Imagen de Rimbaud
Prólogo de Cintio Vitier a su traducción de Iluminaciones de Arthur Rimbaud
Cuando la bujía palidece y empiezan a cantar los pájaros de París, un ejército de reinas deslumbrantes retrocede para confundirse con la atmósfera lívida del amanecer; otro ejército oscuro avanza, un pan y un vaso de vino rojo ocupan el primer plano, luego disminuyen mientras entramos por los corredores de gasa negra, siguiendo a los paseantes con linternas y hojas. Parmede, Juinphe, Absomphe, esa electricidad del asco tenía que llevar a la plegaria de la liebre, al arco iris post-diluviano, a la gran casa de vidrios, todavía chorreante, donde los niños enlutados miraban las maravillosas imágenes. El chaparrón en la provincia, por hipérbole esencial, ¿no es el Diluvio? Y esos niños, que pronto estallarán en la alegría de gigantescas corporaciones orfeónicas, nos muestran el aislamiento deslumhrado, la retórica mejor, en el centro de la hipérbole. Pero la poesía no es la hipérbole, ni siquiera la esencia que desplaza, sino, tal vez, el retroceso de aquellas reinas ante el avance del obrero cuyo paño provoca la mirada de los niños, el establecimiento prístino de las carnicerías en la primera o en la última mañana del mundo. Así Rimbaud, entre la muerte y el diluvio, al salir de sus traducciones de Lucrecio, presintiendo ya la araña deslumbrante de las reinas o las hijas en lo oscuro, exclama dentro de ese silencio que habrá de perseguirlo hasta Chipre y Aden: «Yo es otro». El Diluvio lava el mundo para ver las reinas de la muerte, las imágenes desposeídas de su regresión en la costumbre, que la caminata frente a la melancólica lejía de oro no deshace, y en el asco, que deforma la esencia en la apariencia. Si el cosmorama de Arduán sólo era propicio para la sátira, el divertimento y las llegadas crepusculares a la estrofa como a la taberna donde una muchacha rabelesiana sirve jamón rosa y blanco perfumado con un diente de ajo, he aquí que, respondiendo a la orinada hacia los cielos oscuros, conquistadora del asentimiento de los grandes heliotropos, el Diluvio lava como un llanto del espíritu, no de la naturaleza. Después, cortada la sucesión asquerosa por el baño, es un después absoluto, cristalino, querubín de siete alas del tiempo, el después de la virginidad de las fanfarrias, Testa de Oro y las flores árticas; también del deseo lavado, entonces más atroz, que nos penetra los huesos como una música frente a la cual las bromas del Barrio Latino y el simbolismo del banquete a Moréas se derriten. Porque el deseo llega ahora hasta el fondo de las grutas árticas, y es la amargura, la terrible y lavada amargura post-diluviana, quien imagina esferas de zafiro, de metal. De un lado, la eternidad matemática: celeridad, fatalidad, perfección. Del otro, la eternidad marina de cálidas lágrimas: fabulosa amargura. Entre ambas, mientras un dios se pasea por la noche del deseo, la inocencia conoce su imposible como una música nacida de los movimientos de ballet (prados que saltan, persecución del alba sobre muelles de mármol, carruaje que de pronto corre lleno de cintas) en la nitidez post-diluviana. De un lado, es cierto, los herbazales de acero y esmeralda, las graderías de oro, los discos de cristal; del otro, el abismo floreciente y azul, el desfile infantil de vehículos gibosos, las ramas y la lluvia golpeando la ventana de la biblioteca. Pero, ¿quién es el que mira? ¿Ese «ídolo, ojos negros y crin amarilla, sin padres ni corte, más noble que la fábula»? Empezamos a sentir la presencia del otro, del otro que es otro y que, insombre, ingrávido, va a perseguir su sombra y su pesadumbre, las nupcias de la muerte y el espíritu, hasta alcanzarlos, a un precio terrible, en la blancura del desierto. Dentro de otra blancura, en el vacío de otros ojos que evocan la neblina verde y polvorienta de provincia, de un salto aparece Rimbaud. Siempre nos fascina esa primera carta a Théodore de Banville, en la que el poeta que aún no ha cumplido los dieciséis años, llama al poeta maduro, en un desorden floral y ligeramente irónico, parnasiano, descendiente de Ronsard, hermano de los grandes románticos del 30. Esa confusión de momentos, deliciosa y por lo demás exacta, está en una sutil relación con la frase llena de jugoso anhelo y, tal vez, levemente angustiada, que encierra el impulso y la esencia primaveral de los poemas que envía al maestro: «No sé lo que tengo… que quiere subir». El no sé oscuro va rompiendo la tela del alba, mientras el niño con radiosa impertinencia prueba los disfraces disponibles, recorre con escalas y arpegios grandes el arpa victorhuguesca, el negro laúd de Vigny. Pero lo que tiene, lo que quiere subir, se nos descubre cuando vemos, por ejemplo, en las tiradas panteístas de Sol y Carne, que el ardiente descaro primaveral no oculta el sentido que sube; que el exceso positivo de Hugo se vuelve negativo exceso, gigantesca nostalgia de una primavera perdida, en el niño; que la nostalgia del cuerno al fondo del bosque no logra traspasar la dulzura jugada: es Ofelia que flota como un lis en la corriente negra, mi dedo la borra y voy hacer bailar a los ahorcados o a mirar los dibujos de Doré. De ese carnaval en oro o en negro, tan pronto mediterráneo como nórdico, rápidamente se desprenden los primeros negativos terribles. Así la diosa espléndida, radiante, surgiendo del seno de los grandes mares como encarnación maternal y virginal de la Naturaleza, al alzarse de nuevo el telón aparece convertida en ridícula vieja que trabajosamente sale de una vulgar bañadera, y cuyos riñones llevan dos palabras grabadas para la galería: Clara Venus. El final sorpresivo y canallesco de este escarnio no deja lugar a dudas. El niño ha descubierto de golpe, y, según apunta Jacques Riviére, «con alegría muda y maligna», como cogiendo in fraganti la intimidad del mundo que pretende seducirlo y ligarlo, la indetenible corrupción escondida en la Naturaleza. A partir de ese momento habrá una lucha en su mirada entre la visión griega y la visión cristiana. Pero algo irrevocable ha ocurrido al revelársele la muerte en su más odiosa jerarquía, como anti-inocencia, anti-espíritu, silenciosa putrefacción en la gangrena de lo sucesivo. Y de un mismo golpe ha empezado a vislumbrar esa inocencia que no es él, que no es la desorejada vitalidad que sube a jugar con los estilos y a romper los botines en las caminatas embriagadoras de la bohemia campestre, esa inocencia que duerme y destella su frialdad como un diamante en la noche de un pozo. Con lentitud augusta empieza a enviar sus destellos fríos que lo llenan de rápidas olas de sangre, de asco y de rabia. El primer impulso es huir. La huida, la escapada del hogar y de la madre, pero también del futuro que prepara la entrevista sucesión asquerosa, se dibuja como un avance a la soledad purificadora. Es el mes de octubre de 1870, en plena guerra franco-prusiana, y Rimbaud, que huye de la madre, echa una mirada de reojo a los batallones que crujen ante el fuego y a las madres del pueblo, llorando bajo su vieja cofia negra, que le dan al Dios ambiguo un grueso centavo amarrado a un pañuelo. Su huida, su avance hacia el horizonte siempre más lejano en el ocaso imaginario y en el destello frío, tiene que ser ahora una experiencia absoluta de la virginidad real que puede ofrecerle la naturaleza, y por eso sentimos circulando en los huecos de las vocales de los sonetos que escribe entonces, el aire ligero impregnado de verdura húmeda, la soledad libre del campo luminoso, la égloga que vibra con la muerte al mediodía, detrás de las batallas. Insombre avanza el escolar escapado, y es encantador el modo como entran en la poesía para siempre, humildes cuerpos gloriosos, esas galletas finas, ese jamón rosa, ese jarro de cerveza dorado por un rayo de sol último en el cabaret verde que no sabemos por qué nos recuerdan la ardiente palidez, la claridad vacía de los ojos de Rimbaud, en el retrato que se conserva de su adolescencia. Porque hay en él una terrible fuerza de vacío. Su mirada, nos dice un amigo, se graba sobre la nuestra. Lo vemos así como un ciego por los campos, la cabeza alta cegada de luz blanca, con las manos en los bolsillos destrozados, avanzando hacia una ciudad que él no sabe que es la Jerusalén celeste. Pero ir es siempre volver, y esa lección que Rimbaud aprenderá en una forma atroz cuando tienda el arco más vasto de su vida, lo devuelve a un trabajo poético más reconcentrado, cogido entre los ojos de la madre que lo atraviesan como a un cuerpo vacío y la angustia de la inocencia que lo vigila. Abandona la fiesta secreta de lapidar en vengativas y encantadoras estrofas a la provincia (que después de todo se agranda como provincia estelar, inabarcable) en la plaza de la estación de Charleville, donde con el tiempo aparecerá su busto como nuevo adorno a la amenidad municipal. ¡Qué silenciosa venganza de la corruptora sucesión! Adivina que la batalla no puede situarse ahí. El asco, por otra parte, desborda como una espuma amarga y repugnante que le sube hasta los ojos. Ya no es la ambición, la rebeldía, el juglaresco descaro primaveral lo que estalla en él, sino el oscuro, el horrendo, el borboteante asco, y una tristeza de ángeles, una incalculable amargura devastándolo: «¡Tomad mi corazón, que sea lavado!» En otras palabras, Rimbaud hace la experiencia absoluta del pecado original. Todos entramos insensiblemente en ese mundo en que la alegría pierde su brillo salvaje, en que la enfermedad no es una injusticia, en que las cosas, las criaturas y los días son tibios y blandos. Todos aceptamos como esclavos la costumbre de lo mediocre, de lo desustanciado, del aterrador lugar común, que, como diría Bloy, hace mugir y retroceder a las estrellas, y del inmundo tedio. Nos vamos acomodando en ese fango y sonreímos. Profunda, horrorosamente debilitados en lo más precioso de nuestro espíritu, nos inclinamos cada vez con más inconsciente y servil atonía. Pero Rimbaud siente todo eso en una forma esencial, hiperbólica y sagrada. El contacto con la tibia y blanda costumbre del esclavo humano lo enloquece, porque le ha sido dado vislumbrar el yacimiento diamantino de su libertad, de su inocencia como un tesoro que lo mira. Pero de pronto su repugnancia crece, porque comprende que no son los otros, que es él mismo quien está cubierto de lepra, que es su propio corazón el que babea, que ha sido vasta y hondamente alcanzado por «la herida eterna y profunda», por la ley del rebaño. ¿Cómo escapar de esta nueva prisión, que pretende confundirse con su intimidad y con lo más vivo de su yo? Sólo hay una salida: yo es otro. La alteridad del yo conduce a la teoría del vidente, porque el intocable otro conserva la frialdad de la mirada al mismo tiempo que es impulsado a romper sus propios límites en una incesante apertura de espacio y penetración de tiempo no sucesivo, de éxtasis de tiempo. El otro es el que ve y me dicta, pero esto significa que tengo que convertirme en un medio dócil, sometiendo mi petrificada organización a las necesidades de ese organismo sin cesar naciente para la visión de lo inaudito, de la sorpresa en su absoluto exterior a mi prisión, de lo que escapa a las costumbres más finas y ancestrales de mis percepciones: en una palabra, de todo lo que yo no puedo ver. «El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos». Aquí se ha visto, y sin duda hay, algo monstruoso, una decisión fríamente antinatural, pero no olvidemos que Rimbaud a su vez ha visto, y ha sentido como un contagio de insondable viscosidad en todo su ser, algo más horrible aún: la depravación de nuestra naturaleza, la degeneración óntica de los sentidos. Existe de hecho (y Rimbaud jamás se refugia en eufemismos o ilusiones) un desarreglo profundo, azaroso y caótico en la costumbre de la vida que aceptamos, un trastorno que extravía, oscurece y lentamente pudre nuestro ser; él propone un desarreglo con sentido, razonado y teleológico, en beneficio del otro, del intocable, del que puede ver. Si tenemos que sufrir, si tenemos que pecar, que el sufrimiento y el pecado entreguen un método de conocimiento. Es menester caotizar el caos habitual de nuestros sentidos, desordenar el sólido desorden de nuestra costumbre, confundir la confusión que nos adormece en la vaguedad mediocre de nuestra infinita penumbra vital, para que el otro, el verdadero yo inalcanzable, pueda salir a su intemperie, a lo desconocido. Porque el mayor enemigo del vidente no es el pecado ni el dolor, sino el adormecimiento, la complacencia en los halagos de la mediocridad espectral (con sus placeres, sus valores, su retórica) en que se estabiliza férreamente la caída. Y es curioso que esta proposición seguiría siendo exacta si en vez de hablar del mayor enemigo del vidente poético habláramos del mayor enemigo del espiritual, del hombre nuevo paulino. Rimbaud, sin embargo, desconoce la esencia del cristianismo: el misterio del descendimiento y la redención. Así como su mirada pagana rechazó en seguida lo venusino y lo apolíneo, las fuerzas armoniosas naturales, para lanzarse al ritual desgarrado y orgiástico de los sentidos, su mirada cristiana opone la corrupción y la inocencia como absolutos irreconciliables. Ni el número, ni la belleza sensible, ni la alianza del amor lo detienen, y sólo concibe, como hermana de la caridad para la herida que lo pudre, la muerte absoluta, el anonadamiento. Tiene sí, tal vez como ningún hombre la ha tenido fuera de los Santos, la vivencia inmediata de los efectos ancestrales del pecado, pero desconoce sistemáticamente a Cristo, que en sus visiones fragmentarías va a aparecer bajando a los infiernos o sorprendido por la linterna en la ola esmeralda del milagro. No el Cristo de la Virgen, el que desciende para encarnar en la arcilla, el que propone el puente de la caridad y la esperanza inaudita de la resurrección de la carne, sino el Dios que se mueve entre los extremos de su justicia y su esplendor. Por esa época el alcanzado de lepra, el corrupto, Alcide Bava el imbécil, en nuevo envío a Banville, da los mayores saltos, hace las más sabias contorsiones de juglaresco poseído, y llamando al poeta comerciante, Colón, médium, afirma que su rima surgirá rosa o blanca, como un rayo de sodio o un derrame de caucho. Lo que ha sabido de las flores no son más que los esputos azucarados de las ninfas. Entre tanto el otro, el vidente, logra sus primeras rupturas en dos textos decisivos, abriendo un mundo fosfórico donde las palabras estallan silenciosas en un juego de artificio inmóvil, pero cuyas figuras son distintas contra la noche cada vez que las miramos, como si el idioma fuera el calidoscopio de la infancia. El barco ebrio atraviesa lo que sentimos como la imaginación de los muertos, organizando los fabulosos cristales del idioma en sus imprevisibles geometrías. Las vocales nos visitan por la noche como las figuras de una baraja desconocida en que el azar juega con nuestros secretos, o como los heraldos de las reinas de la muerte que se acercan. Pero de esos dos poemas que no parecen haber sido nunca escritos en la sucesión, nos quedan sobre todo, en un doble anticlímax angustioso, la imagen crepuscular y friolenta, infinitamente triste, de ese niño que echa en un charco de Europa un barquito frágil como una mariposa de mayo, y los estridores extraños e inaudibles de la O, pascalianamente abierta al silencio infinito de los Mundos. Empieza así el período poéticamente más radiante de Rimbaud, en el que va a fijar vértigos cuyos lúcidos bloques de palabras y vacíos despiertan la memoria a la sensación de su desgarramiento, de su humanidad perdida; o venturosas visiones que se entreabren como en la linde, fugazmente iluminada, del bosque de lo visible y lo invisible; o inauditos privilegios, instantes paradisíacos en que las sílabas destellan como en una epifanía del idioma. Pero mientras ciudades colosales, mascaradas angélicas o demoníacas, la comedia de las metamorfosis y el caos polar desfilan, Rimbaud se enreda en el indescifrable folletín que va a terminar de un modo grotesco en la estación del Sur de Bruselas. Dejemos que esa desagradable página policiaca dirigida al juez de instrucción (el 12 de julio de 1873) resuma sobriamente los hechos, mientras desde el óleo al natural de Jef Rosman, Alcide Bava herido, entre los cojines y tisanas de una habitación de la calle de los carniceros en Bruselas, desencajado y simiesco espantajo, arquea las cejas ante el vacío. Ese momento de fealdad y humillación, de bilis que llena la boca de la calavera, en que las entrañas de los otros y de nadie inundan como un río ciego y fangoso, es también el anuncio de la videncia post-diluviana en el reino virginal de las imágenes, el reino de las Iluminaciones. ¿Pero qué podríamos decir de ese discontinuo espacio en que la imaginación, lavada como por el llanto de los ángeles, vislumbra el no de la inocencia como exceso deslumbrante de la vida? De un lado, ya lo vimos, los duros, preciosos y matemáticos símbolos de la pureza, sus materiales imperecederos e inusables. Del otro, los cálidos símbolos del desierto. En el centro, siempre, como impulso de la visión, la sobreabundancia primaveral, el más que desborda todo posible tiempo o mundo, que deshace la costumbre y revela en las costas del idioma el sí de la inocencia. ¿Y cómo habríamos de llamar a ese «impulso insensato e infinito hacia los esplendores invisibles», con cuya invocación terminan las Iluminaciones, sino deseo y hambre del cuerpo glorioso? Llega aquí la poesía occidental a uno de los puntos límites de su destino. En nuestro idioma, y dentro de la literatura profana, sólo tenemos un fenómeno comparable en la obra de Góngora. Pero Góngora opera con la metáfora sobre lo conocido (la trama convencional y los objetos comunes o mitológicos de las Soledades), en tanto Rimbaud actúa con la imagen sobre lo desconocido. La costumbre y la convención no significan para Góngora, como buen hijo del Renacimiento clásico, insoportables prisiones, sino el natural cañamazo de la originalidad. El maduro cordobés persigue lo inusitado y no lo inaudito, aunque también lo encuentre sin buscarlo, como regalía normal de la creación barroca. Los pasos de su peregrino despiertan las sorpresas de la posesión dentro de la calma de un recinto cuya legitimidad no discute. Para la posesión, el paladeo y la alabanza está hecha la metáfora, que en su segundo movimiento transporta lo aceptado, simultáneamente, a las futuras delicias de la filología y al amanecer de la irisación adánica. En cambio la imagen en Rimbaud, como bue n ejemplar del Renacimiento fáustico, es la unidad expresiva de un mundo que se concibe como perenne explosión o incesante rapto. Lo que él busca en la sorpresa no es la alabanza ni siquiera el orgullo, sino el coeficiente del exceso, la ruptura que abre siempre otra perspectiva inalcanzable. Góngora y Rimbaud, el primero en la redoma culterana de los silencioso de Córdoba, el segundo zancajeando por el espacio abierto y roto del cosmorama de Arduán, se nos identifican en la necesidad común de un absoluto verbal, pero si Góngora nos ofrece un absoluto metafórico elegido en las escalerillas de la luz, Rimbaud sólo puede regalarnos un absoluto hecho de fragmentos, de iluminaciones y vacíos, una fiesta de imágenes naciendo de la nada. Dentro de su propia tradición, Rimbaud es también un caso extremo, aunque sin duda se halla en una relación muy estrecha con el impulso que Baudelaíre imprime a la poesía. Las dos líneas finales de El Viaje podrían servir de epígrafe insuperable a Barco ebrio, Vocales y las Iluminaciones, pero en seguida comprendemos que ese ataque «al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo» es Rimbaud quien lo intenta en serio y rigurosamente. Como él mismo dice, la forma en Baudelaire está sumergida en «un medio demasiado artístico». Esto significa que el autor de El Balcón no puede desprenderse de la complacencia post-romántica en la musicalidad y la elegancia que su gesto poético, hastiado y opulento, diseña con la exactitud de una sabiduría acumulada. Si comparamos la sucesión de las estrofas en Baudelaire y en Rimbaud, descubrimos que aquéllas se enlazan entre sí como olas continuas, mientras que éstas se establecen como sistemas cerrados. La razón más profunda estriba en que el mundo poético de Baudelaire está regido por la voluptuosidad en la reminiscencia, cuyo símbolo obsesionante son las ondas de un perfume invadiendo un cuerpo infinitamente poroso. La porosidad de la materia, el lánguido y ciego avance del perfume, su nocturna y cósmica ascensión como un peso o un derrumbe que sube, conducen a la reminiscencia de una posesión que no es un acto sino un placer creciente y pasivo. La mujer, el vino, la música, el mar, son otras tantas figuraciones de esa voluptuosidad que, resolviendo el deseo en una ondulación dolorosa, intenta apresar, como en la lumbre tibia de un infinito interior (Baudelaire es el gran poeta de los interiores eróticos), la esencia que emana el abismo. Pero esa esencia no rechaza sino más bien supone o incluye, dentro de un orden gratuito como la idea misma de lujo, la tibia languidez de la descomposición y la vivencia radical de la Nada, drogas de la nostalgia y el hastío. Es, en fin, el ambiguo secreto, paradisíaco y ponzoñoso, de un mundo que flota en la metafísica crepuscular de las sensaciones, como un velo sobre el horror del abismo. Por el contrario, en Rimbaud, el único sentido que predomina es el menos sensual de todos, el que no comunica sensaciones sino imágenes. Para la mirada, la materia no es porosa sino compacta y tiende a desaparecer en la luz o en la línea. Cuando los ojos se cierran, la visión dispara su flecha como un acto virgen en un mundo desconocido que es pura e incesante novedad, donde la luz no se debilita y la línea es indeleble. Si Rimbaud utiliza de preferencia los objetos fríos y lujosos, no es nunca por la excitación nerviosa que desprenden, sino, al igual que las flores que braman y las enormidades arquitectónicas, para provocar la aparición de lo inaudito en el límite hiperbólico de los sentidos. Desconoce o rechaza, como una materia descompuesta, las blandas sensaciones, el hastío circular y la nostalgia húmeda, por cristalina que sea la cifra que entreguen al arte. Su forma no es en primer término artística sino eficaz, y sus páginas más impresionantes parecen rápidas anotaciones de un suceso exterior, no exentas a ratos de un aguzado humorismo. En suma, los polos de la expresión en Rimbaud, discípulo y antípoda de Baudelaire, están organizados por la sequedad de la cólera y la dureza de la imagen. Si decimos imágenes es también para no decir imaginativo. La imagen en la visión poética no es nunca imaginaria sino real y exterior al sujeto. Lo que el poeta ve no lo imagina, sino que lo ve como imagen, como algo que aparece apresado por su imaginación, tan inseparable y distinto de ella que Rimbaud llama a esas apariciones, en un mismo tiempo de intuición, sus hijas y sus reinas, Hijas de la esperanza, reinas de la muerte, las imágenes saliendo de lo oscuro, alimentadas por el deseo, la memoria o la hipérbole, significan lo incorruptible y el vislumbre único de libertad. Y sin embargo, no las puede separar de esos falsos subproductos, comedia en el laberinto de los infinitos espejos mentales, que son las alucinaciones. E incluso más tarde dirá «Me habituaba a la alucinación simple: veía claramente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores hecha por ángeles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago…» Pero la alucinación se produce siempre por una mecánica de sustituciones y combinaciones que no pueden salir de la cámara cerrada del sujeto. Su relación con la locura patológica es comprendida por Rimbaud: «Ninguno de los sofismas de la locura —la locura que es encarcelada—, fue olvidado por mí: podría repetirlos todos: tengo el sistema». La imagen, en efecto, es a la alucinación lo que la verdad al sofisma, pero la verdad del sofisma consiste en que delata la corrupción y el desorden que lo hacen posible. Así Rimbaud tiene que mezclar en la «alquimia del verbo» ese desorden que es el mal sagrado de su espíritu, impotente para salir de sí mismo, con las visiones celestemente heráldicas que lo fortalecen desde la orilla inalcanzable de su identidad. Porque si el vigor de la imagen es celeste en el sentido de exterior a nuestro estancado laberinto, la alucinación revela siempre la nada subjetiva o mental, sustancia del infierno. A ese infierno había descendido Rimbaud en la aldea de Roche, volviendo allí para completar el manuscrito en que recoge sus tormentos, delirios y esperanzas, después que la detonación del revólver de Verlaine iluminó el otro poderoso mundo de los efectos fatales, de los maquinistas y los comerciantes. Nuevas descargas del asco sobre la respetabilidad del idioma, y un ganso canallesco, dibujado a pluma, gritando: «¡Oh, Naturaleza, oh tía mía!», preparan el descenso a los infiernos que va a encerrar su vida en el vértigo de sus contradicciones, en la esencia de su impulso y hasta en sus menores detalles. Una romántica conjetura, por ejemplo, identifica a la virgen loca del Primer Delirio con esa muchacha de Charleville, que sería también la de los ojos como un rayo violeta en el soneto a las vocales, evocada por los recuerdos de Louis Pierquin, y que, según la hermana del poeta, reaparece en las palabras incoherentes del último delirio en el hospital de Marsella. Todas esas investigaciones y habladurías de sus críticos, parientes y amigos a veces nos fascinan. ¿Dónde estaba exactamente Rimbaud en el crepúsculo del 12 de abril de 1872? ¿Cuáles fueron sus relaciones con el Círculo de los Zutistas? ¿Es cierto que en 1878, antes de su viaje a la isla de Chipre, fue visto por Émile Deschamps entre un grupo de obreros contratados para desmantelar un barco en el cabo Guardafui? Pero a veces también esas pesquisas nos aburren, como lo hubieran aburrido a él, que ahora nos espera haciendo todas las muecas imaginables en el exorcismo de su liberación.
Porque Una temporada en el infierno, que primero se llamó Libro pagano, suma de sus fuerzas y rechazos, quiere también ser un exorcismo, tiene el sentido orgiástico de la purificación, hasta el instante en que oímos la otra voz del enterrado vivo, el grito subterráneo cuya desarmonía estremece a los musicales condenados dantescos: «¡Dios mío, piedad, ocúltame, estoy enfermo!» Esas pausas, esos guiones llenos de espacio y silencio que revelan la desértica fuerza, el vacío y la sequedad que habitan en Rimbaud, sitúan aquí uno de sus mejores ejemplos. Después del grito y de la suspensión como un espacio estelar, el poeta se recoge y hablando consigo mismo exclama fríamente horrorizado: «Estoy oculto y no lo estoy». Las alucinaciones, las fantasmagorías, la cábala poética, la magia negra y la alquimia de los colores del verbo, las atrocidades mentales y la risa del idiota, todo eso pertenece a la fiesta clandestina del oculto. El demonio nos susurra: si pudiéramos vivir infinita y eternamente ocultos, si pudiéramos pasar de los agudos placeres cerrados al definitivo refugio de la nada clandestina. Pero mientras más se esconde el oculto más siente que está expuesto, y que en el rayo de la mirada que jamás lo abandona es donde vibran las imágenes como las partículas de polvo en el rayo del sol. El creía mirar las imágenes, pero de pronto el rayo crece en intensidad y lo baña delatándolo, miserable enfermo en el fondo oscuro de la estancia. Entonces sí es el fuego que se levanta con su condenado. Entonces sí comprende Rimbaud, hoja retorcida de vergüenza y dolor en esa ola, que el arte no es nada y que su vida y su experiencia literarias han terminado. Y sin embargo, lo que él había perseguido en esa experiencia era el camino hacia otra vida. ¿Estaría ese camino en la inspiración de la infancia, en la fábula del Genio cuya belleza era inefable, incluso inconfesable? No, porque nuestros deseos han perdido su absoluto en la sucesión. ¿Estaría tal vez en los campos nocturnos de la bohemia mágica? Tampoco, porque «el pobre hermano se levantaba, la boca podrida, los ojos desorbitados —como él se soñaba— y me arrojaba en la sala aullando su sueño de pesaroso idiota». ¿Estaría entonces en las inmensas avenidas del país santo, donde el brahmán le explicó los Proverbios mientras un trueno de pichones escarlatas lo rodeaba? Esa nostalgia del Oriente es otra máscara del imposible, y ahora de pronto lo comprende: «Es cierto. ¡Pensaba en el Edén! ¿Qué significa para mi sueño esa pureza de las razas antiguas?» El camino no estaba en la infancia ni en la alucinación ni en ningún punto de la historia: estaba en el rayo donde vibran las imágenes, en la mirada del implacable amor que destruye su fiesta clandestina, en la ola de fuego que lo alza. Esa ola de fuego y la ola esmeralda no se mezclan. Es cierto que Jesús lo mira, blanco y con trenzas oscuras, pero no le habla. Tampoco se le oye cuando baja al lavadero negro para contemplar, apoyado en una columna, el rayo de luz lívida haciendo otra columna hueca en el agua amortajada. En la mudez de su esencia la prole del demonio gesticula frente al silencio del radioso amo, que aún allí se complace con el amarillo de las últimas hojas de las viñas. La inspección termina rápidamente y la escena cambia para escuchar los estampidos y las danzas que proceden a los desembarcos, el delirio de la pareja imposible, los últimos chisporroteos del rincón de Fausto. Yo no tengo historia, yo vivo fuera de las estaciones, yo invento la música de las más altas torres. Pero todas esas sílabas del oculto no son más que un pesado letargo. La tristeza que lo sigue mirando, la verdad que lo rodea con el llanto de los ángeles, ahora lo levanta de su lecho que era aquel baño popular abrumado por las lluvias, y el enfermo lanza otro grito penetrante:
¡Oh pureza! ¡pureza!
¡Este minuto de vigilia me ha dado la
visión de la pureza! —¡Por el espíritu se va a Dios!
¡Desgarrador infortunio!
Y cuando la ola otra vez lo deposita en el polvo que no ha querido aceptar, Rimbaud nos entrega la imagen más desgarradora de toda la poesía contemporánea, la visión de aquel país hacia el que iba, ciego y ebrio, por el valle de Meuse y los campos de Bélgica. Louis Guillet ha citado un verso de Rimbaud —«L’Aube exaltée ainsi qu’un peuple de colombes»— para destacar la blancura de otro de Dante: «lo fui nel mondo vergine sorella». Pero el pasaje a que aludimos no cede en blancor y élan paradisíaco a los más altos de Dante. La diferencia, sin embargo, es decisiva. Tanto el infierno como el purgatorio y el paraíso dantesco pertenecen a una geografía teológica donde los sentidos poéticos se reposan ante espectáculos que completan el orden de la creación. Cualquiera que sea la inefabilidad de las visiones, estamos dentro de un orden que integra lo visible y lo invisible, y los más graciosos gestos de las almas pueden compararse con los movimientos familiares de los rebaños, grullas y palomas. Para Rimbaud, en cambio, la economía teológica de la salvación no existe, por lo tanto el purgatorio no se justifica, en tanto que infierno y paraíso no integran un orden sino dos absolutos incomunicados: el absoluto individual un infierno («me creo en el infierno, luego estoy en él»), y el absoluto exterior del paraíso. Así sus visiones de este último son como desgarrones en el cielo, relámpagos de pureza que estremecen al ángel caído en el valle de la muerte:
A veces veo en el cielo playas sinfín cubiertas de blancas naciones jubilosas. Un gran navío de oro, por encima de mí, agita sus
pabellones multicolores bajo las brisas de la mañana.
Después de esa visión silenciosa de alegría, Rimbaud dirige la última mirada a lo que deja atrás, a lo que hubiera sido la oquedad brillante de su futuro literario, y la primera mirada de descendimiento, de contenida ternura hacia el polvo que lo espera. Porque ahora, nos dice, es devuelto a la tierra y a la «rugosa realidad» cuyo abrazo lo aguarda. Todavía una duda (repleta de sentido si consideramos la dirección prometeica de su espíritu) lo detiene: «¿La caridad será hermana de la muerte para mí?» Pero en seguida, con ese modo tan suyo de cortar sin miramientos todo impulso regresivo, exclama: «En fin, pediré perdón por haberme alimentado de mentiras. Vamos». Jamás un verbo ha contenido mayor carga de acción y de cambio. Él sabe que ahora está definitiva y radicalmente despojado y solo, pero también que ya no es el bufón de la poesía (porque todo arte es bufonesco), el alquimista de las alucinaciones (porque toda alucinación es infernal y clandestina), que ya no es el oculto ni el otro, sino el expuesto a la luz real, y que, siguiendo el camino de esa luz, de ese rayo que delata las calles de París lo mismo que las rocas de Chipre, le será posible poseer la verdad en un alma y en un cuerpo. Rimbaud tiene entonces diecinueve años y han pasado sólo tres desde su primera carta a Banville. En esa ráfaga de tiempo sin medida, ha escrito casi toda su obra, inagotable para el amante de la poesía y para el estudioso de su destino. Entra ahora (después de las Iluminaciones) en el silencio de la imagen exterior. Obrero en Alejandría, capataz de cantera en Chipre, traficante de marfil, oro, cuero y fusiles en Arabia y África, explorador, colono, geógrafo, la segunda mitad de su vida se diseña como desértico reverso de la primera. Si aquella significó el absoluto rechazo, ésta es la aceptación no menos absoluta. Sucesiva y cada vez más entrañable aceptación del trabajo físico, de los sufrimientos, de la familia, del tiempo y el destino comunes (véase su correspondencia de 1878 a 1891). Los pedidos que le hace a la dureza lejana de la madre, en cuya exterior fatalidad parece ahora complacerse como en una relación de lo mitológico natural, nos suenan a veces tan delirantes que nos alegramos. ¿No parecen revivir la enormidad fáustica de sus deseos y fantasías esos tratados de metalurgia hidráulica, arquitectura naval, pólvoras y salitres, mineralogía, geodesia, química y astronomía, esos manuales del curtidor, del perfecto cerrajero, del fabricante de ladrillos, lozas y bujías, o también del fundidor de metales y el armador de navíos, y esos instrumentos de precisión que tan cuidadosamente describe: un teodolito, un sextante, una brújula de reconocimiento Cravet, una colección mineralógica, un aparato de agrimensor, un barómetro aneroide? Pero después resulta que esos cargamentos que van llegando deteriorados a través del hastío de los años, el mar y el desierto, los utiliza con la mayor seriedad y discreción, y que pacientemente crecen sus ahorros adheridos a su piel. La paciencia, la tenacidad de Rimbaud son ahora tan descomunales como habían sido su impaciencia y rebeldía. Los espantosos climas, la acumulación de trabajos, privaciones y fatigas, lo van convirtiendo en el tipo absoluto de la criatura penetrada hasta los tuétanos de polvo y de silencio. Así lo vemos en la fotografía de Harar, descalzo y vestido de algodón, entre la roca y el agua, mirándonos como un animal sagrado en la blancura solar. El rostro es inescrutable, pero el pie y la mano se adelantan articulando su única palabra. Por esa época expresa el deseo de tener un hijo que llegara a ser «un ingeniero renombrado, un hombre poderoso y rico por la ciencia». La caravana que penetra hasta el reino de Menelik II se deshace dentro del blancor de otros años planetarios e iguales, y aquel deseo es también echado al fuego. El abrazo de la rugosa realidad lo encanece, lo seca, lo devuelve inmóvil a los treinta y siete años para la agonía atroz en el hospital de la Concepción de Marsella. No nos acerquemos ahora con exceso. Lo han mutilado, lo han hecho llorar toda la noche. Pero un instante después ya está callado y puro en el rayo de luz, como la martirizada imagen de la poesía. Vemos entonces que las aguas se cierran detrás de las proas de acero y de planta, provocando el sitio golpeado por torbellinos de luz. La fuerza hidráulica une la celeridad de la rampa con la luz diluviana del ojo que se alimenta en la novedad inaudita de «las terribles noches de estudio». Es el planeta límpido y expuesto del geógrafo, el ingeniero, el químico. Es el amor ensangrentado bajo la claridad del hidrógeno, el deporte y el confort saltando como un ángel creado por el hombre hasta la playa jubilosa y errante que lo deshace en el tórrido azul real. ¿Existe una praxis última de la poesía donde el hecho es imagen y el progreso científico-económico suficiente hermosura? Las aguas otra vez se separan y amanecemos con el organillo y el ángel mecánico tintineando en las monedas: no es el torbellino de luz ni el navío de los conquistadores de una modernidad que se entrevé como friso de lo nuevo inalcanzable, sino París que amanece con sus pájaros y el invisible organillo detrás de la negrura. Lo izquierdo y lo derecho nos acompañan como dos ejércitos retrocediendo hasta el límite donde la mano se abre en la luz. Creíamos que el rostro del strom y de los conquistadores físicos estaba apareciendo detrás de esas sílabas, que «la hora del deseo y la satisfacción esenciales» nos esperaban en las terrazas post-diluvianas de las «jóvenes y fuertes rosas», o en las lívidas nubes de Aden. Pero ahora te seguimos buscando, Arthur Rimbaud, por los cielos que afinaron tu óptica, en el granero donde ilustraste la comedia humana, en el corazón ámbar y spunk de la noche de Circeto, con el espíritu de los pobres y en los blanquísimos acantilados de la mañana.
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