Introducción a la poesía de Bello
El poeta y su tiempo
En las postrimerías de 1781, nació don Andrés Bello en Caracas. Ocho años antes de la toma de la Bastilla, fecha inicial de una nueva era; de la difusión de la cultura francesa en todo el mundo y, de modo especial, en las jóvenes tierras de América. Su infancia se deslizó mansamente a la sombra de los marinos del patio familiar y en el convento de las Mercedes, donde junto a libros severos encontró, para alimentar su innata afición a la poesía rusticana, la rama verde del romance o alguno que otro volumen de poesía pastoril.
Desde muy joven fue aficionado al teatro. En una tienda que existía en Caracas, con los escasos recursos de un niño de modesta fortuna, adquiría, para su naciente biblioteca, las comedias, galantes, religiosas y populares de Pedro Calderón.
Su juventud, por lo tanto, se va desarrollando bajo la doble influencia de la literatura española y de la francesa, si bien es cierto que siempre conservará, tierra propicia para el arraigo de toda semilla fecunda, las primeras impresiones de sus lecturas españolas.
Por lo que conviene fijar el cuadro de la literatura española y el de la francesa en aquellos tiempos de transición, al menos el de los escritores o agrupaciones que mayormente pudieron ejercer influencia en el espíritu curioso del joven aprendiz de poesía.
En España había varias tendencias que oscilaban entre las antiguas maneras del siglo XVII y el prerromanticismo. La escuela salmantina alcanzó el mayor auge. Reunió en su seno nombres como los de Cadalso y Meléndez Valdés. Más tarde Jovellanos entró en ella, precisamente cuando su fama se dilataba por todo el Reino por la severidad de su crítica y variedad de conocimientos.
No puede negarse a Cadalso ni a Meléndez cierta sensibilidad nueva. El uno con sus Noches Lúgubres, suerte de elegía en prosa y el otro con sus odas, anacreónticas escritas en romances, abren camino en España a la poesía sentimental, nueva tendencia que había invadido a Europa, hija, según Gustavo Lanson, de la filosofía de Locke.
No obstante haberse fundado esta escuela bajo el amparo de maestro tan severo como Fray Luis de León, en ella aparecen, con relación a la naturaleza, la melancolía bucólica un poco amanerada, de los poetas franceses del siglo XVIII; y el amor a lo lúgubre, como en la elegía de Cadalso, que, andando los años, será una de las notas más salientes del romanticismo español.
En Francia, además de Voltaire, Rousseau y en general de los enciclopedistas que dominaban el panorama intelectual de la época, la literatura neoclásica estaba representada por Andrés Chénier, cuya obra poética fue publicada después de su trágica muerte; Delille, poeta que encarna los ideales científicos de la época y el abate Barthelemy. El libro de este ingenioso escritor titulado Voyage du jeune Anacharsis en Grèce responde a la erudición y gusto helenista de entonces.
Las primeras poesías de Bello, según el testimonio de los críticos más autorizados, aparecen en 1800, en este período crepuscular del neoclasicismo y de comienzos del romanticismo. No puede, por lo tanto, desecharse en la formación de su personalidad literaria, influencia de unos y de otros escritores.
Inicia su vida intelectual bajo disciplinas clásicas. Penetra desde joven los secretos de la lengua latina y de su poesía, inteligentemente dirigido por Fray Cristóbal de Quesada quien, como tantos religiosos del siglo XVIII, en España y Francia, tuvo una vida pintoresca llena de inquietudes modernas y de clásica erudición. Conviene recordar lo que dice Amunátegui de estas cordiales lecciones, más bien ejercicios espirituales, entre un maestro docto y un estudiante aprovechado: «No limitándose a las simples reglas de la gramática, le enseñaba prácticamente, y sobre el modelo mismo, puede decirse, las de la composición, los vicios en que suelen incurrir los escritores, el modo como los han evitado los hombres de talento».
Sin duda, desde un comienzo, el padre Quesada descubrió en Bello un extraordinario temperamento literario. El tierno aprendiz de cosas bellas había ya hecho su primer recorrido intelectual en las comedias de Pedro Calderón. Éstas dejaron en su alma el gusto por las metáforas brillantes y precisas, propias de la escuela conceptista, si bien es cierto que, en su madurez clásica, rehuyó, con juicio sereno, el amontonamiento barroco de que aquélla había hecho gala.
Pero junto con la influencia de Calderón recibe Bello, puede decirse en la infancia misma, la de Cervantes. Y si de aquél tomó el brillo de las metáforas, de éste aprende la llaneza e intimidad del estilo. Su poesía responde a estas impresiones iniciales que conservará frescas —fiel a ellas— pese a las vicisitudes por que atravesará su vida al contacto de las variadas transformaciones ocurridas en el primer tercio del siglo XIX.
El fondo clásico de Bello se halla bien preparado, por la meditación y el estudio, para recibir, sin mengua de la propia personalidad, las diversas corrientes de fines del siglo XVIII, ingenioso y erudito, como sus abates rebeldes; y las de comienzos del XIX, naturalista y sentimental.
Tres acontecimientos ocurridos en la juventud de Bello determinan el cambio de su orientación. La amistad con Luis Ustáriz, joven afrancesado de la Colonia, que puso en sus manos la primera gramática francesa, y la llegada a Caracas del barón de Humboldt y la del poeta Arriaza.
El estudio del francés le abre nuevos horizontes. Sin duda ya tendría conocimiento de algunas obras francesas en traducciones o imitaciones españolas, de Iriarte, Samaniego y el padre Isla; pero las traducciones por mejor hechas que estén, carecen de la frescura del vocablo propio y de la poesía, dulce misterio, del idioma original. Bello, que tanto ama el lenguaje, encuentra en la precisión del habla de Francia, nuevo espacio para sus meditaciones y en su literatura una corriente clara; naturalismo sensual, propicio a la expresión americana, con que contrarrestar el ascetismo español, senequismo de los escritores clásicos, del cual no acierta a librarse ni siquiera el alma suave y generosa de Cervantes.
Este suceso tiene tanto mayor importancia cuanto que los maestros principales en la Colonia temían las influencias de escritores franceses, los cuales, no obstante la vigilancia practicada, penetraban por el conducto de los afrancesados españoles; por el prestigio que les granjeó la nueva universidad de Caracas, de origen borbónico; por la novedad de las ideas francesas y por la decadencia de la nación y literatura española.
Amunátegui dice lo siguiente, refiriéndose a la sorpresa que experimentó don José Antonio Montenegro, vicerrector del Colegio de Santa Rosa, al ver a Bello entregado a la lectura de una tragedia de Racine, en francés, lengua que ignoraba conociese el joven estudiante: «El presbítero, que, aunque convertido entonces al sistema rancio, conocía por experiencia propia, el irresistible ascendiente de las ideas francesas, temía seriamente que fuera demasiado dificultoso contener el curso de ellas, y aún su dominación en el mundo». Y añade el mismo escritor este dato de suma importancia para el conocimiento de la época inicial de la literatura que con verdadera propiedad puede llamarse venezolana:
«Estaba sobre todo persuadido de que, en el misterio de las bibliotecas, las obras de los enciclopedistas operaban, entre ciertos criollos de la primera clase, una propaganda que consideraba funesta para el régimen establecido, por cuya conservación hacía votos».
Las ideas intransigentes de aquel maestro que no carecía de méritos, según manifiesta Bello al evocar su figura entre lejanos recuerdos, y a quien Baralt califica de bueno, afectuoso y sabio, se revelan, sin dejar lugar a dudas, en estas palabras: «¡Es mucha lástima, amigo mío, que usted haya aprendido el francés!».
Pero ya era tarde. Toda precaución había sido vencida por las nuevas corrientes que inquietaban al mundo. La tertulia de los hermanos Ustáriz, tenía que ser un centro de juventud, de oposición al régimen universitario, de aspiración a la cultura universalista que Jovellanos y otros escritores habían introducido en la Península; en fin, de temprano despertar del alma venezolana a la ciencia y al arte contemporáneos, cuyo centro principal era Francia, donde la clásica tradición italiana, renacentista, y la ideología de los filósofos ingleses, bajo la influencia del racionalismo cartesiano creaban nuevas formas de pensamiento.
Arriaza no dejaba de ser tímidamente afrancesado en Literatura. Entre sus obras poéticas, bien que de la madurez, figura un poema titulado La moral de los escritores. Es el canto IV del Arte Poética de Boileau, traducido para uso de los alumnos del Seminario de Nobles de Madrid; y un poema didáctico, sin duda alguna imitación de los versos de Delille.
El poema bucólico y el didáctico tratan de la naturaleza; pero mientras que uno, inspirado en escenas campesinas, busca lo Bello y pintoresco, el otro más bien inclinado a la ciencia, se detiene minuciosa o analíticamente, no solo en lo Bello, sino en lo interesante, por lo que el género didáctico, si ciertamente expresó los ideales de fines del siglo XVIII, no podía subsistir en el XIX, cuando el sentimiento en la poesía adquiere tanta importancia.
Acaso a través de Arriaza, poeta de fácil ritmo y de agudo ingenio, llegó a Bello en su temprana juventud el nombre y la tendencia de Delille. Hemos visto una edición de las poesías de Arriaza que seguramente circuló entre los lectores de la colonia. Un pequeño tomo empastado en verde con guarniciones de oro y delicadas ilustraciones grabadas en acero. La primera página ostenta el título en letras de finos perfiles elegantes y evocadores. Todo en este tomito denuncia el romanticismo incipiente de la época. Un romanticismo velado, ligera fuga hacia la naturaleza viviente de que ya había hablado Rousseau y Bernardino de Saint Pierre. Una libertad graciosa de ritmo, propia de la poesía sentimental, cuando la nota lírica —tragedia del poeta con su propia alma— triunfa sobre la épica; cuando el sentimiento del paisaje domina la naturaleza.
Pero el viaje de Humboldt es, quizás, lo que mayor trascendencia tuvo, ya para la formación de Bello, ya para el conocimiento de la naturaleza americana en Europa. Marca el fin de una orientación. Hasta entonces los viajes científicos se habían realizado por tierras de antiguas civilizaciones. El Mediterráneo era el camino, con el encanto de sus sirenas muertas. La meta el Partenón, el Foro romano o las Pirámides.
Con Humboldt se inicia una nueva etapa. El interés que despierta su aventura apenas tiene parangón en la historia contemporánea. El Viejo Continente, unánimemente estremecido, tiene los ojos puestos en él. Se le considera muerto, perdido en la selva, acaso devorado por los indios caribes o caníbales.
En torno a su figura se adensa una atmósfera romántica. Crece la curiosidad por América. Sus anchas llanuras, espesas montañas e impetuosos torrentes atraen la atención de todos. Humboldt se halla perdido. El fondo romántico del cuadro es un panorama magnífico de dilatadas campiñas y mudas perspectivas lejanas.
Cuando regresa a Europa, después de largos años de ausencia, es saludado por todos con verdadero regocijo. Lleva de América una rama verde para plantarla entre olmos y encinas; pero ha dejado en nuestras tierras una semilla que el tiempo hará prosperar; que Bello ha recogido de sus propios labios y a la cual permanecerá fiel durante toda su vida.
Con Humboldt descubrimos la realidad de nuestra naturaleza romántica, de nuestra expresión natural. El clasicismo nunca existió en América. Es netamente europeo. Lo aprendemos en los libros, lo recibimos como reflejo de fenecidas culturas; pero el romanticismo, no. Él nace de nuestro suelo, como la hierba. Lo reencontramos intelectualizado en los libros. Nos lo retorna Chateaubriand y Bernardino de Saint Pierre estilizado, como la civilización nos devuelve en amanerados bombones el áspero cacao de nuestras selvas. América que hasta entonces solamente había recibido, comienza a dar. Se establece una verdadera compenetración entre ambos continentes. Poco a poco la curiosidad se torna hacia el Atlántico. Europa, de simple heredera de una cultura extraordinaria que descubrió el Renacimiento, pasa a ser maestra de pueblos jóvenes. Al contacto de América se universaliza. Lo regional se hace cosmopolita. Encuentra Europa su verdadero sentido clásico. El centro de la cultura se traslada de Italia a Francia. No sin razón dijo Goethe, al presenciar la derrota de los prusianos en Valmy, que se iniciaba una nueva era. Ciertamente hasta entonces el Viejo Continente no se había dado cuenta de que representaba un valor clásico para pueblos jóvenes que estaban pendientes de él. El romanticismo va a descubrirlo. Stendhal tiene razón cuando dice que «el clasicismo representa el pasado». Esto es, una cosa concreta, definida, precisa, un ideal ya cumplido, superado, sin inquietud alguna para nuevas generaciones.
En cambio, el romanticismo, que comienza mucho antes de 1830, encarna la inquietud, la agonía, como se dice hoy, de las generaciones que hicieron la Revolución o que nacieron de ella. Es la aspiración natural de una sociedad renaciente. A pesar de los años transcurridos, todavía Baudelaire no logra precisarla, cuando afirma: «Qu’on se rappelle les troubles de ces derniers temps, et l’on verra que, s’il est resté peu de romantiques, c’est que peu d’entre eux ont trouvé le romantisme; mais tous l’ont cherché sincerement et loyalement».
Lo han buscado sinceramente y con lealtad; pero no lo han encontrado. No podían encontrarlo porque el romanticismo no era una escuela literaria, sino el comienzo de una cultura. Lo que Europa descubrió fue su propio clasicismo, su calidad principal, normativa, y América el sentido de un nuevo humanismo.
Así como Europa renacentista ve en la antigüedad y en sus obras los claros modelos de superación, América comienza a ver en los escritores renacentistas y del siglo XVIII, valores normativos para sus producciones; pero los busca sin el pesimismo o amargura de los neoclásicos, porque todavía no ha llegado a ella el desaliento de los fracasos imperiales, ni la miseria de las masas trabajadoras.
Entre nosotros, por lo tanto, se produce simultáneamente el clasicismo y el romanticismo. En todo el primer período del siglo XIX se confunden las tendencias. No podría decirse hasta dónde son clasicistas o románticos los escritores. Aún a mediados de siglo, Juan Vicente González es un romántico en su prosa magnífica y neoclásico en el verso.
Por el contrario, el Viejo Continente, con el regreso al medioevo, a la corriente de cultura que interrumpió el Renacimiento, afirma y define su posición. Reencuentra la vena de subjetividad que iniciara desde el silencio de su celda gótica, el iluminado Tomás de Kempis en el pequeño, pero fecundo libro, la Imitación de Cristo. Nada parecido se había hecho antes. Marca este libro el punto límite entre la antigua y la nueva sensibilidad; el predominio del alma sobre la inteligencia; de lo subjetivo, espacio sin fronteras, sobre lo objetivo definido; en fin, el origen de esa corriente turbia que va a desembocar en Werther y en René.
Las conciencias se agitan entre dos luces. Se impone una viva controversia entre lo objetivo y lo subjetivo. Y Goethe, arquetipo de los escritores de su época, dice a este respecto las siguientes palabras que definen, cuando menos, su posición frente al arte y de consiguiente frente a la vida, puesto que Goethe, como todo gran artista, sacrifica a la sinceridad las mayores conquistas de la inteligencia: «Un arte robusto, verdadero, inagotable, no puede existir sino mediante el estudio del universo y su asimilación, que es lo que han hecho los clásicos».
Parecida evolución sufrirá Bello. De lo subjetivo o lírico irá a lo objetivo o clásico. De los romances a las Silvas Americanas. Por ello no vacilamos en afirmar, contrariamente a lo que hasta ahora han dicho los críticos, que su primera expresión es romántica y que en un fondo romántico —la naturaleza americana— evoluciona hacia lo clásico, no hacia el clasicismo, como Goethe a través de las crisis de Fausto, llega a la perfecta serenidad de Helena.
Nadie más parecido a Goethe que Bello en este proceso. La actitud de ambos frente al universo es la misma, si bien es cierto que el autor de las Silvas Americanas tiene poca inclinación a la metafísica o estética alemana, que califica de «neblina mística».
Con frecuencia la crítica se contenta con repetir, sin ahondar en ellos, conceptos, más o menos justos, acerca de los grandes escritores. A Bello frecuentemente se le juzga como un poeta precoz en su juventud, y en su madurez como un frío humanista. Ni lo uno ni lo otro es completamente exacto, no obstante haber sido, cuando niño una clara inteligencia, y cuando hombre un erudito.
No es completamente exacta la apreciación por cuanto se refiere a la niñez. Desde temprano su inteligencia fue encauzada por recias disciplinas; por el ejemplo de maestros discretos y la diaria lectura de sus autores predilectos. Tampoco lo es con relación al erudito. Bello conservó hasta su avanzada ancianidad la fresca vena de la poesía y un alma sensitiva.
No conocemos el poeta precoz. Tampoco lo negamos. Sus primeros poemas han debido desaparecer. Seguramente fueron cantos eróticos, escritos a la manera de la época, semejantes a los romances de Meléndez. Nada sabemos de ellos. ¿Acaso quedaron en la casa solariega junto con los naranjos y granados del patio casero y con sus grandes y pequeños afectos? No lo dudamos, pero Bello no recogió ninguno de estos poemas de su infancia, de estos primeros alborozos de su imaginación. Sin embargo, Amunátegui que lo conoció, admiró y recibió muchas de sus confidencias, dice: «Desde muy joven, fue en extremo aficionado a leer y componer versos. Tuvo o adquirió una gran facilidad para improvisarlos».
La afirmación del minucioso crítico chileno ha creado en torno a la juventud de Bello, por lo que respecta a su actividad poética, cierto ambiente de frivolidad elegante, propio del siglo XVIII y de la cual fue representante en Caracas el poeta Arriaza, donoso improvisador en versos y hombre de agudo ingenio en la conversación. La idea de Bello improvisador prospera. Mariano Picón Salas dice a este respecto: «En ese tiempo juvenil un poeta eclógico, docto ya en latín y letras clásicas, cuyos suaves poemas Al Anauco, soneto Hoc erat in votis, alegran las amables tertulias de la casa de los Ustáriz, ricos jóvenes caraqueños, amigos de la música y de la poesía».
Mariano Picón cita entre los versos que recitaba Bello, el poema Al Anauco, el cual, según Amunátegui, que lo califica de mediocre, fue escrito en 1800. Pero esta composición, desde luego bastante meditada, no puede considerarse como una improvisación, ni mucho menos calificarse de mediocre dentro de la poesía española y americana de la época.
El poema Al Anauco, si bien de sentimientos juveniles, responde al concepto que Bello tuvo siempre de la poesía. Contiene los elementos poéticos que aparecen en sus obras de madurez: compenetración con la naturaleza, amor al árbol, fina sensibilidad, gracia retórica propia del siglo XVIII, de donde procede su primera inspiración, sentimiento trágico de la vida en el campo venezolano, angustia por el porvenir de estas tierras; y sobre todo, una inteligente manera de mezclar la mitología y nombres de contenido poético, con los humildes de nuestros ríos, árboles y campos.
Así, Bello inicia con este poema que recuerda, por su lozanía y factura, los clásicos de Villegas y los sentimentales de Meléndez, su poesía de sentido campesino, sin apartarse del caudal de su cultura, el cual naturalmente lo lleva, como profeta de sociedades nacientes, al poema didáctico de la naturaleza, esto es, a utilizar al par que lo Bello idílico, lo interesante, como material de poesía.
Tú, verde y apacible
ribera del Anauco,
para mí más alegre,
que los bosques idalios
y las vegas hermosas
de la plácida Pafos,
resonarás continuo
con mis humildes cantos (…)
Bello afirma que sus cantos, a pesar de calificarlos de humildes, harán resonar continuamente las riberas del Anauco. ¿Podría pensarse en que un poeta que habla de este modo, improvise sus versos?
La realidad poética de Bello está ya creada. El recado que traía a los hombres, entrevisto. De aquí en adelante solo tendrá que perfeccionar su instrumento. Pasar sin perder frescura de la expresión lírica a la objetiva, encauzar el impulso romántico de su primera inspiración, depurar, destilar la primitiva angustia de su alma sensitiva, limar las palabras ásperas del habla cotidiana, limarlas como una joya, hasta hacerlas entrar en el acervo de los vocablos poéticos; en fin, unir, sin hacer violencia, los elementos clásicos a los rusticanos.
Y ante la triste tumba,
de funerales ramos
vestida, y olorosa/con perfumes indianos,
dirá llorando Filis:
«Aquí descansa Fabio».
Filis, nombre pastoril, alma de la égloga, envuelta en perfumes indianos. Esto es, la poesía clásica, con todas sus virtudes de erudición y de universalidad, trasplantada al ambiente americano.
Pero si en este poema aparecen nítidamente los sentimientos eclógicos de Bello, en el consagrado al samán se definen más los patéticos, hasta el punto de prevalecer sobre los motivos campestres. El pastor Delmiro adquiere un valor real, un contenido de mayor humanidad que el de Filis en el romancillo Al Anauco.
No es circunstancial el hecho de que Bello haya comenzado su poesía con romances. Tenía gran admiración por esta forma poética, bien se trate del género pastoril, renovado por Meléndez Valdés, bien del histórico, menospreciado hasta que el duque de Rivas lo hizo renacer. A este respecto dice: «Don Ángel Saavedra ha tomado sobre sí la empresa de restaurar un género de composiciones que había caído en desuetud. El romance octosílabo histórico, proscrito de la poesía culta, se había hecho propaganda del vulgo; y solo se oía ya, con muy pocas excepciones, en los cantares de los ciegos».
El empleo del romance, por lo tanto, obedece al criterio sustentado por Bello de que éste servía para la poesía culta; así como el empleo de los nombres criollos, entre escenas o cosas pastoriles, al concepto que se había formado de la poesía bucólica: «En la poesía bucólica de los castellanos, —dice Bello— ha sido siempre obligada, por decirlo así, la mitología, como si se tratase, no de imitar la naturaleza, sino de traducir a Virgilio, o como si las églogas o idilios de un siglo y pueblo debieran ser otra cosa que cuadros y escenas de la vida campestre en el mismo siglo y pueblo, hermoseada enhorabuena, pero animadas. Siempre de pasiones e ideas que no desdigan de los actuales habitantes del campo. Ni aun a fines del siglo XVIII, ha podido escribirse una égloga, sin forzar a los lectores, no a que se trasladen a la edad del paganismo (como es necesario hacerlo, cuando leemos las obras de la antigüedad pagana), sino a que trasladen el paganismo a la suya».
Por ello no comprendemos la afirmación de Amunátegui, ni mucho menos la de que estos poemas no revelaran las cualidades poéticas de Bello, cuando ellos contienen con un sentimiento romántico de la naturaleza y una suave expresión lírica, puede decirse en potencia, las grandes calidades que integran las obras mayores del poeta.
Tampoco comprendemos el que Mariano Picón Salas los califique de suaves poemas a la riente naturaleza venezolana. No dudamos de que los poemas sean suaves. Lo es el ritmo de Bello; o lo que es lo mismo, la expresión ingénita de su alma. La naturaleza venezolana puede ser riente o no; pero los dos poemas aludidos están saturados de tristeza. Por ellos pasa la angustia sembradora de temores como la brisa de aromas. El primero está dedicado al Anauco; mas, el Anauco es un pretexto. Un río eclógico de «verde y apacible ribera» que le evoca cosas tristes, bien captadas en la vida, bien aprendidas en sus lecturas: «sombra» «funesto barco», «el Erebo», «estigios lagos», «lastimero llanto». Estas evocaciones no tienen nada de rientes. Más bien están saturadas de un romanticismo melancólico, el cual puede verse de modo más claro en el ambiente creado por los siguientes fragmentos del poema:
y cuando ya mi sombra sobre el funesto barco visite del Erebo los valles solitarios, en tus umbrías selvas y retirados antros erraré cual un día, tal vez abandonando las silenciosas márgenes de los estigios lagos. La turba dolorida de los pueblos cercanos evocará mis manes con lastimero llanto; Pero, tú, desdichado, por bárbaras naciones lejos del clima patrio débilmente vaciles al peso de los años.
Todas estas expresiones tienen un indiscutible contenido romántico. La palabra alegre con que califica al Anauco, también resulta melancólica dentro del ambiente creado por el poeta. Parecida cosa puede decirse del romance a un samán. Uno como el otro son frutos de una misma inspiración, de un mismo sentimiento de la naturaleza, de una sola y firme concepción estética.
Horacio, antes que Rousseau, había buscado el refugio de la naturaleza para librarse de la fatiga de la vida de la corte. En el poeta clásico se advierte, no obstante la sátira, una fría nostalgia por la soledad. En el filósofo de Ginebra, por lo que respecta a la sociedad, el pesimismo de la adustez calvinista. Bello que recibe influencias de uno y otro escritor, experimenta el deseo de regresar a la naturaleza; pero en su sentimiento hay algo que no existía en las estrofas del poeta latino, si bien es cierto que no llega nunca a la nota sombría de Juan Jacobo.
¿Sabes, rubia, qué gracia solicito cuando de ofrendas cubro los altares? No ricos muebles, no soberbios lares, ni una mesa que adule al apetito. De Aragua a las orillas un distrito que me tribute fáciles manjares, do vecino a mis rústicos hogares entre peñascos corra un arroyito. Para acogerme en el calor estivo, que tenga un arboleda también quiero, do crezca junto al sauce el coco altivo. ¡Felice yo si en este albergue muero; y al exhalar mi aliento fugitivo, sello en tus labios el adiós postrero!
No se puede desdeñar en este soneto la influencia del período clásico español, ni mucho menos del pseudoclásico. La estructura del poema conserva la modalidad del siglo cumbre de la literatura peninsular. Si hay algo que molesta es el diminutivo «arroyito». Pero Bello defiende su uso. Dice, refiriéndose a la crítica que hace Hermosilla a Meléndez, por el empleo de ellos: «Parecen humildes esos diminutivos, porque desgraciadamente lo han querido así los clásicos, desterrándolos hasta de composiciones en que pudieran muy bien tener cabida. Si no, dígasenos: ¿son de mal gusto los diminutivos de Catulo?; ¿no dan suavidad y blandura al estilo de sus versos? Si no sucede lo mismo en castellano, no se culpe a la lengua, sino a los poetas que han querido hacerla inadecuada a todo género de asunto».
No despreciaba Bello ni los diminutivos, ni palabra alguna de origen más humilde. «Si de raíces castellanas —afirma— hemos formado vocablos nuevos según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y se sirve continuamente para aumentar su caudal, ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos? Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada. En ellas, se peca mucho menos contra la pureza y corrección del lenguaje que en las locuciones afrancesadas, de que no dejan de estar salpicadas hoy día aun las obras más estimadas de los escritores peninsulares».
Pocas personas de autoridad y competencia han defendido con mayor brío el habla de América y sus naturales modificaciones en una lengua viva. Pero volvamos al soneto, a su sentido clásico y a sus expresiones románticas.
y al exhalar mi aliento fugitivo
sello en tus labios el adiós postrero!
Estos versos románticos —trasuntos de nueva sensibilidad— se encuentran unidos, en un solo conjunto poemático, a otros, como el siguiente, que recuerda a Horacio: «Cuando de ofrendas cubro los altares».
Aun cuando sabemos que Bello es un poeta católico y que en más de una de sus composiciones alude a la Virgen del Carmelo y a San Antonio, consideramos que los altares a que se refiere tienen ciertos resabios de paganía. Entre las flores cristianas vemos abatirse palomas degolladas en ofrenda a la Musa.
Se ha dicho que Bello encuentra el romanticismo en la madurez de su vida, con el conocimiento de Byron en Londres y las traducciones de Hugo. Para mí nunca Bello es más clásico que en las traducciones del poeta de la barba florida; entendiendo, desde luego por clasicismo, la limpieza de la expresión y el equilibrio de la forma.
Su evolución se ha cumplido totalmente. Ni la pureza del verso en su traducción del Orlando Enamorado, una de sus mejores obras, ni la severidad de ritmo de las Silvas, tienen la suavidad y limpidez de las estrofas del poema a Moisés:
¿Qué son las fuentes en que el oro brilla, y el mármol de colores, a par del Nilo, y de esta verde orilla esmaltada de flores? No es tan grato el incienso que consume en el altar la llama, como entre los aromos el perfume que el céfiro derrama. Ni en el festín real me gozo tanto, como en oír la orquesta alada, que, esparciendo dulce canto, anima la floresta. ¿Véis cuál se pinta en la corriente clara el puro azul del cielo? El cinto desatadme, y la tïara, y el importuno velo. ¿Véis en aquel remanso trasparente zabullirse la garza? Las ropas deponed; y al blando ambiente, el cabello se esparza.
No estamos completamente de acuerdo con don Marcelino Menéndez y Pelayo en muchas de sus apreciaciones acerca de la obra poética de Bello. El notable crítico se deja llevar por su propio concepto de la poesía. Juzga a Bello desde un ángulo un poco estrecho, le niega algunas cualidades de importancia capital, a pesar de que siempre le atribuye pureza, pulcritud y elevación en los conceptos. Sin embargo, suyas son las siguientes opiniones dignas de meditarse por venir de persona de tantos merecimientos.
Bello, de quien no puede decirse que cultivara, a lo menos originalmente y con fortuna, ninguno de los grandes géneros poéticos, ni el narrativo, ni el dramático, ni el lírico en sus manifestaciones más altas, es clásico e insuperable modelo en un género de menor pureza estética, pero sembrado por lo mismo de escollos y dificultades, en la poesía científica descriptiva o didáctica; y es, además, consumado maestro de dicción poética, sabiamente pintoresca, laboriosamente acicalada y bruñida, la cual a toda materia puede aplicarse, y tiene su propio valor formal, independiente de la materia. En este concepto, más restringido y técnico, puede llamarse a Bello creador de una nueva forma clásica que, sin dejar de tener parentesco con otras muchas anteriores, muestra, no obstante, su sello peculiar entre las variedades del clasicismo español, por lo cual sus versos no se confunden con los de ningún otro contemporáneo suyo, ni con los de Quintana y Gallego, ni con los de Moratín y Arriaza, ni con los de Lista y Reinoso, ni con los de Olmedo y Heredia.
A pesar de la autoridad de Menéndez y Pelayo encontramos algunas contradicciones en los conceptos. «Voz unánime de la crítica —dice— es la que concede a Bello el principado de los poetas americanos; pero esto ha de entenderse en el sentido de mayor perfección, no de mayor espontaneidad genial, en lo cual es cierto que muchos le aventajan. La poesía de Bello es reflexiva, y no solo artística, sino en harto grado artificiosa, pero con docto, profundo y laudable artificio». Y más adelante añade: «Más que el título de gran poeta, que con demasiada facilidad se le ha adjudicado, y que en rigor debe reservarse para los ingenios verdaderamente creadores, le cuadra el de poeta perfecto dentro de su género y escuela».
No comprendemos cómo don Marcelino niega la facultad creadora a quien ha inventado un lenguaje poético, una expresión americana, tan personal que él mismo afirma que el estilo de Bello no se parece al de ninguno de sus contemporáneos. Más justo en sus apreciaciones nos parece Caro en el siguiente pasaje que tomamos del mismo don Marcelino: «Hay en la poesía de Bello cierto aspecto de serena majestad, solemne y suave melancolía; y ostenta, él más que nadie, pureza y corrección sin sequedad, decoro sin afectación, ornato sin exceso, elegancia y propiedad juntas, nitidez de expresión, ritmo exquisito: las más altas y preciadas dotes de elocución y estilo».
Don Marcelino Menéndez y Pelayo afirma que las cualidades sustanciales de esta poesía de Bello han sido apreciadas por Caro, mejor que por ningún otro. Si esto es así, la apreciación de Caro destruye la de Menéndez y Pelayo. No puede haber artificio en harto grado, junto a la «pureza y corrección sin sequedad, decoro sin afectación, ornato sin exceso».
Pero de todo ello importa destacar en los conceptos de Caro «la solemne y suave melancolía»; en los de Menéndez y Pelayo, «la creación de un nuevo clasicismo».
Ciertamente, Bello ha hecho en su vida un gran recorrido. De la ingénita y suave melancolía de los romances ha llegado, con el alma todavía joven, a la serenidad de las Silvas.
Muchas veces viendo La Source, ese admirable cuadro donde nada sobra ni nada falta, donde la luz no se sabe si brota del cuerpo de la mujer o del aire que la rodea, he pensado en la obra de don Andrés Bello. Me refiero a la obra poética. Sobre todo a las composiciones consideradas como maestras. Ingres logra la perfección despojando el cuerpo de la mujer de todo lo adventicio. Diríase que éste llega a tener el color terroso del ánfora, la cual si alcanza tonalidades más frescas es por la presencia del agua que trasciende. Y el agua adquiere tal plasticidad que parece brotar, como reflejo vibrante, del fondo del manantial, cuerpo desnudo de la mujer fuente. Y ello es la poesía, el símbolo, de esta creación impecable del genio francés. Tal vez lo que más se aproxima al arte griego —al espíritu del arte griego— en todo cuanto han pintado los artistas modernos.
Despojarse de todo lo adventicio es la mayor dificultad con que puede tropezar un artista. La poda es sacrificio que solo acatan los grandes temperamentos como Goethe o Flaubert. La exuberancia es propia de todos los jóvenes, pero la parquedad no se concibe sino en los temperamentos clásicos. No obstante lo apuntado con relación a Bello en lo que a romanticismo se refiere, lo habremos de considerar siempre como un clásico de la literatura americana. Poco importa la época en que le tocara vivir. Y esto es de grande importancia si se tiene en cuenta el hecho de que no renunció a ella, de la cual tomó lo esencial, así como del sitio donde vio la luz primera, el cual no desdeñó por pequeño. Antes, por el contrario, con ser grande, grande lo hizo universalizando lo regional, en hermosas poesías.
Su actitud en la vida —y lo que es más heroico, en su época— es la de un intelectual, en el más puro sentido de la palabra.
Por lo tanto, bien debió de encontrarse en Londres entre los poetas de su generación. Su temperamento, sin duda alguna, congeniaba con el de los ingleses. Su posición ante lo cotidiano, recuerda la de algunos escritores de entonces, cargados de deudas y de serenidad, como Walter Scott. Muchas de sus obras tienen marcada semejanza con lo que llaman los británicos ensayos y que tanto auge alcanzaran en Inglaterra desde Bacon hasta Carlyle.
La precisión del estilo —estilo en la mayoría de sus obras didáctico— corre pareja con el de historiadores ingleses, y la variedad de sus conocimientos con la de escritores que, para su tiempo, dominaban el panorama intelectual del brumoso Londres.
Para los antiguos, especialmente para Pitágoras que le dio el nombre, filósofo era el amante de la sabiduría. Hace pensar, por lo tanto, esta expresión en su sentido prístino, en una posición objetiva, de observación y, en cierto modo, de devoción. En este aspecto, debemos considerar a Bello como un filósofo. Pocos como él han tenido mayor amor a la sabiduría. Su obra, en verso y en prosa, es un constante ejercicio espiritual, una profesión de fe por la ciencia de su tiempo. Un acto de definida devoción hacia todas aquellas personas por quien sentía aprecio. En este simple y noble sentido de la palabra y no en el más moderno de crear sistemas o adentrarse en los cerrados vericuetos de la metafísica, debe considerarse a Bello como filósofo.
Como poeta sigue parecido impulso generoso. Para él la poesía es una contemplación constante de la naturaleza. Trata los elementos como un pintor, bien se refiera al viento, al fuego o al agua.
Ante la naturaleza es un epicúreo. Su delectación es verdaderamente sensual. Pleno de un gozo no desbordado pasea la mirada por los paisajes, por las flores de variados matices, por los frutos de sabrosísima miel.
El campo lo atrae y en él se solaza como un niño que descubre, por primera vez, el placer de sus propios sentidos. Y esto es la poesía, descubrir siempre lo ya descubierto y expresarlo como si fuera la primera vez que se advierte.
Pero para bien de la poesía americana, que de su enseñanza deriva, percibió a tiempo, que el arte romántico pecaba de oscuridad, de vaguedad. Entonces vuelve sin desdeñar las adquisiciones del subjetivismo, a la plenitud de la naturaleza, especialmente a la naturaleza tropical, que ve entre recuerdos lejanos, desde los paisajes brumosos de Londres o desde las azules costas del Pacífico.
El arte romántico siempre se debatirá entre Goethe y Víctor Hugo. Entre Fausto que da toda la expansión posible a su inteligencia y Juan Valjean, que se la da, sin reconocer límite alguno, al sentimiento, por lo que llega a ser una especie de santo laico. Tanto se es romántico por una serenidad llevada al extremo, como Goethe en su madurez, como por una exaltación lindante con el delirio, como Hugo. Solo que mientras que Hugo, voz de su época, persiste en lo romántico, Goethe, voz de un siglo, sin renuncia alguna, llega a conquistar lo clásico.
En Bello —poeta de su tiempo— se operan cambios semejantes. Nunca se aparta del romanticismo —expresión ingénita— signo de América. No se aparta, pero se vigila. Por lo que habrá de considerársele como creador de «un nuevo clasicismo».
El clasicismo es precisamente esto: una superación y no una renuncia de las formas adquiridas. El que voluntariamente renuncia a nuevas maneras, expresión de su época, se convierte en un pseudo-clásico. Pero el que depura las expresiones nuevas, por revolucionarias que sean, y las encauza en límites justos, mediante disciplinada evolución, alcanza la magnitud clásica, principal, que esto expresa la palabra en su origen, o se convierte en escritor normativo, o de clase, que también el vocablo tiene esta significación.
En cualquiera de las dos valoraciones, puede tomarse la poesía de Bello como clásica. La expresión americana que ya para su época comenzaba a definirse en destacados escritores, adquiere en él mayor calidad que en otros de sus contemporáneos. Ciertamente aparece en el orbe literario una expresión singular. Se perciben en escritores de esta zona elementos desconocidos por los peninsulares. Elementos, en veces de una fonética ruda, que ha de ir depurando el tiempo, a medida que el lenguaje popular se va haciendo culto, propio de quienes cultamente lo heredan de sus padres, con su intrínseca musicalidad espontánea, dejando en el rodar del tiempo, que es lima también de las palabras, el estiramiento de un vocabulario aprendido bajo la sabia dirección de profesores de academias.
El lenguaje adquiere en cada región, bien que proceda del mismo tronco, rasgos de diferenciación característica. No se aparta Bello, por gramático, de ellas. Americano, como ningún otro lo ha sido, hunde bien sus pies en la tierra. Sobre todo en la tierra venezolana. De ella extrae el jugo más precioso para sus composiciones, aún para aquellas que no podríamos considerar originales por derivar su inspiración de extraños modelos.
Esta tenaz disciplina, constante reajuste de la expresión americana a normas universales, es, desde todo punto de vista, una de las cosas más originales en la poética de Bello. En tan ardua empresa, al parecer retórica, hállase lo más fecundo de su poesía. Lo personal de su estética. Poeta del lenguaje, puede clasificársele. Pocas veces se ha alcanzado más alta jerarquía en el manejo de las palabras ni éstas han asumido mayor dignidad. Arranca de él una poesía narrativa, rica en metáforas, que continúa todavía en Darío, a quien Nervo, con sobrada razón, llamó, en la misma hora de la muerte, cuando la eternidad había perfeccionado la estatua de su vida de dolor: «el de las piedras preciosas».
Y piedras preciosas, labor de fina orfebrería ha sido casi siempre la poesía americana. Pero es menester reivindicar la palabra orfebre, la cual durante mucho tiempo fue pronunciada con tono peyorativo. No obstante que orfebre, en el más puro sentido de la expresión, quiere significar el que trabaja con esmero, paciencia y amor la propia obra. El que maneja las palabras como los artífices metales recios o piedras preciosas.
Reúne Bello cierta gracia tropical a la finura de la expresión moratiniana, y sin amaneramientos, desde luego, incorpora a la poesía el sentido metafórico de nuestro lenguaje americano: canto, como todo lenguaje humano, pero canto que tiene en sus vocales alargadas, la pereza de los palmares hieráticos engarzados en las hebras de la brisa.
Bello toma nuestra habla, vívida riqueza de armonía, exuberancia de adjetivación, compenetración con la naturaleza orquestal del trópico, la domina, vence como si fuera un potro en amaño y la reduce a sus propios límites. Acaso haya poeta entre nosotros de más numerosa obra concluida; pero no lo hay, en toda la América, de mayor pureza de inspiración ni dominio de la palabra.
Y, ciertamente, no se valía para ello del fácil artificio, en formas y vocablos, del arcaísmo. Por el contrario, los repudia cuando los encuentra en escritores de merecimiento que se dejan llevar por estas falsas galas de estilo.
Nadie más enamorado del lenguaje que Bello; pero para él, como para todo buen hablista, es cosa viva y no colección de hojas muertas. El pasado tuvo sus expresiones peculiares que no podría tolerar la gramática ni el buen gusto moderno, como no podría tolerar las formas del pensamiento.
No está la palabra en modo alguno desligada de la idea, como no lo está la fruta de la semilla; ni lo está, por muchas razones, de la flor. Bien dijo Baudelaire: la naturaleza es un templo de vivientes pilares, una ingente arquitectura en donde prevalece la armonía por sobre todas las cosas.
Hablamos como pensamos. Cuanto más alto se eleva nuestro pensamiento con mayor pureza lo expresamos. Las palabras en la hora de la muerte tienen una limpieza de estrellas. Las de Sócrates y Jesucristo son una gota de luz, síntesis de una vida de sufrimientos y de meditación.
La lucha más fuerte de Bello al enfrentar este problema, fue dilucidar lo correcto y lo impropio de la expresión americana y separar la gracia ingénita de ella de lo que propiamente hiciera violencia al idioma desnaturalizándolo; y aprovechó para enriquecerlo, las formas dialectales, biennacidas en los distintos pueblos de América. Porque conservar la pureza de un idioma no consiste en ceñirse absolutamente a la manera de hablar de nuestros antecesores, sino en respetar las idiosincrasias del lenguaje, a fin de no incurrir en barbarismos que, después de todo, por ser elemento extraño, es lo que mayormente lo afean.
La rectitud de don Andrés Bello a este respecto llega hasta la aceptación de formas que para otros hablistas menos sagaces, podrían ser arbitrarias. Y no debemos olvidar que fue su época de intensa preocupación por la gramática. El castellano desembocaba de pleno en el romanticismo, que también en el lenguaje tuvo influencia esta manifestación del espíritu inquieto del siglo. La gramática de Bello, por lo tanto, es una filosofía, una verdadera filosofía del lenguaje. Penetra en lo más profundo de la mecánica de la expresión, llegando por este camino a descubrir lo poético de la palabra: esos toscos vasos de barro de que habla San Agustín, destinados a contener la mezquindad o la grandeza del licor —espíritu— que se vierta en ellos.
Y de nuevo tenemos que afirmar de Bello, que es un filósofo en el sentido griego de la palabra. Su amor a la sabiduría lo lleva, por natural impulso creador, a adentrarse en la entraña misma del lenguaje vivo de América.
El destino o el carácter —drama individual de todo hombre— lo lleva a Londres, donde a la sazón se encontraban desterrados, por causas políticas —romanticismo en acción— algunos españoles y americanos. Con ellos comparte el ostracismo y la erudición. Toma de unos y de otros, tanto como les da. La correspondencia entre estos ingenios es de un desinterés franciscano, como lo era la pobreza en la que vivían. Entre ellos Bartolomé José Gallardo escribía sus opúsculos empleando una ortografía racional que apenas puede entenderse y Blanco White, indaga, cuando le da vagar el cotidiano trabajo, formas de gramática nuevas, y problemas filosóficos.
Nunca hubo época más cercana a Alejandría. Cartas cruzadas casi diariamente revelan una tensa labor intelectual: consultas de obras de erudición halladas en bibliotecas particulares y oficiales. Romances y libros de que, en tierra británica, estudiaban aquellos escolastas, y confidencias generosas de proyectos que pensaban realizar. Las noticias de España no eran buenas y las de América eran peores. La sola cosa perdurable entre los proscriptos de patrias distintas, era el lenguaje común. Rara sociedad de abatidos por el infortunio, a quienes, no obstante distintos ideales, unía un sentimiento humano de la cultura. Para ellos la adversidad tuvo consuelo en la actividad del pensamiento. El frío lo disminuyó el calor del corazón inflamado en iras justas. Dios puso tregua en sus dolores con el encanto de la poesía, que cultivaban en horas de ocio. La labor útil para el futuro reemplazaba el presente áspero. La frecuencia de la historia, en horas de investigación, prestábales la fuerza de varones ilustres, para confortarlos en la propia miseria; y la familiaridad con pensamientos elevados, disipábales nublos de una tempestad que se cernía sobre cada uno de ellos. Sociedad pintoresca y heroica, donde Bello, ya docto en amarguras, acrecienta su sed de conocimientos y adquiere, sin duda alguna, al contacto de inteligencias esclarecidas, estímulos para proseguir sus investigaciones filológicas y gramaticales.
Del examen de la obra de Bello se desprende que pocas veces en la poesía castellana hay mayor correspondencia entre el lenguaje y la inspiración, sin que esto signifique corrección académica simplemente. Antes por el contrario Bello rehuye todo lo que pueda tener visos de academicismo, de falsedad, de falta de consecuencia del hombre creador con la naturaleza de su creación.
Con frecuencia reacciona contra el amaneramiento que infestaba la poesía española y, sobre todo, la americana. Suerte de afectado academicismo que no representaba una nueva expresión. Más bien era repetición de formalismos retóricos, aprendidos de segunda mano en imitadores de Góngora, sin que esto expresara nobleza alguna de dicción, ni penetrase en la inmensidad de la naturaleza del Nuevo Mundo, llena de majestad imponente e inesperada mansedumbre.
Para Bello tales afectaciones venían de la decadente poesía española. De allí que dijera en su célebre Alocución que era llegado el tiempo para que las Musas dejaran la culta Europa y se volvieran al mundo de Colón.
Esta expresión tiene hondo significado. En muchas ocasiones la he estimado como uno de los momentos más notables de la poesía americana. Con ella Bello, por primera vez, señala a sus contemporáneos la necesidad de renunciar a lo ya hecho, de olvidar lo construido con tanta inspiración en obras famosas.
Una naturaleza apenas descubierta requería una nueva expresión. En América ya se había logrado, sobre todo en México y en Quito, una pintura fuerte, de una significación propia. Triste hubiera sido que los pintores de América pintasen sus cuadros con la serena luz de la zona templada, desdeñando los tonos sepia y ofuscados, que tanto carácter imprimen a la pintura colonial.
Hasta ahora hemos visto como hay una interferencia de lo clásico y lo romántico en Bello. Hemos querido estudiar el desarrollo de su personalidad en este doble ambiente, ya que, en modo alguno podría considerársele como un clásico puro, ni como un romántico exaltado.
Mas, esta dualidad aparece en todos los hombres de su generación en América, puesto que con la influencia pseudoclásica, recibida de la Colonia, entraron en el siglo inquieto y turbulento del romanticismo; y el sabio Barón de Humboldt les entreabrió, desde las cumbres del Ávila, el camino de los espacios infinitos. Acaso el Delirio sobre el Chimborazo, de Bolívar, una de las páginas más románticas de la época, no sea otra cosa que retardada manifestación de la semilla que dejara en el alma del Libertador el prodigio de la ascensión del sabio alemán a las cumbres del monte caraqueño, como podría también serlo la afición de Bello por la poesía de sentido, digámoslo así, geográfico.
Clásico en segunda potencia
Dice Ortega y Gasset que Goethe es el más cuestionable de todos los clásicos, porque es el clásico en segunda potencia. Y esto significa, desde luego, que el clasicismo del gran escritor alemán, por lo que a la Europa culta se refiere, es un clasicismo retardado, que aparece después de cumplido el período transformador del Renacimiento.
Bueno es observar que, en el siglo XVI, época de transición, Europa se dividió en dos porciones: la Europa católica y la Europa reformada o protestante. De allí que el clasicismo sea también una afirmación religiosa, una exasperación del sentimiento religioso, bien que en muchos de sus aspectos el Renacimiento se tiñe de desinteresada paganía.
Para mí lo más dramático de la época lo entraña precisamente la división de la cristiandad homogénea de la Edad Media en las dos porciones antagónicas que integran a Europa, a partir del siglo XVI.
Una especie de conciencia crepuscular invade las mentes recién salidas del estupor de la Edad Media. Florecen Santos con mayor inquietud espiritual que en pasadas generaciones. Muchos de sus hombres caminan entre dos luces. No podría saberse dónde termina el católico en Shakespeare y dónde comienza el protestante. El sentido ascético de la muerte que, en varias oportunidades muestra el príncipe vacilante, recuerda expresiones descarnadas de la mística española, no obstante deslizarse su figura tambaleante, como su conciencia, entre los pesados cortinones de la corte de Dinamarca.
Goethe es el hombre de conciencia crepuscular, nacido ya superada aquella etapa. No sin razón se ha clasificado el Romanticismo de segundo Renacimiento. Pero esta vez el libre examen se encauza por el camino del racionalismo.
Por ello, sin duda alguna, resulta un verdadero acierto la clasificación de clásico en segunda potencia: epígonos de una época de transformaciones ya superada en muchas partes, pero todavía por realizarse en otras muchas.
Bello, desde este punto de vista y con relación a Europa de donde deriva todos sus conocimientos científicos e influencias poéticas, debe, desde luego, ser estudiado como un clásico en segunda potencia. Pero en el escenario americano debe considerársele como un romántico que evoluciona siempre hacia lo clásico, como un hombre de su tiempo que incorpora a la vida incipiente de estos pueblos elementos universales. La separación es una simple cuestión de perspectiva. Con ser tan distantes las patrias de Bello y de Goethe y tan diferentes sus culturas, el fenómeno es más o menos parecido. En ambas naciones la incorporación del romanticismo tiene sentido clásico; pero de un clasicismo aprendido en los clásicos, o lo que es lo mismo en segunda potencia, como afirma Ortega.
Bello es, por lo tanto, un espíritu cuestionable; con él se opera una evolución de gran trascendencia para el espíritu americano. Evolución que corre pareja con el desarrollo político de América ya libre de la tutela de España.
Marca este período de transformación, como signo indiscutible de ella, la Alocución a la Poesía. Bello se dirige a la Musa para que deje la culta Europa «que su nativa rustiquez desama». Ya el Romanticismo había hecho la misma sugestión a la Musa amanerada del siglo XVIII. Desde luego el escenario que Bello le ofrecía para sus naturales esparcimientos era mucho más amplio que los peinados jardines y bosques ciudadanos de las églogas europeas; y no obstante la forma clásica del apóstrofe, virgiliana introducción de la oda, hay un impulso romántico en la misma invitación.
No se puede negar en esta introducción una rebeldía, aunque mesurada, contra la cultura que para la época existía en Europa; precisamente contra la misma que reaccionó el Romanticismo, despertar de espíritus fatigados por lo afectado de un arte, en su mayoría, de tediosas repeticiones, inconcebible en un mundo renovado por ideales, puede decirse recién descubiertos, y por la penetración de una nueva capa social; redimida por el Evangelio de la Revolución, en el campo de la cultura.
El poeta, pues, por sobre todas las cosas busca la sencillez, lo espontáneo que brota, como fuente cristalina, de lo más recóndito de la selva americana, bien en el hombre nativo que también es naturaleza, bien en la naturaleza misma, o sea en el campo.
Pero Bello no se limita solo a la naturaleza admirable del Nuevo Mundo como poeta, sino que como filósofo también estudia al hombre.
Platón hace decir a Sócrates que no es posible encontrar la ciencia fuera del hombre. Para el padre de la filosofía griega, como para todo filósofo, el hombre es lo esencial.
La criatura humana es la más importante obra del ingenio divino. Los filósofos griegos estudian al hombre en todos sus aspectos, si bien es cierto que daban mayor importancia a la inteligencia que al sentimiento. Porque verdaderamente, para ellos, la psicología estaba confundida con el pensamiento.
No conocían ciertamente la profundidad del alma, porción de la humana criatura misteriosa y oscura que apenas existe de cierto tiempo a esta parte y que, en la vida moderna, adquiere tanta importancia.
La novela contemporánea se mueve en estas dimensiones. Por lo que a pesar de emplear métodos conocidos por los poetas épicos, encuentra para su desarrollo la novedad de una región de mayores profundidades. Puede decirse que la novela es la historia de un héroe, al parecer vulgar, visto por dentro.
No obstante la época y su amor a la cultura de su siglo, Bello es uno de los temperamentos más objetivos que existe.
Y al decir que es objetivo lo reintegro al clasicismo, cuando lo que más importaba era la inteligencia en todas sus manifestaciones.
La ciencia absoluta, como suele decirse al referirse a ella, entraña el conocimiento de todas las cosas. Pero la ciencia es positiva, especialmente en la época de Bello.
De allí que en toda su obra, en cuanto a método, aparezca el positivista. Hay, sin embargo, un punto donde los sentimientos de la época no logran penetrar: la religión.
Conservó durante toda su vida —y fue larga la de Bello— los principios religiosos que imprimieron profundamente en su alma las candorosas palabras de los nobles maestros virgilianos de su juventud.
Pero es un positivista en todo cuanto no atañe a la religión. Un positivista por lo que a la comprensión del mundo, como fenómeno, se refiere. Por cuanto a los ideales propugnados por él en materia educativa, bien pudiera enclavársele en el grupo de los pragmatistas.
Filósofos de esta escuela han establecido la diferencia que existe entre los antiguos pedagogos, los cuales juzgaban la educación como una preparación para vivir, y los modernos que la consideran como un proceso en la vida.
Nadie entre antiguos y modernos, podría encontrarse más acorde con esta tendencia que Bello. De allí que toda su vida no fuera otra cosa que un continuo educarse, un sostenido proceso de transformación, de superación. Su sed de conocimientos no conoció límites posibles. En todo momento leía. No daba tregua a la lectura ni siquiera para comer. Se dice que respondía a quienes en su avanzada edad le aconsejaban que no cometiera tal imprudencia: «Las Partidas son un gran digestivo». Frase llena de humor, de un humor sano. Alguien ya ha señalado, con bastante agudeza, que en Bello había también un humorista. No podía ser de otro modo. En parte era fruto retrasado del siglo XVIII. Sonrisas y sangre. Encajes y acero. Epigramas y madrigales.
Sin duda Bello tuvo el sentido de la educación de los modernos pedagogos. No es éste un medio para llegar a una meta, sino un camino que camina. Educándose educa. Su obra, de consiguiente, tiene la calidad de ensayo. A pesar de ser tan perfecta, contiene algo de perspectiva.
Pero, en la poesía es donde más se advierte este sentido de ensayo. Parece que cada uno de sus poemas es un esfuerzo, para llegar a otros de mayor importancia. Así se va superando hasta la perfección de las Silvas americanas. Es lástima que el canto América no lo hubiera concluido.
A este respecto es bien revelador el hecho de que haya una repetición de las mismas metáforas en los poemas la Alocución a la Poesía y la Silva, así como metáforas e ideas esparcidas por doquiera, que recoge con mayor brillo en estos frutos de su madurez.
En la constante búsqueda del propio paisaje se arriesga Bello por sendas completamente nuevas en la incipiente literatura americana. Y es un constante hallazgo su peregrinar. Nada semejante a la Silva a la Zona Tórrida, por brillo y novedad de sus metáforas, se había hecho en América.
Puede decirse que con él nace una forma peculiar de la expresión traslaticia: una metáfora que excede en vivacidad a todo lo que hasta entonces se conocía entre nosotros. Pero que no es totalmente nueva si se tiene en cuenta que en muchos de los poetas —cronistas de la época de la Conquista— como Juan de Castellanos, aparecen algunos versos dedicados a cantar la naturaleza americana, no exentos de originalidad; y que sin duda alguna, por el sentimiento que expresan de la variada selva tropical, tienen cierta sensualidad expresiva que les da un gracioso aire de familia con la poesía de Bello. Sin embargo, conviene recordar que en aquéllos las metáforas son frutos naturales y un poco desordenados de una imaginación estimulada por la grandeza del paisaje, mientras que en Bello son productos de la concepción de una poesía típicamente americana y de una vigilada disciplina estética.
El pedagogo nunca duerme. La poesía es camino de perfección que ofrece a sus discípulos. En su ejercicio depura su alma sensitiva, templa el metal de sus penas, bien cuando recuerda la Patria distante, bien cuando evoca la hija desaparecida, especie de luminosa estela para su alma abatida, en medio al césped lento de la muerte.
El viejo escolar, en la serenidad recoleta de su cuarto de estudio, cuando dejaba los densos libros de investigación filológica o de cualesquiera otras disciplinas, se entregaba a la dulce tarea de rimar; pero no como pasatiempo ni descanso. Nunca lo conoció la agilidad de su pensamiento. Su poesía revela trabajo. Un trabajo minucioso de orfebre. De allí que sus poemas parecen hechos de fragmentos. Algunos podrían aislarse en magníficos epigramas por la perfección de la forma y la riqueza del contenido.
La unidad poemática de sus largas composiciones revela honda meditación; y el equilibrio, esto es, la paciente realización sin que nada falte ni nada sobre, es el fruto de vigilada experiencia.
Es indispensable establecer, llegados a este punto, la diferencia que existe entre ensayo, de que hemos venido hablando, e improvisación. Nada hay tan distante de Bello como la idea de improvisación. En él nada es improvisado. Todo nace de una profunda elaboración mental, de un largo proceso espiritual. El mundo de Bello, en el que se mueve ampliamente, es una concepción intelectual. La realidad truécase en fantasía. Las cosas que lo rodean están investidas de una noble calidad de pensamiento. Esto explica que pueda, en forma original, hacer propios ajenos pensamientos y trasladar a escenarios americanos episodios que se realizaron en campos completamente exóticos.
En verdad, lo exótico no existe para él. Los poemas románticos de Byron y de Hugo, situados por el amor a lo pintoresco de aquellos ingenios, bajo la luz de cielos orientales, con el influjo de su palabra creadora adquieren como una nueva emotividad y gracia. Un proceso de elaboración mental se ha efectuado lentamente: no traduce, crea. Con pensamientos adquiridos en ricos graneros hace obra propia. Por ello en su poesía se confunde lo original y lo adquirido. Por ello sus creaciones sin perder la frescura de la inspiración ingénita, recuerdan los mejores tiempos de la lírica española.
Clásico en segunda potencia que es cosa completamente diferente que pseudo clásico. El clásico en segunda potencia, cuyo arquetipo es Goethe —que tampoco deja de ser romántico— es un temperamento vital, revolucionario si se quiere, que vive de los clásicos, que no prescinde de la cultura sino que se ampara en ella para reaccionar contra formas preteridas. En este mismo rango, entre los escritores del siglo XVII español, siglo normativo, podríamos con todo acierto colocar a Don Francisco de Quevedo. Aún sus novelas que reflejan de modo realista el panorama político de la época, acusan influencias de obras anteriores. Quevedo vive de influencias literarias. Su mundo es una estructuración mental, voluntariamente fabricada con materiales de pasadas civilizaciones. Un andamiaje culto, intelectualista, por lo que en su estilo y en sus invenciones prevalece un ingenio que, en veces, llega a ser fatigante por artificioso. Reverso de Cervantes en cuyo ámbito todo parece natural. No podríamos imaginar a Quevedo leyendo los papeles rotos de la calle. Tampoco podríamos concebir que lo hiciera Don Andrés Bello. Ni el uno ni el otro tienen paño para estos menesteres. Su ciencia no les viene de lo popular, romances de ciegos y canciones de soldados rodadas por el viento, sino de latinos profundos de bibliotecas conventuales. Por lo que Cervantes, en todo momento, será el clásico genuino de las letras hispanas, a menudo desprevenido en sus expresiones, pero siempre atinado en sus conceptos y uso del lenguaje con que suelen expresarse sus personajes en la vida cotidiana.
Muchas veces se me ha ocurrido pensar, repasando los versos de Bello, en Don Francisco de Quevedo, no ciertamente por los motivos que los inspiran, sino por la forma. Nada más parecido al endecasílabo de Quevedo que el de Bello. Ambos construyen el verso con una precisión notable. Ambos conservan, como ningún otro poeta castellano, el sentido lapidario de la estrofa latina.
Dígase lo que se quiera, pero si con algo tiene semejanza la Silva a la Zona Tórrida, por su elaboración, es con los poemas de la escuela cultista o intelectualista del Siglo de Oro. Don Francisco de Quevedo fue su más conspicuo representante en España, y Bello, a mi entender, su más atildado cultivador en América, precisamente en la época en que nuestra poesía tendía al pseudoclasicismo, a una expresión sin grandeza, circunscrita a la forma exterior, como suele y acontecer siempre que se toma como norma estética la retórica de una tendencia, sin parar mientes en que toda expresión verdaderamente artística, responde, bien a un ideal colectivo, bien a una idiosincrasia personal.
Pero el cultismo de Bello, con todos los matices de su alma equilibrada, constituyó una reacción contra esa poesía artificiosa y circunstancial, que a despecho de la frescura y rusticidad de nuestra vida, cultivaban poetas de escasa inspiración.
Toda obra poética grande entraña una reacción contra el pasado, inmediato. Contra la vulgaridad. Porque toda escuela después de culminar en sus representativos, degenera en repeticiones; pierde novedad. Se necesita que el viento, soplando en los jardines marchitos, arrastre la hojarasca. Pero entre la seroja siempre hay flores sostenidas por la savia vital al tallo robusto. Volverlas a encontrar es obra de recreación, labor de crítica. Bello es al par crítico y poeta. Con su ejemplo reanima formas desdeñadas y con su crítica enseña. Ambas cosas se encuentran en su misma poesía. La Silva ha sido modelo para muchas generaciones. En este sentido puede ser considerado como un poema didáctico, pero por la inspiración es lírico. Las metáforas son de un lirismo que no aceptaría la épica. La desventura y la grandeza de Bello es la lucha con el medio; sus versos responden a este dolor, acción íntima del poema, por lo que, no obstante, la forma descriptiva, tienen las silvas el dramatismo interior de los poemas líricos.
El retórico adocenado, el falso escritor, se conforma con los modelos heredados. Pero el verdadero poeta comienza por romperlos. En todo gran escritor hay un aventurero. Un pirata que roba en mares infinitos, embarcaciones cargadas de ricas joyas. Las roba para deformarlas y hacerlas propias. Sin riesgo no hay belleza posible. La serenidad es una belleza indiscutible, pero es bella cuando supera el dolor; si no, es simplemente retórica.
Mucho teme el hombre sedentario a la aventura cuando ésta entraña un esfuerzo muscular. Pero el tímido hombre de estudio no teme la más terrible aventura del pensamiento en trance de creación. ¡Con cuánta audacia se lanza por mares desconocidos, con cuanta impaciencia sondea báratros profundos del espíritu, con cuánta delectación rompe barreras y se atreve hasta a profanar regiones intocadas!
En esta aventura del pensamiento, el tímido Don Andrés Bello no tiene par en nuestras letras ni émulo en las de América. Nadie como él penetró los secretos del lenguaje, de la filosofía de su época ni de la historia del pensamiento español en las pasadas. En su afán de conocer al alma española descifra los secretos del romance, expresión popular, colectiva, cuya dramática adustez casi no tiene parangón en otras literaturas de Europa.
No tiene parangón porque precisamente el romance no pertenece a la «culta Europa». Nace como hierba espontánea de una tierra en barbecho. España siempre está en barbecho. Tiene el romance la sobriedad espléndida de la llanura. Diríase que es como las hojas que la cubren y que en cierto modo tienen el color de la tierra. Todo en Castilla es del color de la tierra. No hay nada tan telúrico en el mundo como la meseta castellana. Los versos del Poema del Cid son tierra, y tierra a pesar de lo espiritual de ellos, los poemas de Santa Teresa.
Nuestra llanura dilatada tiene un color plomizo, algo vago entre tierra y nube, algo que llevó a Lazo Martí, el mejor cantor de la llanura, a decir que el Llano es una ola que ha caído y el cielo es una ola que no cae. Pero en Castilla el cielo, el que pintan los pintores castellanos, tiene algo de tierra en sus colores, algo perenne, fuertemente cimentado, que no es ni puede ser pasajero.
Imposible encontrar en el cielo castellano nada que pueda parecer una ola: un poco de agua que está por caer. En cambio el Llano tiene semejanzas con el mar. El viento entre las hierbas raseras tiene cierto rumor de agua; pero en Castilla nada hay que recuerde el agua: Castilla es sedienta. No hay frescura en el romance. Bello transita por esta sequedad, por esta tierra del color de la tierra, pero no se contagia de ella. Nada existe más fresco, de un verdor más reciente, que la poesía de Bello. Es un trozo de paisaje rusticano, un paisaje donde las hierbas crecen con abandono de égloga, de una égloga cantarina, como la nota larga de los vientos marceros sacudiendo las flautas ingentes de las «espigadas tribus».
No se contagia Bello de la sequedad española. La tierra enjuta no penetra en su alma. El paisaje sediento no agosta sus manantiales. La opacidad de los adustos rincones de la llanura, no apaga la vena de agua que brota de su interior fontana. Su trato con escritores ascéticos no marchita su panteísmo de hoja verde. Tiene un sentimiento esperanzado de la naturaleza. Ama las cosas con pasión lejana, platónica. Nunca trata de poseer el secreto de una naturaleza que respeta; su poesía del campo tiene una alada gracia virginal.
Como un tímido mancebo enamorado contempla las rosas, pero no las deshoja. No se deja llevar por el arrebato de la inspiración poética ni religiosa, ni por el agónico de los santos de Castilla, ni por el satánico de Byron, no obstante tener por unos y por otros profunda admiración.
De todo esto se desprende la diferencia notable que existe entre el sentimiento religioso de Bello y el de los escritores españoles: Bello no es asceta. No es un desesperado de esperar: un agónico, como diría Unamuno, ni un náufrago, como dice Ortega. Ni lo uno ni lo otro…
Bello es un hombre sereno. Un contemplativo para quien la religión significa esperanza y no tortura. Cada vez que expresa sus sentimientos religiosos los asocia a la naturaleza bien en su obra inspirada directamente en ella, bien en la que brota, no menos original por cierto, del fondo riquísimo de su cultura.
A este respecto debo decir que Bello, como todo escritor culto, no tiene obra absolutamente original. Sus poemas están enraizados con los de otros escritores anteriores por lo que de aquéllos tomaron, y vigentes en producciones posteriores por influencias secretas o delatadas.
Así todas sus obras nacen del fondo de su cultura, de un esfuerzo intelectual. Sin embargo es original… Lo que generalmente suele llamarse un creador… Pero ¿qué es un creador? ¿Qué significa en arte esta palabra? ¿Cuál de los grandes escritores ha sido creador? ¿Cuál ha sacado sus obras de la nada, de la ignorancia?… Ninguno. La creación en el sentido simplista que suele dársele a la palabra, no existe.
Durante muchos años —soberbia de nuevas generaciones, que no conocieron los antiguos, maestros en la repetición—, se ha estado hablando de creación, sin recordar que el arte, cuando es verdadero arte, no hace otra cosa que reproducir. El arte es imitación. Desde que el hombre comienza a escribir, o mejor, a pensar, no hace otra cosa que imitar. El lenguaje que es la forma primera de la imaginación poética no es otra cosa que una imitación.
El arte tiene un hondo sentido humano, de universal comprensión, precisamente por ello: porque es una imitación que se viene perfeccionando a lo largo de los años. Por lo que en el poema más reciente y desprevenido de influencias culturales, encuéntranse sin duda, reminiscencias de épocas anteriores.
A pesar de la constante repetición, logra el arte, por su ingénita generosidad, escapar a la monotonía, porque la belleza no está en las cosas sino en el hombre y la originalidad en la capacidad emotiva del temperamento receptor. Así de pronto, nos sorprende una expresión, una metáfora o la belleza de una flor, aunque anteriormente hayamos estado en contacto con ellas. Y esta capacidad de emoción hace al poeta… Poeta también es el lector en trance de comprender la originalidad de las cosas, o lo que es lo mismo su propia originalidad.
Este estado de alma, suerte de una virginidad que se renueva, es conocido por los místicos —que tanto saben de estas cosas— como el estado de gracia. También los primeros poetas, vecinos a los dioses, le dieron el nombre de inspiración.
La rosa, mil veces vista en el jardín, se hace nueva cada vez que la contempla una pupila que ama la rosa, como se hace nueva una metáfora cuando la capta una persona que tiene sensibilidad para el lenguaje. La única creación posible en poesía es el lenguaje, la propia expresión, la manera de exteriorizar la imagen, forma visible del conocimiento subjetivo que tenemos del mundo. Por eso Bello, no obstante expresar en la mayoría de las veces impresiones tomadas en ajenos huertos, tiene una forma original, como la tiene Garcilaso, a pesar de que recuerda fuentes italianas y la tiene Shakespeare, pese al influjo, delicado y sangriento, de Florencia y de Venecia en sus comedias.
La poesía de Bello puede clasificarse como una gramática de la sensibilidad. Y, por lo tanto, el vocablo de este poeta del lenguaje es una verdadera poesía. Pocas veces hemos visto mayor unidad y compenetración de ideas, sentimientos y palabras. Cuando Bello habla parece que las cosas adquieren una vida singular. En esta vitalidad del lenguaje es un verdadero émulo de Cervantes. La Zona Tórrida tiene en su poesía un color especial. Se siente su paisaje: la gracia de un paisaje visto con amorosa inteligencia. Así el maíz es «jefe altanero de la espigada tribu», el algodón «rosa de oro y vellón de nieve» el cacao «urna de coral» y el cielo de nuestros crepúsculos magníficos, «cambiante nácar». Hasta el mismo viejo torreón de la hacienda solariega tiene una personalidad, se diría paisaje de un torreón, comparable al de los molinos y posadas de Cervantes.
En todas las expresiones de Bello, hay, sin duda, una gran originalidad idiomática. Escribía como pensaba. No era la literatura en él artificio. Nació para escribir como otros nacen para cantar. Su expresión es por naturaleza poética. Cuando se adentra en campos más estériles, lo hace impulsado por la necesidad de expresión. Estudia para escribir porque necesita darle forma a sus ideas. No es la escritura para él sacrificio impuesto por la necesidad; no podía quedar almacenado su pensamiento, puesto que no permanecía estático, sino que adquiría nueva forma. La novedad no se resigna a la anonimia. El proceso de elaboración o de gestación, concluye solamente con el parto. El fruto no se queda en semilla si la semilla conserva intacta su potencialidad. El fruto animal, vegetal, o intelectual una vez elaborado, pugna por vivir y, sobre todo, por independizarse del lugar donde sufrió la oculta transformación.
Los escritores que leen y no escriben, o mejor que no sienten la necesidad de escribir, son aquellos que no elaboran lo que leen sino que lo conservan en la misma forma que lo captaron. Los que, dicho de otro modo, no tienen imaginación creadora. Porque, ciertamente, no hay mayor tortura que la de la imaginación, constante transformadora, hilandera que con hilos vulgares teje hermosas telas, que con palabras corrientes hace ricas metáforas.
Bello es el arquetipo del escritor. Por lo que escribe siempre, constantemente, de diferentes materias. Escribe textos de Derecho y en sus definiciones roza la poesía, que nunca dejó de serle fiel; como fray Luis de León contempla el cielo entre arrobamientos candorosos y como Newton intuye la poesía de los números.
Bello en su comprensión enciclopedista de las varias actividades del pensamiento, tenía, como Voltaire y como Rousseau, un concepto poético de la ciencia; pero su estética no aborda con frecuencia la metafísica. Su temperamento latinoamericano la rehuye. Siempre posee una claridad mediterránea. La claridad de sus maestros latinos. La claridad de nuestro sol tropical. Parece que la belleza emana de su comunión con la naturaleza y especialmente de su sentimiento del lenguaje, de la palabra que perseguía hasta su más íntima esencia.
Poesía y lenguaje. Así podemos clasificar la obra de Bello, romántico por cuanto significa comprensión del paisaje —el hombre es también paisaje en nuestra América—. Clásico, por derivar su obra del fondo inmenso de su cultura, fluencia de una tradición noble que asume, sin desvirtuarse, caracteres de novedad americana al pasar por su temperamento extremadamente sensible de hombre nuevo de estas latitudes.
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Tomado de la Biblioteca Virtual del Instituto Cervantes. Para ver las notas ir al original publicado en este sitio.
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