Cuando el amor toca a la puerta no hay excusa, no sobrevive el rostro de la actriz ni las gigantescas espaldas del galán hollywoodense de turno. Se muere el Premio Oscar y The Golden Globe. No hay entrevista de James Lipton en la turgente sala del Actor Studio. No queda nada, salvo la desnudez de dos seres humanos que se penetran desde las imperfecciones, que han agotado todos los boletos de ida y regreso, y que conservan como única escaleta del filme, el deseo de acompañar las infinitas soledades de una vida.
La autora propone una deliciosa pieza breve narrativa que es un guiño al imaginario cinematográfico (y si se quiere, también erótico) del espectador y del lector. Ante nuestros ojos, y en chispazos de sentido no pocas veces cargados de una gota de humorismo (al menos, provocan sonrisas tristes, esas sonrisas tristes que son nuestras cartas diarias), la situación dramática se revela, la realidad se bifurca por momentos, la imagen de los dos protagonistas se va superponiendo a la imagen icónica de la belleza cinematográfica de los ídolos que han habitado sueños, fantasías eróticas y sentimientos de no pocas generaciones de espectadores. Cine y vida se homologan. Cine y vida cruzan la cuarta pared de las referencias del lector para desnudarse en el hecho cotidiano del encuentro y en el hecho, más cotidiano aún —que se presenta como leitmotiv— del «arreglo» de una casa, que no es más que ese otro arreglo —en este caso simbólico— de la espiritualidad de dos seres humanos que requieren el leitmotiv del amor y la compañía.
El cuento se construye desde el manejo de las referencias que van adueñándose poco a poco del cuerpo de los personajes. Un rostro, una boca, cierto gesto de los ojos traslucen cómo el imaginario de la protagonista lo cambia todo a su paso, cómo se intenta sobreponer, lo mejor que puede, a la caricatura de la vida real, a la verdad de esa vida que —por suerte— descubrimos al final que no es caricatura sino adaptación y supervivencia. Este es un relato diseñado sobre la arquitectura o la sombra del humor, pero es un humor agridulce, que homologa lo real de la existencia con las fantasías —el confeti luminoso— que todos, alguna vez, nos hemos creado gracias a la apariencia exterior de nuestros íconos del cine. Por eso, cierto aliento paródico se desprende aquí y allá, penetra la estructura del edificio narrativo, invade el tuétano de lo que se cuenta; aunque no es una parodia abierta, manifestada a contragolpe, sino levemente insinuada, dosificada con buen tino y gusto, depurada y elegante como una película de la Dietrich. La narradora conoce a profundidad sus recursos, conoce también que la progresión dramática del acontecimiento se sustenta sobre todo en la referencialidad y no teme a lo leve, sino que lo explora a fondo, va hacia adentro, construye para luego fragmentar lo construido (y engendrar una nueva realidad desde la ya existente) y es además consecuente con el propio mundo dramático que ha diseñado.
El final de la historia, donde la realidad termina por permearnos como lectores, es un bellísimo eco que nos remite a la esencia humana de esta historia: el amor no necesita máscaras ni otros rostros que no sean los suyos propios. En esta Carta de un día, lo cotidiano y lo extraordinario, el pequeño gesto y su símbolo, nos demuestran la grandeza de nuestras vidas comunes.
Laidi (Adelaida) Fernández de Juan. (La Habana, 1961). Médica de profesión, se dedica a la Literatura desde 1994. Ha publicado once libros de cuentos y una novela, además de innumerables artículos de costumbres. Obtuvo en dos ocasiones el Premio de Cuento Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC en 1998 y en 2013, con Oh vida y Sucedió en Copperbelt respectivamente; el Premio de Cuentos Alejo Carpentier en 2005 (La hija de Darío), el Premio Internacional de Minicuentos El dinosaurio en 2014 (con Naderías de hoy), y el Premio de cuentos El hilo y la cuerda, en 2015, por su narración Títere fue. Durante el período 2011-2016 dirigió y condujo el espacio «Miércoles de sonrisas» del Centro Dulce María Loynaz, dedicado al estudio y divulgación del humor en la cultura cubana. En la revista cultural La Jiribilla mantiene desde hace varios años la columna costumbrista «Hablando en plata». Colabora con el sitio digital del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau con dos Columnas: «Hoy por hoy» y «Letras afines». En el año 2018 obtuvo la distinción Crónica de Oro en el encuentro nacional Cronistas Crónicos. Su libro más reciente, La Habana nuestra de cada día (Ediciones Boloña), recibió el premio anual de la crítica literaria de 2018.
CARTA DE UN DÍA
A José Manuel.
Esa mañana pensé que me gustaba tu cabeza rapada a lo Bruce Willis, y que las arrugas de tu frente eran tan atractivas como las de Benicio del Toro. Luego, cuando sonreíste frente a mi casa, me recordaste a Richard Gere, a pesar de que la sonrisa ocultaba un poco la elocuencia de tus ojos, que eran como los de Baldwin. Te presentaste adelantando una de tus hermosas manos, igual a las del Subcomandante Marcos, y no me importó que tu vientre me recordara al de Elliot Goull. Al decir tu nombre, con la mirada cansada que siempre tiene Willem Dafoe, mostraste una dentadura imperfecta, como la del magnífico Denzel Washington, y avanzaste un paso hacia mí, de pronto desvalido, al estilo de Hugh Grant.
—Sí, venga. Necesito un hombre que pinte las paredes, que arregle las tuberías, que componga el teléfono y que resuelva la rotura de las luces —te dije lo más parecido a Sharon Stone que me fue posible.
Sobraban veinte palabras en mi respuesta, pero no quisiste darte cuenta. Con la misma ternura de Julia Robert pasé horas mirando cómo preparabas las mezclas de pintura y observando la fuerza de tus brazos al impulsar la brocha, como si yo fuera Nicole Kidman en ropa de Molino Rojo. Muy a lo Jessica Lange fui ofreciéndote refrescos en medio de tu trabajo con los cables, inspeccionándote con el retorcimiento de una Demi Moore a medio camino con la desfachatez.
No me impresionaba tanto lo bien que hacías cada cosa, ni el sorpresivo arreglo que ibas logrando, sino que al terminar los techos me recordaras a Morgan Freeman. Que una vez el teléfono y las luces listas, yo dejara de ser la Brigidte Bardot de antes para convertirme en la Lauren Bacall de los noventa. Que no fuera más Penélope Cruz ni Mónica Vitti, ni la Raquel Welsh de siempre.
Al final del día, cuando nos parecíamos más bien a Henry Fonda y a Catherine Hepburn en La laguna dorada, ocurrió el milagro. Ya tus espaldas no eran las de Kirk Douglas ni mis piernas las de Marlen Dietrich, ni tu boca la de James Wood, ni mis ojos los de Liz Taylor. ni los de Simone Signoret, ni mucho menos nuestros cabellos como los de Tom Hanks, o Marilyn Monroe.
De noche fuimos lo que siempre habíamos sido: ignorados, grises, caminantes de no hacer ruido, pero ahora con la sorpresa de haber descubierto que no íbamos a renunciarnos. Que, aunque nunca se supiera, o por eso mismo, nos sentíamos deliciosamente lindos, igualmente bellos, definitivamente reales. Sencillamente tú y yo, sin parecernos a nadie, ocupando la madrugada en darle aletazos a una soledad que ya nos había durado demasiado.
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