Enrique, ¿cómo explicarte, cómo decir…?
- Que fuiste hombre bueno y leal.
- Que tu ausencia nos duele a todos.
- Que no tuviste enemigos.
- Que tu vida la pactaste con la literatura.
- Que fuiste irónico y a veces hasta punzante.
- Que soñaste utopías posibles.
- Que fuiste un todo terreno en la poesía cubana, desde Silvestre de Balboa, pasando por Piñera, Lezama, Eliseo, Cintio, Fina, Fayad Jamís, hasta valorar a los más jóvenes, que vieron en ti, sin pretenderlo de tu parte, un mentor.
- Que no te gustaba que te dijeran Maestro, aunque lo fuiste. «¿Maestro yo, de qué? Si yo mismo no sé conducirme».
- Que tuviste la voluntad y la disciplina, no siempre en las mejores condiciones, para escribir tu obra.
- Que tuviste ojos para leer bueno —y bien—, y manos para escribir con autoridad y sabiduría.
- Que escribiste tu obra en silencio y sin aspavientos.
- Que fuiste merecedor del Premio Nacional de Literatura, pero nunca te inquietó no obtenerlo.
- Que tus pasos ya no desandarán por la calle Obispo ni por G y 17, allí donde, al pie de un arbusto, se esparcieron tus cenizas. No importa que la lluvia las haya arrasado, porque se mantendrán fertilizando el seno de la tierra, madre natura, para fecundarla con tu saber.
- Que no tendré tus llamadas para preguntarme sobre mi salud o para saber el número telefónico de algún amigo común, porque siempre tenías extraviada tu libreta telefónica.
- Que paladeabas el refresco de cola con más placer que si fuera una copa de champaña.
- Que temiste a los aviones, aprensión luego superada, más por necesidad que por haberles perdido el miedo, y también a las guaguas abarrotadas y preferías caminar, cual triunfal Andarín Carvajal, lo mismo para ir del Vedado al Cerro, que de Santos Suárez al Vedado, que de la Habana Vieja al Vedado. Siempre el Vedado, desde que su tía Loló te llevó a vivir con ella —casi niño—, a su casa de la calle 13, tras dolorosos infortunios familiares.
- Que tu ingenuidad conmovía por sincera, siempre carente de poses, tan irritantes siempre.
- Que desde donde estés te llegará la poesía y tú la sentirás a ella.
- Que te declaraste ensayista, no crítico ni tampoco investigador literario.
- Que compartimos cervezas y risas en los lejanos 70, cuando se gestaba la celebración, en La Habana, del VIII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Por entonces, ¡quién lo diría!, eras capaz de tomarte, ¡tú solo!, una caja de ese líquido milenario.
- Que se conservan en el Instituto de Literatura y Lingüística (ILL) tus libretas escolares, en cuyas hojas rayadas redactaste tus primeros libros: Silvestre de Balboa y la literatura cubana y La literatura cubana de 1700 a 1790, escritas de principio a fin con tu letra grande, pareja e inclinada a la derecha.
- Que muchos años atrás me dijiste: «No se escribe que una persona nació un 23 de mayo, sino el 23 de mayo».
- Que no te gustaba bailar y te escondías detrás de las columnas de la galería del Instituto de Literatura y Lingüística cuando alguna trabajadora te invitaba a hacerlo en los días de celebraciones, aunque creo recordar que Mirta Aguirre lo logró.
- Que en los años 70 ser practicante de alguna religión era complicado y tú, cristiano, expresaste tu temor a José Antonio Portuondo porque tus creencias te impedían trabajar los sábados y él consiguió una dispensa, que no fue eclesiástica, sino la que te concedió el dómine Antonio Núñéz Jiménez, entonces presidente de la Academia de Ciencias de Cuba.
- Que sembraste café en el valle de Lawton.
- Que cuando anunciaste el nacimiento de tu primer hijo, también ya ausente, te decíamos: «Vete acostumbrando a ir a la tienda de disfraces a alquilarle un traje de mambisito para las fiestas de la escuela», y tú reías a carcajadas.
- Que conocí a varias muchachas siempre color canela, tus preferidas, visitantes asiduas al Instituto, y me decías, socarronamente: «vienen a que les preste libros de poesía», pero las miraba golosamente más allá de las páginas del libro.
- Que en Vitalina encontraste mejor refugio espiritual y superior condición de vida, tan necesitados siempre por ti, y te dio una hija sin haberla engendrado, que ha seguido, y seguirá dando pasos intelectuales a los que tú mismo la condujiste.
- Que decías, con más de treinta grados de calor: « ¡Qué rico, qué frío hace!»; o después de almorzar en el comedor de la Uneac comentabas: «¡Ha sido un banquete superior al del Palacio de Versalles!».
- Que fuiste quisquilloso y hasta majadero con los textos que te entregábamos para revisar, luego integrados al tomo 2 de la Historia de la literatura cubana, elaborado bajo tu dirección, y en el cual trabajaste incansablemente, aunque, como siempre te sucedía, quedabas insatisfecho.
- Que las erratas en los libros te incomodaban al máximo.
- Que mantuviste una permanente conversación contigo mismo, visible en gestos y con el dedo índice de la mano derecha siempre erguido y en movimiento pendular, como para reafirmar tus pensamientos. Así te vislumbré, muchas veces, en los pasillos del ILL, donde trabajaste por más de treinta años.
- Que odiabas la indecencia verbal, pero podías establecer una amena conversación con el peor de los marginales.
- Que atraías a los niños con solo mirarlos y de inmediato se te acercaban y formaban un tremendo jolgorio.
- Que te bauticé Kikino o Kíkino, y me llamaste madre, nunca supe por qué…
Enrique, ¿cómo decirte más sobre lo que tan mal te he expresado? Fueron más de cincuenta años de permanente amistad. Sé, sabemos, que la vida no te fue fácil, pero siente la satisfacción de que todos te quisimos, te queremos y te tendremos siempre a nuestro lado.
***
Ver la publicación anterior de esta serie por el 57 aniversario del Instituto de Literatura y Lingüística «Salvador en el recuerdo».
Visitas: 72
Deja un comentario