La lírica de Lope de Vega
¿Dónde no se encuentra un rasgo lírico en la obra de Lope? Venimos siguiéndole a él paso a paso, viendo cómo, a la menor fisura posible, se le desliza, íntegra, en un delicioso y lozano impudor, su intimidad. Vemos cómo, en las situaciones más inesperadas, nos invade con una emoción viva, limpia, tersa, siempre nueva y siempre sorpresiva. Y esto, en todos sus libros, más o menos pensados y medidos, más o menos circunstanciales. Lope es un inmenso torrente de lirismo, sin barreras, también en tumulto. Su fecundidad, la fecundidad que causó —y aún causa— el estupor, el asombro más entero, es la culpable de que hoy, al ser poco menos que imposible ir poniendo orden en tal mar de sentimientos, no sea su lírica tan leída y buscada como lo fue.
La gran revolución en la lírica española, en los primeros años del siglo XVI, es la garcilasiana, con la adaptación al verso español de los metros italianos. A esa aclimatación surgieron voces denodadamente opuestas: Castillejo es el mejor ejemplo, poeta conservador, arcaizante, aferrado angustiosamente a las viejas formas poéticas del siglo XV. En la juventud, Lope vuelve por las formas tradicionales con marcada predilección, con inigualable soltura. Esto ha hecho pensar a algunos críticos (Menéndez Pelayo incluso) que Lope no valoraba lo suficiente la innovación italianizante, lo que no es verdad más que a medias. Sí, es evidente que Lope se encuentra respirando a verso pleno cuando cae en los metros tradicionales, pero también es verdad que siempre estuvo muy ufano de los metros italianos. Para Lope, y es muy importante recordarlo, su obra no vuelve atrás. La poesía de los Cancioneros es para él algo muerto y lejano, superado. Cuando Lope vuelve a las formas antiguas, lo hace para dignificarlas, para reencontrarlas después de la fecundación sufrida por las nuevas corrientes. Su postura de vuelta a la tradición, no es, en manera alguna, la de Cristóbal de Castillejo, vana y tercamente aferrado a lo viejo, sino que, instalado en la conjunción de lo viejo y lo recién llegado, se lanza por una tradición nueva, que participa de ambas y de ambas se beneficia. Lope es, ante todo, hombre de su tiempo.
A Lope le interesaba de los antiguos el contenido, lo que, en la jerga literaria de la época, se llamaba «el concepto». Montesinos ha visto muy bien que en la poesía de los Cancioneros, que Lope conocía bien y amaba, lo que Lope echaba de menos era precisamente el endecasílabo. Los viejos hablaban una lengua bárbara, dice Lope: Cuestión ha sido muchas veces controvertida entre hombres doctos, si los antiguos poetas españoles fueron más excelentes que los modernos, porque de las sentencias, conceptos y agudezas arguyen que si alcanzaran este género de versos largos que Garcilaso y Boscán trasladaron de Italia, no fueran menos hábiles en escribirle que los que ahora lo ejercitan, pues nacen en edad que le hallan tan cultivado que primero comienzan por él que por el propio. Cuando vuelvo los ojos a las agudezas de los poetas españoles antiguos, considero que en este tiempo fueran aquellos ingenios maravillosos y en razón de la bárbara lengua que usaban, me acuerdo de lo que dijo Lipsio de nuestro toledano historiador el arzobispo don Rodrigo…, «que había escrito bien quantum potuit in tali aevo.
Así, después de estas palabras, nadie puede llamarse a engaño cuando encontremos en Lope juegos de palabras o de conceptos, empleados ya en la poesía de finales del XV, expuestos en maravillosos versos de once sílabas. La frecuencia y el orgullo con que Lope recurre a los viejos mitos, con todo su noble prestigio de antigüedad greco-latina, y su total inoperancia, nos confirman en este supuesto. Tanta cita clásica, ya es para Lope un adagio, y debe tolerarse porque todos nos entendemos con ellas. Lo que Lope no puede ya soportar es que se rompa el equilibrio entre esas dos corrientes que le llegan de su ayer y su anteayer, a beneficio de una de ellas: esa ruptura fue el mundo de la poesía culterana y gongorista en general, exageradora de la vertiente erudita. De ahí su enemiga y el no entender la nueva manera de hacer arte.
Nos encontramos, pues, ante un caudal poético que, sí, está lleno de frescura popular, y tendremos que repetirlo hasta la machaconería, Lope expone en él aciertos no superados. Pero también nos vamos a enfrentar con otra manifestación de ese caudal que está muy de acuerdo con la renovación extranjera. Quizá el fruto más logrado de la conjunción de esas dos manifestaciones sea esta poesía de Lope: en ninguna de sus poesías de traza popular o tradicional faltará el elemento renacentista. Y en las puramente renacentistas, se asomará con frecuencia, burlón, insidioso, el opuesto.
¿Dónde ir a buscar la concreta producción lírica de Lope? Aparece dispersa por todas partes, empleada generosamente a lo largo y a lo ancho de todo su teatro y de las obras en prosa, La Arcadia, La Dorotea, etc. Aparte, dedicó varios libros especiales a reunir su producción poética. Los poemas de Lope plantean problemas eruditos complicados, en especial en lo que a la fecha se refiere, ya que muchos fueron empleados en diversas ocasiones y con respetable distancia entre cada una de ellas. Y siempre, por los temas, podemos encontrar una relación con algo vivido, que, por su capacidad de olvido o de literatización, puede aplicarse, en situación diferente. Con razón ha dicho Montesinos:
Si la biografía de Lope constituye el más atrayente capítulo de nuestra historia literaria clásica es justamente porque en todos sus momentos refleja una existencia de artista —conversión del dato real en creación. No hay otro gran poeta español cuya biografía nos revele de modo tan instructivo este proceso de transformación de las flores de la vida —ardientemente gozadas— en mieles de arte eterno.
Para analizar la producción estrictamente lírica de Lope, mejor que seguir, como consecuencia de este uso y abuso de sí mismo, la marcha de los libros, es clasificar, siquiera sea primariamente, la caudalosa masa de su producción, y mirarla en escorzo, conjuntamente. Esa clasificación responderá a los tipos más notorios de su obra, a la vez que permite ver cierta homogeneidad en ella. Son: a) los romances; b) sonetos; c) lírica popular o letras para cantar; d) epístolas, églogas, canciones, etcétera.
Romances
La primicia lírica de cierta importancia dentro de la colosal obra lopesca que podemos mirar en conjunto, es la serie espléndida de romances que comenzó a ser recogida por los florilegios y colecciones aparecidos en los últimos años del siglo XVI, reunidos después en el Romancero general de 1600. En este Romancero está lo que podríamos llamar la primera manera de Lope. La cohesión, la unidad a este cuerpo de lírica se lo dan las pasiones de que surgieron. Bajo un disfraz morisco o pastoril (las dos grandes veladuras del romancero artístico), Lope, con ímpetu desenfrenado y con el brío juvenil con que le hemos visto vivir, trasmuta los amores con Elena Osorio, el destierro, el matrimonio con Isabel de Urbina. Todos estos romances lograron una popularidad enorme y se divulgaron copiosamente, hasta el punto de que Lope se quejó de que le atribuyeran muchos que no le pertenecían. Esta divulgación es la que recuerda en una canción, andando el tiempo:
Ya pues que todo el mundo mis pasiones
de mis versos presume,
culpa de mis hipérboles cansada,
quiero mudar de estilo y de razones.
En este primer episodio de su vida literaria están determinados los caminos de Lope, que ya en estos primeros intentos comienza a desempeñar el papel que va a tener siempre. En él cristaliza definitivamente la contextura del renacimiento español. El romance, en manos de la música que se le adaptaba, corría rápidamente, alcanzando una difusión extraordinaria; y al dar los contenidos de la poesía culta sin sus formas solemnes o grandiosas hizo que esta llegase a todas partes, popularizándola, haciéndola viva entre toda la colectividad. En el período de la literatura de imitación de lo clásico, la novela pastoril era lo más corriente: los romances pastoriles fueron la divulgación popular y musical del género que tan noble prosapia exhibía. Y al lado del romance pastoril, el morisco representaba recuerdos de la novela caballeresca y de la épica culta renaciente, perdiéndose gratamente el poeta en colores de ropas lujosas, en torneos, etc. Este sistema se prolongó desmesuradamente y, al poco, provocó las burlas. Pero de la universal burla se salvaba Lope (y también Góngora). A través de sus octosílabos, brillantes, la época se reconocía y se sentía instalada a gusto en la historia. Lope era ya su portavoz.
Pero, aparte de esto que encuadra el romancero lopesco en el azar histórico que le tocó vivir, queda el íntimo valor de esos versos. Todo ese romancero, hoy que sabemos cuál fue la circunstancia en que brotaron sus versos, se nos presenta con una estrecha unidad:
Son una Dorotea sentimental. Ternezas, juramentos, pasión, celos, reproches, desdenes, mordacidades, arrepentimiento, olvido… El monólogo apasionado de Belardo nos ofrece una realidad transfigurada, transustanciada. La vileza de sus años juveniles se justifica gracias a la pasión que los caldea; lo único que podía justificarlos. Si no conociéramos el proceso, los romances serían un tierno idilio, revestido de formas perfectas. El proceso les da sentido profundo. Son la superación de una vida mezquina. En algunos nos parece oír a Lope debatirse angustiosamente con su conciencia.
Los romances se pueden agrupar, una vez hecho tema el suceso que les dio caudal, en torno a ese suceso o sus aledaños. Así ocurre con Filis (aunque hay romances a Filis que ya están hechos cuando los sentimientos habían variado mucho), Belisa (destierro, partida a la Invencible, vida en Valencia), etc. Los romances más brillantes y, sin embargo, menos valiosos hoy, son los moriscos. Tienen más lujo externo que voz interior. Belardo, el héroe del anterior grupo, tiene, al hablar, categoría de íntimo monólogo, de soliloquio. En cambio, Zaide se dirige un poco a miles de espectadores, luciéndose.
Hay una segunda época en el romancero de Lope, formada por las piezas tardías, cuando ya todo este torbellino pasional de la juventud solamente es voz, y de los que pueden ser ejemplo los contenidos en La Dorotea. Todo en el primer momento (en el Romancero general) está hecho como decía el verso de Góngora, alusivo a Lope:
Potro es gallardo, pero va sin freno.
La vitalidad, el ímpetu juvenil desborda por todas partes, hasta el punto de salvarse del inmenso naufragio anónimo que el Romancero supone. Pero, al correr de la experiencia, ese brío se convierte en una mirada interior, llena de suave melancolía: son los romances dedicados en su mayoría a Marta de Nevares. Ya no hay fríos brillos, ni fáciles virtuosismos, sino extremada delgadez, temblor puro y meditado; es el caso de las famosas barquillas. La muy larga experiencia había dado a Lope una maestría envidiable. Que Lope se daba cuenta de la honda diferencia lo prueba el que, al reconstruir el viejo episodio de Elena Osorio, no incluye romances a Filis, que recordaría, cómo no, o que podría haber encontrado impresos, y los sustituye por los últimos, los estremecidos a Marta de Nevares:
¡Ay soledades tristes de mi querida prenda, donde se escuchan solas las ondas y las fieras! . . . . . . . . . . . . . O, ¿pediré llorando la noche de su ausencia... . . . . . . . . . . . . Ya es muerta, decid todos, ya cubre poca tierra la divina Amarilis, honor y gloria vuestra; aquella cuyos ojos verdes, de amor centellas, músicos celestiales, Orfeos de almas eran, cuyas hermosas niñas tenían, como reinas, doseles de su frente con armas de sus cejas.
La otra barquilla («¡Pobre Barquilla mía, / entre peñascos rota…»), que figura en todas las antologías de poesía española, es también de extraordinaria hermosura. Más armónica que la anterior, no alcanza la emoción de ella, donde Lope nos ha dado el retrato más duradero de Marta de Nevares, el que él se hace en su memoria, la Marta de los días felices, ya separados definitivamente. La soledad suena y resuena armónicamente en el famoso e incomparable poema, tan conocido, también procedente de La Dorotea:
A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos. No sé qué tiene el aldea donde vivo y donde muero, que con venir de mí mismo no puedo venir más lejos.
Las Rimas sacras (1614) encierran unos romances dedicados a cantar la pasión del Señor; son también de cierto interés. Nos llevan a esa zona de la religiosidad popular, sangrienta, detenida en lo externo y llamativo, donde Lope se encuentra a veces tan inspirado. De todos modos, lo esencial en el Romancero lopesco es el doble grupo señalado arriba.
Sonetos
Lope nos ha legado una extraordinaria cantidad de sonetos admirables, de acabada arquitectura y de fina emoción. También repartidos a lo largo de sus comedías o entre las páginas de otros libros, hacen de Lope el primer sonetista de la literatura española.
Cuando Lope tenía cuarenta años, y estaba alcanzando la madurez y la plenitud, publicó las Rimas humanas (1602), libro en el que ya figuran doscientos sonetos. Bastante de ellos proceden de comedias, y algunos deben de haber sido arreglados al prepararlos para la publicación. Estos sonetos de las Rimas humanas forman la colección poética más característica: están aún llenos de todo el aliento petrarquista, refinado, pulcro, pero hay, por otra parte, una porción de sonetos que constituyen un apartado de originalidad: los dedicados a Micaela de Luján y los destinados a temas bíblicos o de la antigüedad. El petrarquismo aparece como queriendo definitivamente desaparecer. (Llamaremos petrarquismo en este caso, como Montesinos ha hecho ver, no a rasgos del propio Petrarca, del que apenas hay ecos, sino al recuerdo y a las maneras de los petrarquistas españoles.) Lope pensó, quizá, hacer una especie de Canzoniere con los sonetos a Camila Lucinda. En todos ellos rebosa una a manera de meditación lírica sobre cualidades, sucesos, emociones o proyectos relacionados con la casuística amorosa, quizá aburrida a la larga, a fuerza de oírla repetida, ya que aflora en todos los líricos del XVI (entero) y del XVII (primera mitad), pero que, en el caso de Lope, venía primorosamente adecuada a los soliloquios de un alma en conflicto dramático. De ahí la afirmación contenida en un verso del Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, muy llena de sentido después de lo que acabamos de decir:
El soneto está bien en los que aguardan.
Efectivamente, en cuanto se produce una soledad de alguien en escena, esperando, es natural que esa persona medite, reflexione sobre su situación o sobre las causas y concausas que han determinado su aparición en ese instante. Y eso lo hace en alta voz, con un soneto. La comedia El villano en su rincón posee dos ejemplos exquisitos de esta situación y de tal escapada poética. De situaciones parecidas proceden muchos sonetos notables. La transitoria vida de la comedia habría llevado a la desaparición de muchos sonetos, o a su olvido, ya que están puestos en situaciones en que no es lo más apropiado repetirlos, en escenas de absoluta quietud. Y Lope los salvó incluyéndolos en las Rimas.
Lope tenía especial cariño por el soneto, porque era el molde apropiado para un concepto, para una idea fija, breve y compendiosamente expuesta, con brillante final. De ahí la arquitectura de sus sonetos, repartida en dos zonas de diferente movimiento, una ascendente y otra descendente, entre las que suele haber un instante de reposo o de precipitación. (Esto no es, naturalmente, riguroso. A veces, la parte ascendente está en los versos finales y, a veces, la transición está en el último verso.) Un ejemplo claro de este caso está en el soneto en el que Lope quiere definir qué es el amor. (Lope, en las postrimerías de su carrera literaria, podía vanagloriarse de ser el escritor que más definiciones del amor y de los celos había hecho):
Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde y animoso; no hallar fuera del bien centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho, ofendido, receloso; huir el rostro al claro desengaño, beber veneno por licor suave, olvidar el provecho, amar el daño; creer que un cielo en un infierno cabe, dar la vida y el alma a un desengaño, esto es amor, quien lo probó lo sabe.
La sutileza del proceso amoroso, tan cara a toda la lírica de tradición petrarquista, abunda en los sonetos de Lope. Uno de los sonetos más bellos dedicados a Camila Lucinda, figura en las Rimas, a pesar de haber estado en la comedia Los comendadores de Córdoba, nueve años antes:
Ya no quiero más bien que solo amaro ni más vida, Lucinda, que ofreceros la que me dais, cuando merezco veros, ni ver más luz que vuestros ojos claros. Para vivir me basta desearos, para ser venturoso conoceros, para admirar el mundo engrandeceros y para ser Eróstrato abrasaros. La pluma y lengua respondiendo a coros quieren al cielo espléndido subiros donde están los espíritus más puros. Que entre tales riquezas y tesoros mis lágrimas, mis versos, mis suspiros de olvido y tiempo vivirán seguros.
Los mitos antiguos habían sido utilizados muchas veces en la lírica culta dentro de un soneto, como un cuadro, férreamente enlazados por los rígidos endecasílabos, a manera de un marco. Así, basta recordar, como ejemplos excepcionales por su belleza, el mito de Apolo y Dafne, o el de Hero y Leandro, cantados por Garcilaso. Y tantísimos más. En Lope, lo original en este caso es la forma verdaderamente suntuosa en que están envueltos, el alarde de exposición de los elementos sensuales, bajo los que se puede reconocer una viva presencia de las artes plásticas. Así ocurre con el hermoso soneto «Judith y Holofernes», que recuerda muy de cerca el famoso cuadro de Tintoretto, hoy en el Museo del Prado:
Cuelga sangriento de la cama al suelo el hombro diestro del feroz tirano que opuesto al muro de Betulia en vano despidió contra sí rayos al cielo. Revuelto con el ansia el rojo velo del pabellón a la siniestra mano, descubre el espectáculo inhumano del tronco horrible convertido en hielo. Vestido Baco, el fuerte arnés afea los vasos y la mesa derribada, duermen los guardas que tan mal emplea y sobre la muralla coronada del pueblo de Israel, la casta hebrea con la cabeza resplandece armada.
Prolongaría desmesuradamente el tamaño de estas páginas el recordar aciertos admirables contenidos en sonetos de las Rimas humanas. Para terminar con este apartado, citaré solamente el soneto «Suelta mi manso, mayoral extraño», que hoy figura en todos los florilegios de Lope, merecidamente, y cuya primera aparición se puede rastrear en la comedia Belardo el furioso, escrita alrededor de 1588.
En 1614, doce años después de las Rimas humanas, publica Lope las Rimas sacras, en las que aparecen un centenar de sonetos religiosos. Algunos de ellos son expresión de sentimientos íntimos, buenos testimonios poéticos de la aflicción del poeta en aquellos años en que la vida privada del Fénix comenzó a conocer amarguras y penas infinitas: la muerte de Carlos Félix, la de Juana de Guardo, las primeras necesidades de volver los ojos a la religión, etc. Otros sonetos son ocasionales, por lo general elogios a los santos. Como era de esperar, es en aquellos de su intimidad donde el genio de Lope brilla espléndidamente, en piezas que son de lo mejor de nuestra lírica, aunque no sean obras de religiosidad profundísima. La religiosidad de Lope es de ese tipo emocional y efusivo, bordeando lo vulgar, la materialización casera de los grandes misterios, como ya he señalado en otras ocasiones. No busquemos en su poesía el desazonador mundo de San Juan de la Cruz. Pero sí encontramos, desde una ladera muy humana, el temblor angustioso del pecador arrepentido, ahogado por la compasión de sí mismo y por el propósito de enmienda; recuérdense los tan conocidos «Pastor, que con tus silbos amorosos, ¿Qué ceguedad me trujo a tantos daños…» o el garcilasiano en la forma «Cuando me paro a contemplar mi estado». Repetiré una vez más el tan conocido:
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, que a mi puerta, cubierto de rocío, pasas las noches del invierno escuras? ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío si de mi ingratitud el yelo frío secó las llagas de tus plantas puras! Cuántas veces el ángel me decía: ¡Alma, asómate agora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía! ¡y cuántas, hermosura soberana: Mañana le abriremos —respondía— para lo mismo responder mañana!
Así como nos habíamos tropezado con una preocupación distinta en el último romancero, donde aparecía Amarilis, volvemos a notar algo semejante con los sonetos. En La Circe hay varios donde se trata ya platónicamente el amor con Marta de Nevares. Son sonetos de muy acicalada forma, más perfectos y acabados, y es muy corriente encontrar en ellos huellas gongorinas:
mozo infeliz a quien el verde coro
vio sol, rayo tembló, difunto llora.
Centellas, perlas no, vertió el aurora…
Las Rimas humanas y divinas de Tomé de Burguillos, de las que ya hemos dicho se publicaron a los setenta y dos años de Lope, encierran gran interés. En ellas, Lope recuerda cosas de su juventud, y abundan en él poesías burlescas, o de sátira anticulterana. Dentro de un libro tan misceláneo como las Rimas de Burguillos, lo interesante es ver la lozanía, la frescura que Lope refleja todavía en su gloriosa vejez, ya la muerte llamando a su puerta.
Letras para cantar
Llegamos a un terreno donde Lope de Vega se mueve en una atmósfera de ajustada adecuación a sus propias cualidades, y en la que logró imponerse, partiendo de la tradición más viva, a la misma tradición: las letras para cantar. El romance era quizá el más típico de los metros destinados a la música, pero no era el único. A su lado, los villancicos tradicionales alcanzaron una gran difusión, y, al hacerse artísticos, ya se habían alejado mucho de los populares. También por este tiempo comienza la propagación de las seguidillas. Lope, que encarnaba como nadie esta voz de la calle y del campo, dio a esta poesía un brillo no superado por ningún otro poeta español. En lo hondo de Lope, de sus creaciones, de su recuerdo, está siempre una cancioncilla popular, tradicional, auténtica o falazmente imitada, arrancado al misterio el secreto de hacerla popular inmediatamente. A veces, y ya insistiremos sobre ello, en un par de versos de una copla tradicional está una comedia, todo un drama. Y es muy rara la comedia que no deja oír entre bastidores, o arreglada para los salones, un eco de la lírica tradicional, breve, enjundiosa. Montesinos ha decidido llamar a esta poesía «lírica musical», huyendo del término «popular», para diferenciarla de la que, tradicional solamente, corriera por entonces. Esta lírica era ante todo una lírica ciudadana, que corrió «como el cuplé de nuestros días. Y como el del cuplé de nuestros días, su medio más eficaz de difusión en la época… fue el teatro».
Todo este repertorio anda también disperso por las comedias, y debe ser recogido con cautela, ya que Lope (participando en esto de la tradicionalidad) puede usar algunas ajenas. (También puede darse el caso contrario, el ajeno que emplea la canción de Lope.) Las formas más empleadas son los villancicos, las letrillas, las seguidillas, cantares populares de diferentes regiones de España, cantares de boda, de vendimia, de bienvenida, de bautizo, etc. Un hermoso cantar de siega se reconoce en «Blanca me era yo», contenido en El gran duque de Moscovia, relacionado con el tipo tradicional de las serranas. Los «tréboles», usados por ejemplo en Peribáñez, aún quedan vivos en cierto modo en la lírica popular de Asturias. Un trozo de romance está en el trasfondo de Peribáñez, informando la comedia toda («Más quiero yo a Peribáñez / con su capa la pardilla, / que al Comendador de Ocaña / con la suya guarnecida»). Lo mismo ocurre con «El caballero de Olmedo»:
Que de noche le mataron
al caballero;
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.
La «Gran Comedia del abanico» tiene un origen análogo:
La del abanillo,
calor tiene, madre.
¡Aire! ¡Dios y aire,
si podrá sufrillo!
Otras veces es simplemente un refrán el causante de toda la comedia. Así, «Más mal hay en el aldehuela / del que se suena», está en el origen de El aldehuela. Exploraciones de este tipo serían inacabables y no harían más que confirmar lo que sabemos: el enorme, el amoroso conocimiento que Lope poseía de la lírica tradicional.
Las seguidillas forman un apartado en el que hay numerosas subvariedades. Merecen destacarse las del Guadalquivir («Ay, río de Sevilla, / cuán bien pareces»), las de forzados a galeras, las de la Noche de San Juan, las de tantas fiestas populares, como Santiago el Verde («Manzanares claro, / río pequeño»). Se ha destacado siempre esta cualidad de Lope de Vega, entrañablemente unido a lo tradicional, tan de manifiesto en estas cancioncillas. Pero es conveniente hacer una importante salvedad que puede olvidarse, a fuerza de la comodidad de repetir lo de «poeta popular». Como todos los grandes creadores, Lope, instalado en ese pueblo, para el que escribe y al que representa, le da mucho más que aquello que ha recibido. Es decir, se le recuerda no por repetidor de un estado poético, sino por ser un creador de ese estado poético. En este sentido, toda la tradición española está en deuda con Lope, impagable deuda.
Epístolas, églogas, canciones
Las numerosas composiciones en forma de Epístola que Lope incluyó en La Filomena o en La Circe están hoy minadas por un interés más erudito o historiográfico que puramente literario. Están llenas de noticias importantes sobre su vida, sus ideas literarias, sus intereses, sus malquerencias. Pero no están ya a nuestro alcance como lírica. En realidad, no son ellas las que han envejecido, sino el género entero, que hoy nos resulta extremadamente caduco, artificioso. Estas epístolas eran, ante todo, eso, cartas. En una epístola ha expuesto el propio Lope el concepto que él tenía del género:
Las cartas ya sabéis que son centones, capítulos de cosas diferentes donde apenas se engarzan las razones. Las varias opiniones de las gentes me dieron ocasión para escribiros y la pluma siguió los accidentes.
A fragmentos, las epístolas encierran encantadoras visiones de su vida familiar (ya han quedado recogidos algunos atrás), y, en especial, su actitud ante los enemigos literarios. En muchas ocasiones, en privado o en libros, Lope había hablado de sus rencillas literarias, pero siempre desde un punto de vista estrictamente objetivo. En las epístolas, lo hace, además, con la carga de su furia personal. De ahí la irritación, más o menos contenida, que vemos a veces en algunas de estas epístolas, como en la dirigida a Arguijo.
La epístola ya tenía también sus antecedentes en la lírica de tradición petrarquista. Epístolas escribieron Garcilaso, Boscán, Herrera, Hurtado de Mendoza. Largas filas de ordenados tercetos, donde el poeta habla y habla, como Lope dice en una ocasión, forzado por los consonantes. Lope se dirigió de esta forma a sus amigos: a Barrionuevo, Solís, Bonet, Juan de Piña, Porras, etc. Todas tienen detalles autobiográficos. En la dirigida al contador Gaspar de Barrionuevo, abundan las manifestaciones antigongorinas; en la dirigida a Matías de Porras hemos recordado la efusión familiar con que se citan los chapurreos infantiles de Carlos Félix. La entrada en religión de Marcela puede encontrarse en la dirigida a Francisco de Herrera Maldonado. Y en la escrita a la poetisa peruana Amarilis (citada en El Laurel de Apolo), Lope cuenta su vida. Notable es la dirigida al poeta Medinilla, donde se encuentra una bellísima sensación de paisaje, que se destaca opulentamente sobre el pesado total. Excepcional entre las epístolas es la que empieza «Serrana hermosa…», escrita probablemente en 1602, en Toledo, destinada a Camila Lucinda. En ella, Lope se adelanta, como otras tantas veces, al mundo romántico. Dejando al margen los tópicos poéticos del tiempo, Lope evoca instantes luminosos de su amor con Micaela de Luján, y se desparrama en evocaciones de la naturaleza, en el agobio de los recuerdos que se agolpan a la memoria, indisciplinados. Se trata de una epístola donde Lope dejó hablar sueltamente a su propia experiencia.
A la ciudad famosa que dejaba la cabeza volví, que desde lejos sus muros con sus fuegos me enseñaba, y dándome en los ojos los reflejos gran tiempo hacia la parte en que vivías los tuvo amor suspensos y perplejos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ya, pues, que el alma y la ciudad dejaba y no se oía al famoso río el claro son con que sus muros lava.
De entre las églogas destaca «Amarilis», escrita ya en los últimos años, después de muerta Marta de Nevares, poema que cuenta sus amores con esta última. Toda la égloga es autobiográfica, hábilmente sorteados los detalles, pero perfecta en su forma, y de una contenida gravedad. El dolor le hace, como ya hemos visto en otras ocasiones, alcanzar un tono de sosegada melancolía, de noble queja amarga. La égloga «Elisio», en realidad una canción, es una hermosa recreación de temas ya muy manidos, lograda plenamente, en versos admirables. En ella, Lope no cansa ni fatiga, sino que mantiene viva la frescura de lo que cuenta, e incluso despierta la representación de lo que está describiendo. La «Égloga a Claudio» también la hemos recordado por necesidades biográficas. La luz de una suave melancolía, de un triste y reposado desengaño baña todo el poema, en realidad una epístola. En ella cuenta los amores con Elena Osorio, el primer matrimonio, su esfuerzo creador de comedias, etc. No solo es un poemita de grata lectura, sino que es uno de los documentos más valiosos para ver cuál era su actitud ante el hecho literario.
Todavía en 1635, después del rapto de Antonia Clara, Lope, igual que había hecho en su plena juventud, convierte en creación literaria su disgusto. Eso es la égloga «Filis», en la que cuenta todo el episodio del abandono por la muchacha y el desconsuelo que esto le acarrea.
Entre las Canciones, hay que recordar las incluidas en La Arcadia, tan conocidas: «¡Oh, libertad preciosa!» y «Hermosas alamedas», con claras influencias clásicas. La primera es, sin duda, una de las más hermosas imitaciones del Beatus ille horaciano, y que nos sirve para atestiguar el hondo sentimiento de la naturaleza que Lope poseía. Dentro de las Rimas sacras se incluyó la «Elegía a la muerte de Carlos Félix», prodigioso poema ya citado atrás, prueba definitiva de cómo Lope necesitaba sus propios sentimientos para crear altísima poesía.
Hemos hecho una rapidísima carrera a través de la lírica de Lope, admirable labor que aún resuena en nuestros oídos con una cercanía estrecha y cordial. En su producción poética, Lope, como en el teatro, se instaló en una tradición, desde la que dio el salto para crear otra, perfeccionándola y dejando terminadas las posibilidades de la anterior. Una vez más encontramos adecuada la frasecilla ya citada: «Lope de Vega, poeta del cielo y de la tierra». Viendo su poesía en un escorzo de formas, Lope se nos presenta entre las dos grandes mareas cultas que conoció: la tradición petrarquista y el mundo gongorino, y él, en medio, solo, con su vitalidad y su desenfreno dentro de su propio hallazgo: la pasión. Dámaso Alonso ha destacado, en acertadas palabras, esta trayectoria de Lope en la lírica:
Enorme desasosiego entre dos extremos, como esta España nuestra, siempre en generosa búsqueda de expresión. Sí, Lope vínculo de España, nudo de España, símbolo de España.
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Tomado de Biblioteca virtual Miguel de Cervantes
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