La literatura española, tan fecunda en el siglo XVI y los dos primeros tercios del XVII en todo género de producciones de ingenio, lo fue especialmente en dramas y novelas. Nuestros más circunstanciados autores no se desdeñaron escribirlas, y muchos, como D. Diego Hurtado de Mendoza, en los cortos espacios que les dejaban las áridas y severas ocupaciones de una vida activa, se solazaban pintando con elegante y cortesano lenguaje los lances y fortuna de los más insignes perillanes, y diseñando con ligero pero filosófico pincel las costumbres y la fisonomía de las últimas clases. Este ramo de las letras siguió la suerte general que tuvieron los otros en la nación, conforme fue decayendo su importancia política, su riqueza y su industria. Los últimos años del reinado de Carlos II, vástago postrero y desmedrado de la dinastía austríaca en España, vieron consumarse la ruina total de la originalidad y del buen gusto, y presenciaron el triunfo del culteranismo, que no era otra cosa, que pedantería, superficialidad, escolasticismo trasladado de las aulas a los estudios amenos, y cuanto resabio intelectual y moral traen consigo las épocas de decadencia en las literaturas y en las naciones. Solís y Candamo, que eran los más célebres autores de entonces, y de los que mantenían con algún lucimiento la gloria literaria de Castilla, ya inficionados de la plaga del falso saber, se mantenían a una distancia muy inmensa de cualquiera de los muchos que ilustraron los reinados anteriores. Bajo los benéficos auspicios de la dinastía borbónica comenzó a lucir un período más favorable a las letras españolas. Pero por desgracia no bastan para resucitar el ingenio, ni para crearle y excitarle de nuevo los tratados más excelentes, ni el más mínimo escrúpulo en evitar los defectos en que cayeron los que erraron antes que nosotros. El bien, pues, que hizo a la literatura española, la crítica del siglo XVIII puede decirse que fue puramente pasivo, como lo es siempre el efecto de toda crítica; pues si es cierto que acabó con la monstruosidad de los planes dramáticos y con los ridículos e innobles adefesios de estilo, no fue poderosa a formar ni reproducir, no ya un Lope, un Cervantes, un Quevedo, pero ni aun siquiera un Rojas, o un Espinel. No es decir esto que se hubiese cegado enteramente entre nosotros la mina del ingenio. Demasiado fecundo ha sido por su naturaleza en el suelo español, y es de admirarse cómo, a pesar de las destructoras tormentas que lo han arrasado, no perdió nunca del todo la virtud de producir: si en lo sucesivo no lo ha hecho con la lozanía vigorosa con que brotaba en su buen tiempo obras maestras y acabadas, por las que, no menos que por el poder de sus armas, sobresalía España la primera entre las naciones de Europa; dio indicios, aun en épocas de la mayor decadencia, de que era todavía la tierra en que se compuso el nunca rivalizado D. Quijote. Y en prueba de esta aserción, véase, pues, en el reinado de Fernando VI, cuando apenas empezaba a lucir el escaso crepúsculo de razón y de buen gusto que había preparado Felipe V, aparecer el atrevido Fr. Gerundio, ridiculizando triunfantemente las sandeces con que la ignorancia profanaba el púlpito.
Doloroso es confesar sin embargo que de entonces acá, si exceptuamos el Eusebio, de Montengon, no ha vuelto a aparecer obra original en este género que sea digna de mencionarse. Desde el tiempo de Carlos III, en que se desencadenó, a manera de irrupción de río, una turba de traductores, acaudillada por Nifo, nos hemos visto anegados, en medio de nuestra escasez, de toda clase de novelas extranjeras, que forman en su totalidad un cuerpo heterogéneo compuesto de los más contrarios y distintos elementos. En el ciego furor de traducir novelas que se apoderó de nuestros semieruditos, no se escapó, según el espíritu de los tiempos, ni la perdurable Casandra, ni los frívolos Cuentos morales de Marmontel, ni el tétrico Dean de Killerine, ni la prolija Pamela. En Valencia se estableció después una fábrica de traducciones, de la cual han salido indistintamente, pero siempre desfiguradas, las páginas elocuentes de la gentil Corina o de la brillante Atala, y las adocenadas producciones de los más oscuros zurcidores de cuentos de Francia e Inglaterra. Pero en París fue donde después de la independencia de la América del Sur, se fundó principalmente la mayor y la más desatinada factoría de este ramo de comercio. No parece, sino que a la capital de Francia se acogieron los españoles que menos sabían el castellano, y que más a oscuras se hallaban en punto a letras. Pusieron a contribución a todos los novelistas franceses desde el profundo Rousseau hasta el desvergonzado Rigault-le-Brun y delirante autor del Renegado; y, como si no fuesen bastante los traductores españoles para acabar con su lengua, y bastardearla en los países hispanoamericanos, donde iban a parar dichas traducciones, salió un tal Monsieur Pages, que se dice Intérprete Real, y se atrevió con la osadía de la ignorancia a poner también sus manos impuras en el habla divina de Benengeli.
En medio de este caos se han visto de cuando en cuando, es verdad, algunas novelas traducidas con desembarazo y gallardía: tales son el Gil Blas por el P. Isla, las novelas de Voltaire por Marchena, el Ivanhoe por Mora, y sobre todos El Talismán, vertido por Tapia con un conocimiento tan profundo del original que parece obra pensada en español; las cuales son honrosas excepciones que de justicia reclamaban este elogio. Pero ¿dejan por eso de ser meras versiones de obras extranjeras, ni alcanzan acaso, por perfectas que sean, a llenar el vacío que en nuestra literatura actual se experimenta, y que no han pensado en cubrir ninguno de los aventajados ingenios que han florecido en España durante medio siglo?
Y aun admirando la belleza de esas mismas traducciones, nos causa dolor el considerar la apatía de los que aplicaron en ellas todas las fuerzas de su talento en reproducir composiciones ajenas y de ajenos países, pudiendo haberlas empleado con más gloria en inventar originalmente obras nacionales. Y ahora que conforme al saludable y utilísimo giro que ha dado a este género de literatura el insigne autor de Waverley, en que de las crónicas y tradiciones de los pueblos se sacan los asuntos favoritos de la novela, ¿qué tesoro tan abundante y tan precioso no ofrecería a un novelista histórico español las distintas y brillantes épocas de la historia de su nación? La conquista de los godos, la mixtión paulatina del pueblo vencedor con la gente vencida, tan marcada en el Fuero Juzgo, y en los actos de los primeros concilios toledanos; la lucha de la civilización decrépita de los ibero-romanos y la barbarie vigorosa, pero domesticada por el cristianismo, de las hordas visigodas, el cisma de Arrio; las persecuciones religiosas que trajo consigo; la conversión y el martirio de Hermenegildo; la serie de reyes de estaraza belicosa, tan fecunda en hechos heroicos y viles; Wamba, Witiza, D. Rodrigo… ¿tuvo acaso Gualterio [sic] Scott temas tan brillantes a su disposición? ¡Y luego cómo se amontonan los acontecimientos interesantes durante la invasión y el imperio de los árabes! La batalla de Guadalete; las creencias populares de las causas de esta tragedia que se conservan todavía en los romances y cantarcillos de la plebe, que por tradición conoce hasta el nombre del caballo que en el combate llevaba el malaventurado Rey; la constancia de D. Pelayo y sus nobles Asturias; la formación de las distintas soberanías en que se dividió la parte cristiana de la Península; las proezas inmortales del famoso Campeador, del más popular y del más poético adalid que ha tenido jamás nación alguna; los curiosísimos pormenores de las costumbres de esas épocas cuyos vestigios se conservan con tanta frescura en los Códigos legislativos, en las crónicas innumerables que poseemos, en los infinitos romanceros y cancioneros antiguos, por los cuales se puede seguir paso a paso la progresión tardía, pero constante de la cultura empezando por la feroz feudalidad de los Ricos-hombres del tiempo antiguo de los Condes de Castilla, hasta la galantería caballeresca del reinados de los Felipes―; cada uno de estos particulares ¿no son otros tantos sujetos dignos de ocupar a los literatos españoles, que dedicados a estudios históricos, pudieran vulgarizar filosóficamente en forma de novelas los períodos más notables de la historia nacional? Véase lo que han hecho Sir Gualterio [sic], Fenimore Cooper, Manzoni, con las historias infinitamente menos dramáticas de sus respectivos países, y cómo han sabido deleitar no solo a sus compatriotas, sino al mundo civilizado. ¿Y qué diferencia no se nota entre las aventuras de un oscuro laird de los clanes de Escocia, o de los indios y marineros yankees del Norte de América o los campesinos del Milanesado, y los ruidosos acontecimientos de los reinos de León, de Castilla, de Aragón, que siempre pesaron tanto en la balanza política europea, y que tanta influencia han tenido en la civilización general? No hay más que acordarse de D. Fernando III, de Alfonso el Sabio, de D. Pedro el justiciero o el cruel, de Isabel la Católica y el espléndido acompañamiento de capitanes valientísimos y discretos letrados de su corte, para conocer y estimar la superioridad de materiales que a su disposición tendría el novelista español.
Percibimos empero que no es tan fácil como han creído algunos escritores bisoños de la Península, sobresalir, ni aun acertar en este género dificilísimo de composición. Varios son los escollos en que han caído, y es muy probable que caiga, el que se dedica a esta tarea, sin reunir las tres cualidades de poeta, filósofo y anticuario.
En la primera comprendemos la facultad de inventar situaciones y caracteres que presenten más en relieve el espíritu de la época, del pueblo, y de los personajes que se quieran pintar: a esta cualidad pertenece también el don de derramar por toda la novela y en cada parte de ella, un atractivo irresistible, ya por la particularidad y exactitud de las descripciones, que no nos dejen confundir el aspecto de unos sitios con el de otros; ya por el calor, la animación y la gracia de estilo y de lenguaje, que solo pueden comunicar a sus obras los que de Dios hayan recibido un alma de poeta. Tal se le conoce que la tiene en todas sus novelas el grande autor del Ivanhoe y del Anticuario, pues sin ella nunca hubiera podido, a pesar de su vastísima y sazonada erudición, trazar con la misma maestría casi que nuestro eminente poeta Miguel de Cervantes, aquellas perspectivas tan amenas de naturaleza campestre, o aquel asedio del castillo de Torquilstone, que recuerda la confusión del campo de Agramante, pintada por el Ariosto. Tal la tuvo Cooper, cuando consiguió arrebatarnos, ora con sus magníficas descripciones del océano, bajo todas sus imponentes faces en El Piloto y El Corsario Rojo; ora cuando inspirado por el genio de Salvador Rosa, nos causa una especie de terror mezclado de placer, al presentarnos las sangrientas algaradas de los indios, en El último de los mohicanos o en La Sabana. Y, por el contrario, solo por carecer de ella el sabio Sismondi, no ha llamado la atención, más que de los literatos, su erudita novela histórica titulada Julia Severa. Por filosofía entendemos aquí el conocimiento profundo del corazón humano. Este no se adquiere sin la observación más perspicaz de los hombres en sociedad; sin el estudio de los móviles secretos que impelen a cada uno a pensar y obrar de un modo diferente del que pudiera esperarse, juzgándole por las reglas generales de moralidad. Para alcanzar este conocimiento se necesita también atender al sexo, a la edad, condición, y época en que se halla colocado el personaje, cuyos más recónditos sentimientos, tenemos que descubrir. Luego hay que atender al influjo más o menos poderoso de las personas que le rodean, de su temperamento, de su ejercicio y ocupaciones, gobierno a que está sujeto, y hasta la naturaleza del país que habita. Este conocimiento íntimo, psicológico de nuestra naturaleza, que nos hace descubrir el origen de las acciones humanas en una causa levísima, imperceptible a los ojos vulgares, y que nos la presenta progresivamente creciendo en el ánimo, tomando cuerpo, y apoderándose de toda la voluntad, hasta que al cabo se declara señora de las potencias, y decide de la suerte de los hombres y de los estados; es tan preciso que lo posea en muy alto grado el novelista histórico, que sin él no será más que un adocenado contador de cuentos. En esta parte, como en todas las demás que constituyen la perfección en este ramo, se distingue Sir Gualterio [sic]. Por él se ha dicho que en sus ficciones se veían los personajes históricos más verdaderos y escrupulosamente representados, que en la misma historia. Y cierto que ningún historiador de la Gran Bretaña nos ha dado a conocer tanto ni tan confidencialmente los caracteres de María Estuardo y de Isabel de Inglaterra como este divino ingenio en sus novelas del Abad y de Kennilworth. Pero Manzoni sin disputa es el que, según humilde juicio, ha sobresalido más en esta dote. Véase en su famosa novela I promessi sposi cuan bien explana y con cuanta plenitud de sabiduría, la serie de afectos diversos, pero encaminados todos a un mismo fin, que experimenta, en la persona del Innonimado, un perverso desde que recibe las primeras perturbaciones de la conciencia, hasta que sale esta triunfante y acaba por trastornarle y abatirle a sus mismos ojos. Véase igualmente en sus acabadas pinturas de la asonada y de la peste de Milán, la profundidad con que supo calar el alma de los distintos personajes que fueron causa y victimas de aquellas calamidades: la indecisión y la apatía de un gobernador inepto, que en nada le interesa el pueblo que temporalmente gobierna; el egoísmo de una nobleza insignificante y corrompida; la infamia y la cobardía de los agentes inferiores de un gobierno decrépito; la ignorancia, la inmoralidad del infeliz pueblo de Milán; todo está concebido con tanta intensidad y tan gráficamente escrito que, como si sucediera en nuestro tiempo, nos indignamos o complacemos a voluntad del escritor.
No es menos necesaria la ciencia minuciosa del anticuario para escribir con tino una novela histórica. Y esta ciencia no se reduce a conocer la necrología y los resultados visibles de los hechos, que eso se aprende en las historias vulgares, sino a solicitar codicioso por cuantos medios estén a nuestro alcance las noticias más prolijas acerca de las costumbres del siglo que se quiere representar. Las costumbres se conocen, o al menos se sospechan, por el estudio de las leyes, por el de las letras, las ciencias, las artes, las preocupaciones del tiempo: y aun no bastan tales investigaciones; que si el novelista pretende imprimir a su obra el sello peculiar, inequivocable de una época dada, es preciso que con la tenacísima curiosidad de una mujer, pero al mismo tiempo con la perspicacia sagaz de un sabio, revuelva guardarropas, visite museos de antiguallas, consulte cuadros, y pinturas, y examine y compare ruinas de toda especie. Tan persuadido ha estado Gualterio [sic] Scott, de la necesidad y utilidad de este trabajo, que se le ha trocado en manía su afición a antigüedades, y su casa, según el testimonio de un habanero que lo visitó en Abbotsford 62 es una armería o museo de trajes, muebles, armas y chismes antiguos de toda especie. Por eso sin duda se ha sospechado que trató de retratarse en el personaje de Oldsbuk el anticuario, en su novela de este nombre. Bien se le conoce la predilección con que ha mirado este estudio y el gusto delicadísimo y el tino filosófico con que ha sabido aprovechar sus lucubraciones; pues con el recuerdo, magistral mente traído, de una ley, de una costumbre, de un traje o mueble cualquiera, nos traslada mágicamente a un siglo, y nos hace casi respirar la atmósfera de los tiempos pasados.
Ahora pues, que hemos expuesto en globo en las páginas anteriores el objeto y las cualidades de la novela histórica, conforme al rumbo que han seguido los maestros en el arte, podremos, sin que se nos tache de críticos atrabiliarios, y que solo por caprichosa arbitrariedad juzgamos, calificar el mérito respectivo de cada una de las novelas que están al frente de este artículo.
Publicado originalmente en la Revista Bimestre Cubana, 2 (5): 157-183, La Habana, enero y febrero, 1832.
* * *
Incluido en el epub Atravesar los umbrales: crítica, ensayo y otras vecindades (1791-1922), de Cira Romero, disponible de manera gratuita en la sección de Descargas de nuestro portal.
Visitas: 54
Deja un comentario