciones existenciales de honda magnitud que van más allá de consideraciones etarias o de resabios genéricos.
Muy criticado fue en el mundo de la literatura para niños, en determinado momento, lo que llamaron «mal del zoologismo», pues se hizo expresión común, por lo general con la lógica moralizante y reductora de las viejas fábulas. Casi todas las piezas dirigidas a esas edades sucedían y se resolvían en el reino animal.
Al referido «mal» le siguió, como reacción casi obligatoria, una sequía zoológica radical mientras asumíamos la “ganancia” de temas conflictivos, tanto de orden sexual o tanatológico, como psicopatológico o delincuencial. Se soslayaba con miopía estética, creo que de manera inconsciente, un elemento sumamente apreciado en la dinámica infantil: la vivacidad comunicativa de los animales. El peaje a pagar para el ingreso en las historias que concebíamos debió ser el de cargar con los defectos y supuestas virtudes nuestras.
La actitud depredadora de algunas fieras no puede erigirse óbice para que ignoremos la propia: los animales están más amenazados por nosotros que nosotros por ellos. En Cuba, felizmente, la aprobación del Decreto-Ley 31/2021 «De bienestar animal» debe llamarnos a capítulo para ponerle fin a la intolerable actitud de abandono con que muchos asumen hoy la posesión de mascotas.
Los animales nos sustentan, pues muchos de ellos forman parte de nuestro repertorio alimentario, pero también dialogan con nosotros, y muchas veces devienen espejo para que hallemos, en sus elocuciones gestuales, nuestras propias inquietudes. En ese sentido, la genialidad de Pablo Neruda, que ve en su perro muerto unos ojos más puros que los suyos, describe perfectamente las sutilezas y la profundidad de los intercambios del ser humano con sus mascotas. El poema se titula «Un perro ha muerto», y a él pertenece el siguiente fragmento:
Ay no diré la tristeza en la tierra
de no tenerlo más por compañero,
que para mí jamás fue un servidor.
Tuvo hacia mí la amistad de un erizo
que conservaba su soberanía,
la amistad de una estrella independiente
sin más intimidad que la precisa,
sin exageraciones:
(…)
mi perro me miraba
dándome la atención que necesito,
la atención necesaria
para hacer comprender a un vanidoso
que siendo perro él,
con esos ojos, más puros que los míos,
perdía el tiempo, pero me miraba
con la mirada que me reservó
toda su dulce, su peluda vida,
su silenciosa vida,
cerca de mí, sin molestarme nunca,
y sin pedirme nada.
Ese intercambio desventajoso está presente también en nuestra poesía humorística, como en el caso de «Inseminación artificial», del Raúl Ferrer, donde la vaquita Pijirigua (y el toro) reclaman su derecho al sexo normal. Por legítima que resulte la utilización por el hombre de las cualidades de los animales, la crueldad del sacrificio, la lidia o la castración no deja de conmover la sensibilidad de los poetas. En su poema «Sobre la muerte» Nicolás Guillén expresa: «La muerte puede llamarse César apuñalado y exangüe, / pero es también el amable faisán decorativo y degollado / que murió para presidir la alegría prometedora de esta noche. / (…) / El buey desamparado / que se disuelve en sangre torrencial / con el brazo del matarife / revolviéndole el pecho, y un dolor / más fuerte que todas las anginas, / ¿no es muerte pues?». El gallo y el perro de peleas (mutilación de cresta, plumaje, rabo y orejas respectivamente) deben desaparecer de nuestra dinámica social.
La poesía popular quizás lleve la vanguardia en el usufructo de esos intercambios de amores y desmanes entre nosotros y las bestias. La intención por lo general es humorística si atendemos a que la juglaría cubana más rural, deudora de la tradición clásica donde se mezcla lo romántico con lo barroco y lo modernista, elude la referencia directa, más si aspira a criticar o ridiculizar. No resulta extraño entonces que acuda a la personificación y se apoye en la fauna como protagonista de sus traslaciones. Considero oportuno entonces concluir estos descargos con la composición «Rencillas y maravillas del buey cansado», especie de variante del reclamo de Pijirigua, ahora gracias a la picardía de ese gran decimista que fue Bernardo Cárdenas:
Catalino, un campesino
de Santa Clara, tenía
un buey viejo al cual quería
engordar como a un cochino.
Hace poco Catalino
llevó su buey a mudar
y se sorprendió al hallar
que el pobre no había probado
en todo el día un bocado
y lloraba sin cesar.
“¿Qué sucede?”–preguntó
el dueño insistentemente–
y el buey alzando la frente
le dijo: “esto se acabó;
hasta ayer de tarde yo
te ofrecí cuanto tenía:
mi juventud, mi energía,
mi esfuerzo más continuado
y ese abuso despiadado
tiene que acabarse un día”.
“Qué abuso –le dijo el hombre–;
soy tu dueño; te enseñé
a trabajar; te crié;
te defendí; te di un nombre.
Hoy no falta quien se asombre
de lo bien que te he tratado”;
y el buey le dijo, indignado:
“acábate de callar,
que te voy a demostrar
el buen trato que me has dado”.
“Cuando yo apenas tenía
tres días, ya tú ordeñabas
a mi madre, y te tomabas
una leche que era mía.
Crecí, me colgaste un día
una horqueta de guayabo,
y recuerdo al perro bravo
que me echaste en el corral,
que aquel maldito animal
por poco me arranca el rabo”.
“Luego me ataste a una soga
que era más fuerte que yo;
un día se me enredó
y por poquito me ahoga.
Y cuando por fin la droga
del amor llegó hasta mí,
esa sola vez le di
mis caricias a una vaca
porque desclavé la estaca,
brinqué la cerca y me fui”.
“Y te pareció muy mal;
claro, tú tenías mujer;
yo no la podía tener
porque era un pobre animal.
En un poste del corral
me machacaste la hombría
y hasta el amor que sentía
por las vacas lo perdí;
si eso te lo hacen a ti
te ahorcas de una baría”.
“Luego el yugo, el carretón
la carreta y el arado,
y cuando estaba cansado
el insolente aguijón.
Ahora me das atención
y yerbas; ya no las quiero;
puedes guardarte, grosero,
esas yerbas para ti,
que yo muero flaco aquí,
no gordo en el matadero.
Pero como la razón
se impone de vez en cuando
el campesino llorando
soltó al buey en un cuartón
donde hay una selección
de novillas, y se fue,
y allí está triste y sin fe
el buey de las maravillas
que contempla las novillas
y exclama. “ya para qué”.
Santa Clara, 28 de abril de 2021
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