Sobre el autor
Julián del Casal (La Habana, 7 de noviembre de 1863 – 21 de octubre de 1893), fue un intelectual, poeta y periodista cubano, considerado una de las grandes voces de la poesía cubana del siglo XIX.
Nombrado el «poeta infortunado», Casal fue uno de los iniciadores del modernismo hispanoamericano de conjunto con Manuel Gutiérrez Nájera y José Asunción Silva. Su obra estuvo influenciada por la literatura francesa finisecular. Colaboró fielmente con importantes publicaciones cubanas y extranjeras.
Sobre él Martí expresó en un artículo para el periódico Patria en 1893:
Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo. El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de emoción noble y graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal.
En el 160 aniversario de su natalicio, compartimos a modo de homenaje, una selección de su obra poética.
Fragmentos de su obra
La cólera del infante
Frente al balcón de la vidriera roja que incendia el Sol de vivos resplandores, mientras la brisa de la tarde arroja, sobre el tapiz de pálidos colores, pistilos de clemátides fragantes que agonizan en copas opalinas y esparcen sus aromas enervantes de la regia mansión en las cortinas, está el Infante en su sitial de seda, con veste azul, flordelisada de oro, mirando divagar por la alameda niños que juegan en alegre coro. Como un reflejo por oscura brasa que se extingue en dorado pebetero, por sus pupilas nebulosas pasa la sombra de un capricho pasajero que, encendiendo de sangre sus mejillas más pálidas que pétalos de lirios, hace que sus nerviosas manecillas muevan los dedos, largos como cirios, encima de sus débiles rodillas. —¡Ah!, quién pudiera, —en su interior exclama—, abandonar los muros del castillo; correr del campo entre la verde grama como corre ligero cervatillo; sumergirse en la fresca catarata que baja del palacio a los jardines, cual alfombra lumínica de plata salpicada de nítidos jazmines; perseguir con los ágiles lebreles, del jabalí las fugitivas huellas por los bosques frondosos de laureles; trovas de amor cantar a las doncellas, mezclarse a la algazara de los rubios niños que, del poniente a los reflejos, aspirando del campo los efluvios, veo siempre jugar, allá a lo lejos, y a cambio del collar de pedrería que ciñe a mi garganta sus cadenas, sentir dentro del alma la alegría y ondas de sangre en las azules venas. Habla, y en el asiento se incorpora, como se alza un botón sobre su tallo; mas, rendido de fiebre abrasadora, cae implorando auxilio de un vasallo, y para disipar los pensamientos que, como enjambre súbito de avispas ensombrecen sus lánguidos momentos, con sus huesosos dedos macilentos las perlas del collar deshace en chispas.
Autobiografía
Nací en Cuba. El sendero de la vida firme atravieso, con ligero paso. Sin que encorve mi espalda vigorosa la carga abrumadora de los años. Al pasar por las verdes alamedas, cogido tiernamente de la mano, mientras cortaba las fragantes flores o bebía la lumbre de los astros, vi la Muerte, cual pérfido bandido, abalanzarse rauda ante mi paso y herir a mis amantes compañeros, dejándome, en el mundo, solitario. ¡Cuán difícil me fue marchar sin guía! ¡Cuántos escollos ante mí se alzaron! ¡Cuán ásperas hallé todas las cuestas! Y ¡cuán lóbregos todos los espacios! ¡Cuántas veces la estrella matutina alumbró, con fulgores argentados, la huella ensangrentada que mi planta iba dejando, en los desiertos campos, recorridos en noches tormentosas, entre el fragor horrísono del rayo, bajo las gotas frías de la lluvia y a la luz funeral de los relámpagos! Mi juventud, herida ya de muerte, empieza a agonizar entre mis brazos. sin que la puedan reanimar mis besos, sin que la puedan consolar mis cantos. Y al ver, en su semblante cadavérico, de sus pupilas el fulgor opaco —Igual al de un espejo desbruñido—, siento que el corazón sube a mis labios, cual si en mi pecho la rodilla hincara joven titán de miembros acerados. Para olvidar entonces las tristezas que como nube de voraces pájaros al fruto de oro entre las verdes ramas, dejan mi corazón despedazado, refúgiome del Arte en los misterios o de la hermosa Aspasia entre los brazos, guardo siempre, en el fondo de mi alma, cual hostia blanca en cáliz cincelado, la purísima fe de mis mayores, que por ella, en los tiempos legendarios, subieron a la pira del martirio, con su firmeza heroica de cristianos, la esperanza del cielo en las miradas y el perdón generoso entre los labios. Mi espíritu, voluble y enfermizo, lleno de la nostalgia del pasado, ora ansia el rumor de las batallas, ora la paz de silencioso claustro, hasta que pueda despojarse un día —Como un mendigo del postrer andrajo—, del pesar que dejaron en su seno los difuntos ensueños abortados. Indiferente a todo lo visible, ni el mal me atrae, ni ante el bien me extasío, como si dentro de mi ser llevara el cadáver de un Dios, ¡de mi entusiasmo! Libre de abrumadoras ambiciones, soporto de la vida el rudo fardo, porque me alienta el formidable orgullo de vivir, ni envidioso ni envidiado, persiguiendo fantásticas visiones, mientras se arrastran otros por el fango para extraer un átomo de oro del fondo pestilente de un pantano.
Tardes de lluvia
Bate la lluvia la vidriera y las rejas de los balcones, donde tupida enredadera cuelga sus floridos festones. Bajo las hojas de los álamos que estremecen los vientos frescos, piar se escucha entre sus tálamos a los gorriones picarescos. Abrillántanse los laureles, y en la arena de los jardines sangran corolas de claveles, nievan pétalos de jazmines. Al último fulgor del día que aún el espacio gris clarea, abre su botón la peonía, cierra su cáliz la ninfea. Cual los esquifes en la rada y reprimiendo sus arranques, duermen los cisnes en bandada a la margen de los estanques. Parpadean las rojas llamas de los faroles encendidos, y se difunden por las ramas acres olores de los nidos. Lejos convoca la campana, dando sus toques funerales, a que levante el alma humana las oraciones vesperales. Todo parece que agoniza y que se envuelve lo creado en un sudario de ceniza por la llovizna adiamantado. Yo creo oír lejanas voces que, surgiendo de lo infinito, inícianme en extraños goces fuera del mundo en que me agito. Veo pupilas que en las brumas dirígeme tiernas miradas, como si de mis ansias sumas ya se encontrasen apiadadas. Y, a la muerte de estos crepúsculos, siento, sumido en mortal calma, vagos dolores en los músculos, hondas tristezas en el alma.
Una maja
Muerden su pelo negro, sedoso y rizo, los dientes nacarados de alta peineta y surge de sus dedos la castañeta cual mariposa negra de entre el granizo. Pañolón de Manila, fondo pajizo, que a su talle ondulante firme sujeta, echa reflejos de ámbar, rosa y violeta moldeando de sus carnes todo hechizo. Cual tímidas palomas por el follaje, asoman sus chapines bajo su traje hecho de blondas negras y verde raso, y al choque de las copas de manzanilla riman con los tacones la seguidilla, perfumes enervantes dejando al paso.
Vespertino
I
Agoniza la luz. Sobre los verdes montes alzados entre brumas grises, parpadea el lucero de la tarde cual la pupila de doliente virgen En la hora final. El firmamento que se despoja de brillantes tintes asemejase a un ópalo grandioso engastado en los negros arrecifes de la playa desierta. Hasta la arena se va poniendo negra. La onda gime por la muerte del Sol y se adormece lanzando al viento sus clamores tristes.
II
En un jardín, las áureas mariposas embriagadas están por los sutiles aromas de los cálices abiertos que el Sol espolvoreaba de rubíes, esmeraldas, topacios, amatistas y zafiros. Encajes invisibles extienden en silencio las arañas por las ramas nudosas de las vides cuajadas de racimos. Aletean los flamencos rosados que se irguen después de picotear las fresas rojas nacidas entre pálidos jazmines. Graznan los pavos reales. Y en un banco de mármoles bruñidos, que recibe la sombra de los árboles coposos, un joven soñador está muy triste, viendo que el aura arroja en un estanque jaspeado de metálicos matices, los pétalos fragantes de los lirios y las plumas sedosas de los cisnes.
Visitas: 93
Deja un comentario