La poesía de Luis Rogelio Nogueras (1944-1985) está inscrita en un período que produce, en veinte años, el auge de la poesía conversacional en Cuba y su superación. El momento de la escritura de los primeros poemas de Nogueras es 1965, como él apunta en el breve comentario sobre su primer libro (Cabeza de zanahoria, 1967). Su temprana y lamentable muerte ocurrirá exactamente veinte años después.
En otra parte he tratado de explicar el surgimiento de la poesía conversacional en el mundo hispánico. Se trata, como he querido hacer ver, no de un regreso a la expresión del posmodernismo hispanoamericano —Luis Carlos López, Evaristo Carriego, Baldomero Fernández Moreno— que, ciertamente, tiene importantes representantes en Cuba —Agustín Acosta, Regino Boti, José Z. Tallet— sino del arraigo de un nuevo prosaísmo que aprovecha las conquistas expresivas de nuestra vanguardia.
El proceso de conformación de esa nueva poesía tiene sus antecedentes en los años cuarenta del siglo XX, con textos como La isla en peso, de Virgilio Piñera; Conversación a mi padre, de Eugenio Florit y En la Calzada de Jesús del Monte, de Eliseo Diego. Esa renovación se inscribe en el flujo y reflujo que a lo largo de ese siglo van a tener las dos corrientes que Octavio Paz ha descrito como las conformadoras de nuestra contemporaneidad poética: la poesía de la imagen insólita y la poesía prosaísta. La vanguardia, innegablemente, privilegió la primera de esas opciones, que culminará espléndidamente en Cuba con la obra de José Lezama Lima.
Pero aún en plena vigencia del magisterio lezamiano, empieza a emerger entre nosotros una poesía de la claridad, empieza a cobrar cuerpo la acción de esos que Mario Benedetti ha llamado «los poetas comunicantes».
Si el prosaísmo posmodernista aparece como un hiato entre el modernismo y la poderosa vanguardia que aflorará en la tercera década del siglo; si hasta entonces pudo verse la poesía prosaísta como una tendencia menor, siempre en un pudoroso trasfondo, detrás de la dominante poesía de la imagen insólita, esa relación cambiará, y me parece irrebatible que, a partir de los años cuarenta, esta tendencia se irá imponiendo paulatinamente como centro del trabajo de poetas de varias generaciones (a veces coincidentes) y como la fuerza fundamental de la poesía de la lengua. Creo que esa fuerza brotó de fuentes diferentes, aunque también relacionadas.
En Cuba, la necesidad de claridad que la renovación de la lengua poética demanda en su clásico movimiento pendular va a ser especialmente alimentado por la aparición del trascendental hecho histórico que es la Revolución Cubana de 1959.
Ya desde los primeros años del complejo proceso, se ve emerger una poesía que pretende comunicar con lectores con los que no podían contar los poetas en tiempos anteriores.
En el prefacio a la cuarta edición de su libro Así en la paz como en la guerra (1964), Guillermo Cabrera Infante escribía:
(…) decía un amigo una vez, «cuando un escritor tiene un público es hora de que comience a pensar en escribir para él» (todavía no sé si este amigo, que es también amigo de las paradojas, quería decir que el escritor debía escribir para el público que ahora tiene o para sí: dejo en manos de la anfibología, de la retórica, esta duda metafísica). Pero quiero anunciarle que escribo para usted al tiempo que le digo, en confidencia: es por ti que escribo.
Guillermo Cabrera Infante: «Prefacio a la cuarta edición», en Así en la paz como en la guerra, cuarta edición (definitiva), La Habana, 1964, Ediciones R, p. 16.
Creo que ese sentimiento, esa convicción del encuentro con el lector, es común a los escritores cubanos del momento. Son, por supuesto, los jóvenes los que comienzan a conformar una nueva literatura en el país.
Como he dicho más arriba, ese proceso de clarificación, de negación dialéctica de la poesía generada por Orígenes y, sobre todo, por José Lezama Lima, empieza a actuar desde los años cuarenta como búsqueda de una alternativa que devolviera el discurso poético a una dimensión más inmanente, a un encuentro más cercano con la realidad del ser humano. Se trataba, una vez más, del redescubrimiento del entorno, de aquella comprensión que Jorge Luis Borges atribuye a Evaristo Carriego en esta página memorable:
Un día entre los días del año 1904, en una casa que persiste en la calle Honduras, Evaristo Carriego leía con pesar y con avidez un libro de la gesta de Charles de Baatz, señor de Artagnan. Con avidez, porque Dumas le ofrecía lo que a otros le ofrecen Shakespeare o Balzac o Walt Whitman, el sabor de la plenitud de la vida; con pesar porque era joven, orgulloso, tímido y pobre, y se creía desterrado de la vida. La vida estaba en Francia, pensó, en el claro contacto de los aceros, o cuando los ejércitos del Emperador anegaban la tierra, pero a mí me ha tocado el siglo XX, el tardío siglo XX, y un mediocre arrabal sudamericano… En esa cavilación estaba Carriego cuando algo sucedió. Un rasguido de laboriosa guitarra, la despareja hilera de casas bajas vistas por la ventana, Juan Muraña tocándose el chambergo para contestar a un saludo (Juan Muraña, que anteanoche marcó a Suárez el Chileno), la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar, algo cuyo sentido sabemos pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces, que reveló a Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en cualquier lugar, y no sólo en las obras de Dumas) también estaba ahí, en el mero presente, en Palermo, en 1904. Entrad, que aquí también están los dioses, dijo Heráclito de Efeso a las personas que lo hallaron calentándose en la cocina.
Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento que en el hombre sabe para siempre quién es.
Jorge Luis Borges: «Evaristo Carriego», en Obras completas, Buenos Aires, 1974, Emecé Editores, pp. 157-158.
Esa sospecha borgiana (de Jorge Luis, no de César ni de Lucrecia) es también perfectamente sospechable para los grupos humanos y, por supuesto, para los grupos literarios. Ya desde los albores de la Revolución Cubana, entre los poetas, se refuerza esa voluntad de contactar con el mundo, de comprender al hombre en su dimensión de ser vivo y sufriente, que los poetas hispanoamericanos del siglo han heredado de César Vallejo. No sólo la vida estaba aquí, sino que parecía que empezaba a estar también la historia. A fines de la década de los años cincuenta, dos poetas cubanos marcan señaladamente ese hallazgo que, como quiero hacer ver, apoya un pie en la dinámica interna de nuestra poesía, y el otro en la dramática transformación de nuestra historia.
Entre 1956 y 1959, Fayad Jamís está escribiendo en París un libro que se publicará en La Habana en 1962, bajo el título de Los puentes.
Vagabundo del alba —y también de la noche— parisina, Jamís entregará una poesía intensamente contaminada por la realidad de las calles y la vida del Quartier Latin de París, que amplían y ahondan los poemas existenciales que ya había escrito en La Habana de 1954, recogidos en un poemario que las ediciones Orígenes publicaron bajo el título de Los párpados y el polvo.
En los primeros años de la década de los sesenta, aparece Libro de Rolando, que reúne la breve e intensa obra de Rolando T. Escardó, muerto en un accidente que ocurre casi a la par con la edición de su libro.
Escardó se apoya en los hallazgos del César Vallejo de Trilce, y en las exploraciones del poema en prosa de Rimbaud y Lautréamont. En 1962, Heberto Padilla publica, en las Ediciones Unión, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, El justo tiempo humano, que es reeditado en 1964. Pero creo que para la definitiva afirmación de la poesía conversacional en Cuba va a resultar crucial la aparición del breve poemario Historia antigua, de Roberto Fernández Retamar, en 1964.
Este libro introducía un lenguaje sencillo, voluntariamente comunicativo, pero problematizador de las diferentes aristas de la vida. Incluso, las habitualmente existentes fronteras entre esas aristas parecían disolverse y los compartimentos confundirse. Había allí un poema dedicado a Benny Moré, muerto un año antes que, de pronto —como Nicolás Guillén o Alejandro García Caturla décadas atrás— nos hacía ver que era falsa la delimitación absoluta entre arte popular y arte culto, porque ambos podían reunirse en la sensibilidad de un país que estaba reencontrándose. Se trataba de una poesía de la reflexión, del ingenio, que eran los que, en esos textos, convocaban a la sensibilidad. Estoy, no historiando el surgimiento de la afirmación del predominio de la poesía conversacional en Cuba, sino apenas describiendo a vuela pluma las contingencias poéticas en las que empieza a escribir Luis Rogelio Nogueras.
Pero faltaría hacer referencia a voces que provenían de otros sitios que no eran Cuba.
Pablo Armando Fernández me dijo alguna vez que mi generación poética era la primera en Cuba que se había formado íntegramente en la influencia de la poesía hispanoamericana. Creo que exageraba, aunque existían motivaciones para que él lo percibiera así.
Los poetas que entonces teníamos algo más de veinte años, descubríamos y leíamos con avidez a Baudelaire, Rimbaud, Walt Whitman, Eliot, los surrealistas, Maiakovski, Nazim Hikmet, el García Lorca de Poeta en Nueva York y Diván del Tamarit, el Luis Cernuda de Desolación por la quimera, a Miguel Hernández, al Vicente Aleixandre de La destrucción o el amor y de Historia del corazón, a Blas de Otero, que entonces residía en La Habana y aquí editó Que trata de España pero nos volcábamos con intensidad hacia una Hispanoamérica cuyas letras comenzaron a hacerse familiares y sobre todo actuales, con el trabajo editorial de Casa de las Américas.
La poesía de esta zona del mundo alcanzó una jerarquía universal bastante antes de que el mercado internacional del libro promoviera la gran novelística que escriben Carpentier, Asturias, Juan Rulfo, Cortázar, García Márquez, José Lezama Lima, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Roa Bastos, Cabrera Infante.
Para los jóvenes poetas cubanos, por esos años, ya no eran solo Rubén Darío y Pablo Neruda —hasta entonces parcialmente conocidos—, sino el hallazgo deslumbrante de César Vallejo, de la obra de Vicente Huidobro y Oliverio Girando, del Borges poeta que leíamos en las ediciones de Emecé que existían en bibliotecas, y de los entonces nuevos Nicanor Parra, Jaime Sabines, Juan Gelman, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn, Roque Dalton, cuyas obras casi iban surgiendo ante nuestros ojos, porque vivían, impartían conferencias, daban recitales, editaban sus textos en La Habana de entonces.
La Habana se había convertido en esos años sesenta, en el centro irradiante de la cultura hispanoamericana, lo que nunca antes había sido, y era perfectamente lógico que esa fuerza cultural se ejerciera, primeramente y con más vigor, sobre los nuevos poetas de Cuba.
Yo tuve el privilegio de leer (y escoger para editar dos de ellos), los primeros poemas de Luis Rogelio Nogueras, cuando se fundó El Caimán Barbudo.
Privilegio en el que colaboraron decisivamente las circunstancias. Yo era casi dos años mayor que él y le aventajaba en dos o tres en los estudios en la Escuela de Letras y Arte, que ambos seguíamos. En los primeros días de 1966 apareció mi primer poemario (Cambio de impresiones) y a Nogueras le gustó. Compartíamos, además, copiosas conversaciones con otros condiscípulos —casi todos picados por el bicho de la poesía—, si mal no recuerdo, en la humilde cafetería que sigue estando en 23 y F, cuando no en el histórico banco del vestíbulo de la Escuela. No recuerdo cuándo Wichy me hizo leer sus poemas. Y cuando en los primeros meses de 1966, Jesús Díaz —entonces recién estrenado Premio de la Casa de las Américas, con su libro Los años duros— me propuso participar en la fundación del nuevo magazine, yo me di a la tarea de nuclear a un grupo de poetas jóvenes y afines, que suscribieron el manifiesto «Nos pronunciamos», que yo redacté y que aparece en el opus del Caimán. Entre esos poetas estaba Luis Rogelio Nogueras.
He creído siempre en la eficacia de los grupos literarios, sobre todo cuando los escritores (en este caso, los poetas) aparecen en la vida cultural. Luego, las cosas forzosamente cambian y cada cual debe seguir el camino que la realidad le impone y que su talento le permite.
El grupo de los jóvenes escritores desarrolla un constante intercambio de ideas y experiencias en el momento de la vida en que ellas pueden compartirse con avidez y beneficio para todos. El grupo de jóvenes escritores manifiesta una fuerza que le permite hacerse conocer y participar con mucha mayor intensidad en la vida literaria.
Desgraciadamente, la convicción centralista de la mayor parte de nuestros dirigentes culturales de entonces —que era, en rigor, muestra de su generalmente pobre formación cultural— veía siempre en el grupo, «una pandilla», y se desconfiaba por principio de aquel que formaba parte de uno y todavía mucho más de quien lo organizaba, si esta organización no le había sido confiada por lo que la burocracia llama «los niveles competentes».
Pero nadie, desde una posición burocrática, política, estatal o de cualquier índole, puede eficientemente organizar un grupo cultural, sino apenas promover aquel que se ha integrado siguiendo sus leyes, que son las de la cultura y no otras.
Para lo que me interesa señalar aquí, Luis Rogelio Nogueras se nutrió del trabajo de aquel grupo y, por supuesto, lo nutrió con su talento y su simpatía, que enriqueció la vida de todos sus compañeros.
Son los años de ese grupo, los años iniciales de El Caimán Barbudo, lo que encierran el momento en que aparece su primer libro: Cabeza de zanahoria.
Se ha dicho que, en la obra inicial de un artista, están ya en germen los rasgos que le van a acompañar toda la vida. No sé si concederle condición axiomática a esta afirmación, pero creo que ella es profundamente cierta en lo que toca a Luis Rogelio Nogueras y su poesía.
En algún ensayo me he referido a lo que llamo «las dos poéticas una» de Nogueras. En efecto, el acento fundamental en ese primer poemario es el del predominio de la poesía conversacional.
En otro estudio he tratado de hacer ver que esa afirmación de una poesía que prefiero llamar prosaísta, es un proceso que viene fraguándose en nuestras letras desde los años cuarenta y que pasa a ser central en ese segundo lustro de los sesenta[ii]. Creo que a ese predominio en Cuba, contribuye el hecho de que la nueva generación de poetas que aflora entonces, la elija como su tendencia.
Acaso el primer signo de ello fue la edición, en 1963, de La piedrafina y el pavorreal, el primer libro de Miguel Barnet. Este libro —como Poemas del hombre común, de Domingo Alfonso, apenas un año después— marchaba por un camino cercano al que deseábamos para nuestra poesía.
A pesar de la condición de absolutos principiantes de sus firmantes y de la ingenuidad que su misma existencia supone, estoy convencido que el manifiesto «Nos pronunciamos» contribuyó en no escasa manera al predominio de la tendencia poética que en él se explicitaba, e incluso a que poetas de más edad y obra (que se habían mostrado reticentes y hasta discrepantes con respecto a la poesía conversacional) se sumaran a esa expresión apenas un poco después. Los ejemplos son varios, pero quiero señalar el de Manuel Díaz Martínez (quien polemizó agudamente conmigo a raíz de mi comentario a su libro El país de Ofelia) y que en 1967 obtuvo el premio Julián del Casal con Vivir es eso, un muy buen libro, plenamente colocado en la tendencia que un año antes rechazaba. Pero mucho más que el manifiesto, contribuyó a ese triunfo la práctica poética de los mejores poetas entre esos desconocidos firmantes de «Nos pronunciamos». En primerísimo lugar, el trabajo de Luis Rogelio Nogueras.
Entre los textos de Cabeza de zanahoria hay varios poemas centrados en asuntos que el manifiesto postulaba como propios de la poesía que necesitábamos. La infancia y la familia se colocaban en un plano preponderante.
No significaba esto, por supuesto, que fueran esos temas inéditos en la poesía ni tampoco en la poesía de Cuba. Uno de nuestros poetas más admirados entre los cubanos, Eliseo Diego, había sido precisamente un incesante frecuentador de ambos asuntos. Nos interesaban, porque eran facetas esencialmente vinculadas a la existencia, y sobre ella pretendíamos fundar nuestra poética.
Los textos de Nogueras que abordan la niñez y la familia, se ubican en la sección que se denomina, en Cabeza de zanahoria, «En familia», que conservan tanto la referencia temática al título, como el carácter confidencial que la frase tiene en el habla cubana. Hay en ellos casi un tratamiento testimonial, casi el desnudo relato de una anécdota. Recordar el «Retrato del artista adolescente»:
Está desnudo, mirando a la cámara, sentado en una taza de noche tan brillante, tan blanca.
Anécdota, es cierto, y no hay que olvidar la capacidad de la poesía conversacional para incorporar la diéresis; pero lo diegético en Nogueras viene del vínculo con el cine, que hace que los poemas funcionen como mínimos guiones en los que la «cámara» puede captar ese detalle del brillo, la blancura de la taza de noche, que se amplifica para iluminar la toma en que el texto deviene. Semejante fuerza cinematográfica tiene «Cumpleaños».
Otras veces, lo conversacional va a perseguir la extraña poesía de lo real, que tantas veces se enmascara en la rutina con la que se le percibe día a día. Así, en ese pasmoso final que termina el poema a la muerte del abuelo:
Abuelo duerme su gran sueño. Cómo dura la muerte del abuelo.
De pronto, se advierte el enorme, inacabable tiempo de la muerte, todavía más desmesurado si se le confronta con la fugacidad de la vida. Como Rimbaud, como Chagall, como Vallejo, Nogueras ha incorporado la visión del niño, que refuerza la percepción de ese «misterio de lo cotidiano» que Fernández Retamar veía como fundamental en la buena poesía conversacional. Un texto como «The raven» es la típica inversión que provoca la antipoesía, que también tiene su parte —moderada, es cierto— en esos primeros poemas de Nogueras, aunque el humor que ella propone desarrollar persista a lo largo de su obra. «El bombardeo a la aldea», referido a la guerra de Vietnam, es una muestra de cómo Nogueras encaró la asunción de una poesía de denuncia social, sin repetir los mecanismos que fueron típicos, por ejemplo, del Neruda que empieza en España en el corazón. Es como si el poeta renunciara a una fundamentación ideológica de su texto o, mejor, como si calculara que existe una sobresaturación ideológica e informativa en torno al asunto que aborda, que actuara infaliblemente para contextualizar su poema. El texto, así, se conforma con mostrar lo más económicamente posible, esa nada química en que la agresión ha convertido la vida. Pero ya en Cabeza de zanahoria comienza ese envés de la poética de Nogueras que se amplificará para irradiar, cada vez con más fuerza, sobre su obra posterior. Él aparece en la sección que el poeta titula «Los hermanos».
¿Quiénes son «los hermanos»? Son los que han asumido el destino del arte, el destino de la poesía, los que no se han conformado con el mundo tal cual es, y han decidido, dolorosamente, añadirles algo de sí, han preferido entenderlo de otro modo, aunque esa comprensión distinta les costara la vida.
Abundan aquí los suicidas (Pavese, Nerval, Attila Joszef, Horacio Quiroga) pero junto a ellos, los sacrificados de otro modo (Vallejo, Martínez Estrada). Esta galería se convierte en un panteón de héroes, tan legítimos como los héroes de la historia, que Nogueras empieza a levantar en un medio que ponía preferente atención a estos últimos. Esa comprensión de la interdependencia de revolución y cultura, es esencial en la cosmovisión que caracterizó la poesía de Luis Rogelio Nogueras.
Toda revolución popular —mucho más en América Latina— genera fácilmente una visión simplista que suele subvalorar la cultura cuando no prescindir de ella. Al aserto de que la acción (la praxis) está antes y por encima de la creación artística, le sigue con frecuencia el que la creación artística tiene que ser su dócil subordinada, porque si no, no puede sino resultar una peligrosa entelequia que, en el mejor de los casos, representará sólo una gratuidad.
Afortunadamente, los cubanos tuvimos tenemos una percepción diferente en el criterio del fundador de esta nación, José Martí. Escribiendo sobre un poeta entonces prohibido en su país, el norteamericano Walt Whitman, decía Martí:
¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gente de tan corta vista mental que cree que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta le proporciona el modo de subsistir, mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida.
José Martí: «El poeta Walt Whitman», en Ensayos sobre arte y literatura, La Habana, 1972, Editorial de Arte y Literatura, p. 157.
Por este camino, Nogueras ampliaba, reinterpretaba y personalizaba aquello que José Antonio Portuondo había llamado, en un libro de 1955, el heroísmo intelectual. Nogueras forjaba un necesario heroísmo de la poesía, que se entendía en parte por sus exactas y complejas relaciones con la existencia, por la capacidad de los poetas para congregar, disgregar, fortificar, angustiar y comunicar a los hombres el deseo y la fuerza de la vida.
En «El entierro del poeta» compone un escenario en el que la figura de César Vallejo emerge al final como una síntesis del ideal humano, más allá de sus concretas proyecciones políticas, aunque ellas sostengan esa síntesis. Pero su visión de «los hermanos» (los poetas), no queda en esa perspectiva un tanto subsidiaria de la vida; no permanece arrimada a ese asidero sentimental del escritor que, de alguna manera, coloca a la experiencia en el plano preponderante. Porque para el poeta —y para aquellos que quieran comprender su trabajo— la misma experiencia de la poesía desempeña un papel mayor.
Nogueras pasa a explorar, a pensar la significación de la experiencia de la poesía en estos hombres, lo que es un modo de entregarnos su propia percepción del oficio. ¿Cómo y por qué surge un poema? ¿Cuánto vive? Cuando se sacrifica toda la vida a unas palabras, ¿será porque esas palabras son también toda la vida?
Nogueras advierte un definitivo imponderable en el perseguido, indagado origen del poema.
«Un poema» rechaza todo vínculo entre la experiencia inmediata y la vida que alcanzan las palabras. A su protagonista, la lucha social lo lanza a escribir un poema de amor para una mujer inexistente, mientras la vivencia del amor lo devuelve a la poesía que narra huelgas y batallas. La ironía de «Acerca de un breve poema que lo hizo inmortal» radica en el incalculable e inevitable diálogo entre la experiencia y la tradición, entre el autor y los otros, que acaso concluya subrayando aquella verdad que argüía Paul Valéry: una obra es «obra de muchas cosas y no solo de un autor». «Vida de un poema» es el traslado del poema a la agotable experiencia vital de todos los hombres. Pero acaso la pieza maestra en esta indagación en el poema sea «Etemoretornógrafo», que concluye en un círculo perfecto. Tan perfecto, que la idea de la eternidad de la poesía, de que los poetas repiten la inmortal poesía de siempre, está en un poeta aparentemente tan ajeno a Nogueras como el mexicano Enrique González Martínez:
Mañana los poetas cantarán en divino
verso que no logramos entonar los de hoy;
nuevas constelaciones darán otro destino
a sus almas inquietas con un nuevo temblor.
………………………………………………….
Y todo será inútil, y todo será en vano,
será el afán terrible y el idéntico arcano
y la misma tiniebla dentro del corazón.
Y ante la eterna sombra que surge y se retira,
recogerán del polvo la abandonada lira
y cantarán con ella nuestra misma canción.
Este texto es de 1915. Como González Martínez, Nogueras cree que esa canción es la misma, aunque haya cambiado el verso, aunque sean otras las exigencias de las poéticas, las intransigencias de las poéticas:
Hasta que el hombre de Pekín, en la húmeda caverna de Chou-Tien viendo arder lentamente sobre las brasas el anca de un venado, gruñó los versos que le dictaba desde el futuro un joven poeta que murmuraba cerrando un libro de Apollinaire.
Nogueras apenas si llegó a relacionarse con la idea de postmodernidad. En los años que precedieron a su repentina muerte, ella empezaba a hacerse conocer entre nosotros.
Pero yo creo que la sensibilidad del poeta remonta esas —a la larga, triviales— pertinencias de la teoría, que necesita tenerlo todo perfectamente delimitado y encasillado. José María Heredia fue romántico antes de Hernani, y Juan Clemente Zenea respiró el aire modernista en un texto como En días de esclavitud que es muy anterior a Martí, Casal y Darío.
Por otra parte, la postmodernidad no ha podido ser definida como una tendencia poética o estética. Es Jürgen Habermas quien habla de la existencia de una «actitud» postmoderna, y ella no está centrada necesariamente en el fin de la historia diagnosticado por Fukuyama, mientras la historia sigue con más salud que nunca, ni en la tesis del fin de las ideologías, que se convierte en espeluznantemente ideológico.
Lo postmoderno llega a Hispanoamérica, un mundo en el que incluso no se ha consumado la modernidad a la manera de Europa o Norteamérica, como han llegado tantas cosas que surgieron en otros ámbitos, en otros períodos del desarrollo histórico y que son inevitables sumandos culturales, referencias que también contribuyen a hacer el espíritu de muestra cultura.
Como creo en ese proverbio chino que dice que los hombres se parecen más a su época que a sus padres, veo en Nogueras un acuerdo con esa «actitud postmoderna», que en él se da como acercamiento a un pasado que se contemporaneiza, como visión irónica de un tiempo que, en un sentido, siempre regresa.
En Nogueras hay la evasión con respecto a un discurso centralizador, mediante el despliegue de la parodia y del «arte menor». Está hasta en esa «pessoiana» búsqueda de un heterónimo, de un alter ego que permita escapar de la cadena de hierro —personal, epocal, estilística— que el propio yo impone.
De ese modo, Nogueras, que había sido una de las voces conformadoras y culminantes de la expresión conversacional en la poesía de Cuba, inicia una clara superación de sus postulados, acercándose a la visión de la literatura desde la literatura.
«Poesía de gabinete», la llamó algún crítico. «Mientras no sea el del doctor Caligari», le escuché decir a Wichy alguna vez.
Yo creo que, en los ochenta, el trabajo de Nogueras es un paso en esa búsqueda de una manera de poetizar que reemplace el cansancio de esa «poesía de la existencia» que había tocado fondo en sus posibilidades. Estaba encontrando las posibilidades de esa nueva estética cuando concibió y escribió Las formas de las cosas que vendrán, libro paródico, multiaspectual, repleto de humor y de sabiduría, cuando lo sorprendió la muerte.
Fue ese su último poemario. El último libro de un excelente poeta, porque ese fue su oficio mayor, aunque ejerció varios. Pero la de poeta era su esencia, su don entre todos los dones.
Nogueras vivió en Cuba durante la Revolución. En ese proceso histórico se ubica toda su obra. Fue fiel a ella, a los que consideraba sus principios, lo que no le impidió ser fiel a sí mismo. Ello, a veces le ocasionó más tropiezos que venturas.
Si se repara en las fechas de edición de sus libros, se advertirá fácilmente que después de Cabeza de zanahoria, transcurren diez años sin que Luis Rogelio Nogueras publique un libro de poemas.
La dirección del Consejo Nacional de Cultura, a partir de 1971, lo mantuvo en el ostracismo, como a otros importantes escritores cubanos. En Las palabras vuelven, que reúne sus poemas no recogidos en libros, aparece un breve texto cuyo título es, precisamente, «1971»:
Es de noche
las arañas tejen en las sombras de sus redes
asesinas
Es de noche
escribo para mañana
mis palabras vencen
sobre el silencio del mundo
Nogueras, como otros tantos escritores cubanos, pensó que los logros que la Revolución había traído al país, estaban por encima de la desastrosa política literaria de esa década de los setenta. Asumió sus dolores sabiendo que, como ha sido, sus palabras vencerían sobre el silencio del mundo y sobre todos los silencios.
Ojalá esta primera edición de su poesía reunida contribuya para que muchos lectores, dentro y fuera de Cuba, conozcan mejor a uno de los más importantes poetas de la Isla en las últimas décadas.
[i] Guillermo Cabrera Infante: «Prefacio a la cuarta edición», en Así en la paz como en la guerra, cuarta edición (definitiva), La Habana, 1964, Ediciones R, p. 16.
[ii] Guillermo Rodríguez Rivera: «El cambio en la poesía en español a partir de la década del cuarenta», en Casa de las Américas, La Habana, 1995.
***
Prólogo tomado de Hay muchos modos de jugar, compilación de la poesía de Luis Rogelio Nogueras publicada por la editorial Letras Cubanas en 2005.
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