En Fracturas de la belleza (Ediciones Matanzas, 2018, Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas, 2017) en el género poesía, con edición de Dianelys Gómez Torres, diseño de Johan E. Trujillo, y dibujos de Gustavo Díaz Sosa, su autor, Leymen Pérez, haciendo acopio de aquellas voces que en muchas ocasiones sustentan su poética, el eco o el residuo de su voz —Paulo Leminski, Fernando Pessoa, José Lezama Lima, Octavio Paz, José Kozer, entre otros— organiza 44 poemas alrededor de lo que es, o puede ser, el fin de una manera de entender la realidad y relacionarse con ella, —más allá o más acá de que el autor maneja una noción de lo real que pertenece a Occidente y a Oriente a la vez, en esa mixtura o hibridación que ambos conceptos alcanzaron, por encima de cualquier posición geográfica, desde los últimos años del siglo xx— y como consecuencia la belleza que la sustenta. Si nos detenemos en el título, que bien podría ser, desde su reverso o cara más oculta: nacimiento de lo feo, o coherencia de la fealdad, resistencia e insistencia de lo deforme, lo desagradable, lo atroz e inhumano, y como consecuencia, el triunfo de esos presupuestos en el espacio concreto de la vida real, no es otra cosa lo que ha estado sucediendo, al menos en Occidente, desde el origen (mismo) de la cultura, teniendo en cuenta lo que eso significa: el proceso de sedimentación que exige, y sobre todo la revisión (constante) de esa belleza como medida, paradigma, y orden establecido de nuestra civilización, que incluye costumbres, ideales estéticos, morales, y políticos a seguir.
El libro, aunque de poemas, alcanza un grado de densidad muy cercano a la filosofía. Se detiene a recordarnos que en algún momento poesía y filosofía estuvieron unidas, (eran lo mismo sin que se confundieran); se arriesga, —clasificando como poesía de la filosofía o filosofía de la poesía, o mejor aún, poesía de la crisis que en la razón filosófica se está produciendo desde hace muchos años en Occidente— a definirse y autodefinirse como poesía de las ideas, aquellas que prevalecen sobre el encantamiento del lenguaje y le permiten al autor expresar su profunda inconformidad e incomodidad con respecto a la realidad y ante ella. El poema como máxima, tratado o aforismo, necesidades caras al autor, abunda o mayorea en el cuaderno, cerrando un ciclo ante el cual comprendemos al autor, no solo porque entendamos o perdonemos sus razones, sino porque nos convence de ellas.
¿En qué momento, y por qué Occidente necesitó separar poesía y filosofía?, son preguntas que este cuaderno nos obliga a hacernos, e incluso otras, mucho más peligrosas, como por ejemplo: ¿qué derecho tenemos nosotros, por ser Latinoamericanos, y pertenecer a las márgenes, a la periferia, aunque seamos herederos directos de esa tradición, a usar aquella antigua unidad, poniéndola en práctica? ¿Qué permiso nos da La Historia para usarla? ¿O es un permiso que debemos atribuirnos nosotros, ejerciéndolo sin que nadie lo autorice? ¿O solo nos queda la necesidad de reinventarnos la idea de que podemos usarlo? El libro, además, se puede leer como un solo poema, e incluso, un largo cuento, una novela, o la narración interminable de un estado permanente de incertidumbre que crece, sin obstáculo alguno, dentro de la crisis ontológica que, sin desvariar, se desarrolla en el poeta, más allá de las palabras, señalándoles a estas su incapacidad para nombrar el conjunto de penas, desventuras y desagravios que la conforman. En medio de estas descripciones, caracterizaciones y catalogaciones del dolor, la voz del autor pugna por salir del libro, y le dice al lector que afuera, —en el espacio real—, sucede algo insoportable más allá de Ustedes, que es innombrable, inclasificable, e inenarrable.
Exaltación y crítica del lenguaje, como debe ser todo poema, e incluso toda manifestación poética más allá de la palabra escrita, el primer logro que me llama la atención de este libro es la construcción, por parte del autor, de un sujeto poemático que trasciende la noción real de autor, porque este lo ubica en un estado de abstracción cercano a la irrealidad que —siendo mitad muerto y mitad sobreviviente— o lo que es igual: un fantasma corpóreo que recibe las dudas del poeta y las traduce, como manifestaciones de una invisibilidad trascendente, ulterior, y por lo mismo, incompatible con la realidad inmediata, la que nombra. El autor se empeña en construir un muerto a través del cual pueda hablar, o indicarle aquello que necesita escribir, y lo logra —tiene la urgencia de construir un cadáver para expresarse a través de él y lo consigue— de manera que es la voz de un muerto lo que sustenta estos poemas. La construcción de ese sujeto se parece, demasiado, a la construcción del poema, o será mejor decir, a la persecución de la poesía, y su consecuente traslación a las palabras en su estado máximo de irrealidad, pues a través de la mediunidad que el muerto alcanza, el canto a la realidad se trasforma en apoteosis o himno trascendental que necesita atrapar el dolor —o el conjunto de dolores que atraviesan al poeta— para convertirlo en escritura. El muerto recorre los incómodos predicados de lo real, y se apodera de sus signos más potables, también de sus más pesadas y oscuras sustancias, sin mezclarse con la realidad —aquí lo real es lo concreto, o lo único, separándose del resto, o del conjunto, mientras que la realidad es la prolongación, o la proyección, de esa concreción, unicidad o singularidad específica, enlazándose al resto o al conjunto: el abrazo de los elementos—, ni siquiera se confunde con lo que le rodea; fantasma al fin, goza de su invisibilidad, contemplando lo feo, lo desagradable, lo atroz, lo inhumano, y mirando la crisis, mientras camina por una calle, —es una calle infinita entre Matanzas y La Habana, aunque también es una calle del Mundo que se llama Cuba— y escribe fragmentos, anota sin sabores, describe su angustia de caminante y observador, su dolor de habitante Insular del Mundo.
Dividido en dos partes: Fracturas y De la Belleza, destacan en la primera poemas como «El poema», «El trabajo del polvo», «Apenas una respiración», «Devastaciones 1984 = 2014», «La Canción del Odio… (Variaciones sobre un proverbio chino)», «Experiencia interior», «Lección de vida», «Parque Lenin» y «Huelo angustia». Citaré algunos versos, al azar, como exaltación de la coherencia que el muerto alcanza al interior del libro en línea continua —o discurso ascendente— que necesita narrar su propia angustia ontológica: la libertad de mi lenguaje (Paulo Lemiski), no es para todo el mundo, (Charles Bukowsky), es la proyección de una idea en palabras a través de la emoción (Fernando Pessoa), un ejercicio espiritual de resistencia (Leymen Pérez). Trabaja el polvo sobre el embrión, que en la mesa de disecciones las ausencias del vientre expulsa, en la mesa de disecciones te amenazan de día, te amenazan de noche, pero el polvo trabaja en tus huesos (manía de carcoma) en tus piernas, en tus brazos, en tus ojos, en lo que no sabes, qué hace el cuidador de hormigas con aquellas que caminan felices sobre tu cuerpo. No hay violencia en mi país. Hay violencia en mi poema. Golpeas. Una, dos, tres veces para que vuelva el pulmón a respirar. Hay violencia en mi poema. No hay violencia en mi país. Una, dos, tres veces te derrumban la parte humana de las cosas, como si la vida no te hubiera obligado a sentir asco de ti mismo o casi todo lo que te rodea. (…) Tarde en la noche o amaneciendo, cuando las turbas de proles escandalosos deambulan por la calle de su propia matanza, la ciudad presenta un aspecto febril. Las piedras impactaban con más frecuencia que nunca y a veces, muy cerca, se producían pequeñas devastaciones que nadie podía explicar. Si hay oscuridad en el alma habrá odio en la persona. Leo en un poema de Edith Bruck: nacer por casualidad, nacer mujer, nacer pobre, nacer judía es demasiado para una sola vida. Quién pudiera ver a Lenin en el parque Lenin dando vueltas sin parar en la estrella, gritado salvo el poder, gritando todo es ilusión, gritando como yo sin que nadie lo escuche. Huelo en el poema de Tomaz Salamun la angustia de Tomaz Salamun, huelo en el poema de Leymen Pérez la angustia de Leymen Pérez, casi todo lo he olido (no soy un perro) y sin embargo, a veces pierdo el rastro que voy dejando. En la segunda parte destacan «Teoría sobre la belleza», «Poetry Durban», «Estados», «Adiós tristeza», «No tienes que usar el oído interno: aquí hay una pared y otra pared y otra…», «La líquida belleza», y «Manifiesto de la belleza». Escuchemos, también al azar: Una estructura que cae sobre mí, debajo de la herida nada queda, el sol apagándose en el suelo, mi cuerpo apagándose. Mi cuerpo acostado sobre las losas parece otra losa, pero es un camino hacia otro estado. No escribas más de la tristeza porque no ganarás ningún premio, dice mi madre, detrás de esta pared hay una pared hueca. Alguna vez fue de carga, resistencia, hormigón. Ahora es solo algo tapiado entre dos ideas viajes al revés o en el mismo sentido. Y miro adentro. Cuerpo. Qué camino.
Es en el cuerpo del poeta —espacio humano, (de carne y hueso)— donde este recibe los efectos del dolor para recepcionarlos, estudiarlos y después traducir su mensaje, su contenido específico. Son golpes, gritos, ruidos y desplantes de la belleza, desesperación, fuga y abandono de la misma. Su organismo deja de ser un cuerpo masculino —está más allá de cualquier género— para convertirse en una campana que recibe los golpes del dolor y le pide al muerto que los traduzca. (Esta metamorfosis dice mucho acerca de la función que en Occidente ha tenido la figura del poeta desde el comienzo (mismo) de la cultura). El cuerpo del autor deja de ser cuerpo y se convierte en una boca enorme que desde la más absoluta mudez le pide al muerto cambiar silencios por palabras que en el interior del poema signifiquen sonidos, signos multiplicados, silencios audibles, resonancias mudas, gritos sin voz.
Quiero dejar para el final el poema que más me ha estremecido, y como consecuencia, considero, en el orden particular, el mejor —o el más logrado—, el que prefiero: «La belleza que el gobierno del rocío oculta».
Contemplando la belleza que el gobierno del rocío oculta, pensé en el cuerpo seco que cortaba la caña, mientras se abría en el poema un estremecimiento de la naturaleza y crecía un dolor que no se puede amputar. Contemplando la extraña belleza de los mendigos que llevan sus medallas en el pecho de una barbarie a otra, pensé en la palabra soledad mientras, mi madre compraba un saco de arena con el limpio dinero del gobierno, que sabe cuál es el mejor camino para curar el alma que se extingue entre las baldosas, el alma mutilada demasiadas veces como la vida que nos rodea, como el tiempo que pisotea las sombras que dejamos. Cansados de esperar algo del gobierno del rocío, como los mendigos que entregaron la pierna y el brazo izquierdo y ahora venden por la izquierda hasta su propia carne, contemplé la belleza de las sombras que mi madre cose hasta que el tejido cicatrice.
La aspiración de cualquier poeta —así como de cualquier poesía, por elevada o pedestre que sea— de mezclar sus inquietudes universales con la más inmediata cotidianidad, en este poema se cumple a cabalidad, y es lo que hace me resulte sobresaliente dentro del conjunto, que también se mueve en el mismo ámbito.
Es significativo, como otro logro del libro, además de la unidad temática entre un poema y otro, el estrecho margen de silencio que el autor permite entre un poema y el que le sigue a continuación. Ese estrecho y compacto espacio —una fina y densa corriente de concentración— inquieta como en pocos libros de poesía. La ausencia de silencio entre un poema y otro nos hace preguntarnos, ¿qué le dice —o que quiere decirle— un poema a otro?, y como resultado respondernos: quizás nada, sino la urgencia de sostener el dolor que atropella al poeta. Entonces comprendemos que la necesidad urgente que tiene el autor de sostener el dolor a través de las palabas, sin que ningún elemento, por leve que sea, interrumpa esta continuidad, progresión, o desarrollo, lo obliga a eliminar, de manera consciente, cualquier ventana, abertura o agujero entre un poema y otro, como si no estuviera permitida la respiración, ni para él (como autor), ni para los demás (como lectores).
La voz del muerto recorre, sin miedo alguno, los límites entre poema escrito en verso y poema escrito en prosa, convirtiéndolos en una conversación, cruza las fronteras entre verso, palabra suelta, prosa, o palabra acompañada, ausencia de silencio, grito callado, o compungido, con mucha facilidad, buscando hablar o decir, de manera clara y directa, lo que le atormenta, mientras convierte el mensaje poético en un puente entre el poema y su significado, lo que dice y calla, la superficie y el centro del dolor.
Libro de madurez, en este no solo abundan las palabras muerte, fealdad (o ausencia de belleza), incluso cadáver, como sinónimos directos de algo narrado, sino como reverso de lo que debe morir (o desaparecer) para que nazca otro mundo. Fracturas de la belleza es un libro que le canta a la coherencia de la fealdad y a las deformaciones humanas y sociales, al horror institucional, o mejor dicho, instituido, como una nueva forma de vida que pugna por establecerse, o se ha establecida entre nosotros, pero también al fin de los paradigmas que sostienen una civilización, la nuestra, que de humana se vanagloria. Además de la intensidad, y la coherencia que dentro de ella alcanza el autor, unida a un especial grado de concentración y densidad, que es capaz de hacer coincidir con la rotunda melancolía de su mensaje, debemos reconocer su capacidad para enlazar, de manera (sumamente) coherente la profunda crisis ideológica y material que atraviesa Occidente con la nuestra, —nuestra crisis— como país. Lo cierto es que el autor se está despidiendo de un mundo para que nazca otro.
Allí donde muchos prefieren leer Fracturas de la belleza como un canto desesperado al desconcierto, el desencanto, y la desarmonía, o solo encuentran dolor, pesadilla, infertilidad, ausencia de futuro, ruinas, acabamientos, y muerte, prefiero advertir un sentido homenaje a la historia de la poesía occidental, que desde el dolor y las tribulaciones más profundas, las ruinas, el desencanto y la melancolía —y solo con palabras—, ha sabido construir un monumento a la espiritualidad humana, que desde la memoria sensible de los individuos, y haciendo uso de esa diminuta partícula de lenguaje que se llama verso, —en conjunción con esa energía o llama (espiritual) que responde al nombre de poesía—, nos abraza y define en nuestra orfandad de Especie Humana, como no puede hacerlo ninguna Historia políticamente correcta, esa que enseñan en la escuela, y aparece en los libros, y de ninguna manera pesa más que el más simple de los poemas, o es más importante que el menos feliz (o alegre) de los poemas escrito en medio del caos, el sinsentido, o si se quiere, el horror instituido.
Foto tomada de Uneac
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