No soy un cultivador de la narrativa policial, porque salvo un cuento, titulado «Rosendo el Cojo» que «me salió» policiaco hace más de veinte años y que está publicado en mi libro A fuego limpio, de 1981, nunca me he dedicado a este género. Tampoco soy un especialista del policiaco, pues nunca he teorizado sobre esta modalidad narrativa, y ni siquiera, un lector especializado que tiene colecciones y busca por cualquier lugar novelas y cuentos de la llamada «serie negra». Sin embargo, como cualquier lector de narrativa, cuando me cae en las manos una buena novela o cuento policiaco, los disfruto, porque estoy de acuerdo con Alfonso Reyes, el gran escritor mexicano, cuando afirmó que el policiaco era el género de nuestro tiempo, de permanente atractivo para el lector contemporáneo. Claro que he leído a los clásicos del género: desde Edgar Allan Poe y su detective Auguste C. Dupin desentrañando Los crímenes de la rue Morgue; Conan Doyle con su Sherlock Holmes tras las huellas del sabueso de los Baskerville; Wilkie Collins y La piedra lunar; Agatha Christie que, entre tantas novelas mediocres que escribió, nos dio una excelente (a la vez su primera novela), El asesinato de Roger Ackroyd, hasta los asociados al «Detection Club de Londres» y a la novela negra norteamericana, con Hammet, Chandler y Cain, a la cabeza.
Pero confieso que tengo grandes lagunas, particularmente de las obras policiacas más contemporáneas, que son las mismas de la mayor parte de los lectores cubanos. ¿Razones fundamentales?: la escasa publicación de obras recientes del género policiaco. Ya lo sabemos: no es fácil publicar estas novelas. Generalmente la barrera de los derechos de autor se levanta como un muro infranqueable, y el resultado es que existe un hiato considerable entre la producción, por ejemplo, de los clásicos de la novela negra norteamericana y la de los escritores actuales. Así, en los últimos años, lo que llega al lector cubano son reediciones de las mismas novelas que venimos publicando desde hace treinta años como mínimo. El policiaco cubano ha tenido algo más de suerte, si bien el volumen de producción de los setenta y ochenta ha disminuido considerablemente, no solo por la escasez de papel y la falta de recursos asociadas al Período Especial, sino también a la calidad decreciente de los autores cubanos. Prácticamente en los últimos diez años, los ávidos lectores se abalanzan sobre las obras de los dos autores más destacados por su calidad literaria: Leonardo Padura y Daniel Chavarría.
Por estas razones es que el lector cubano va a agradecer la aparición de una novela como Obligaciones del hueso, del narrador norteamericano Dick Cluster, autor de tres novelas policiacas, quien nos ha visitado e incluso ha traducido al inglés libros de escritores cubanos como Mirta Yáñez, Pedro de Jesús y Abel Prieto.
Obligaciones del hueso es la tercera novela de una serie que tiene como protagonista a Alex Glauberman, un mecánico de autos residente en Boston, de cuarenta años de edad y enfermo de cáncer. No sé si ustedes se darán cuenta, cuando les doy estos datos del protagonista, que Cluster se adscribe a una línea de caracterización del detective o investigador protagonista que surgió con la novela negra norteamericana y que, por ejemplo, un escritor como Leonardo Padura continúa: se trata de un hombre común y corriente, lleno de conflictos, defectos, a veces de conducta que bordea lo marginal o antisocial (recuerden al Mario Conde, de Padura). En el caso de Obligaciones del hueso, se trata de un mecánico de autos que en sus ratos libres investiga casos criminales, un tipo nada sensacional o especial, ni siquiera demasiado inteligente (no es ni un Philo Vance o un Perry Mason, ni siquiera un comisario Maigret). Eso sí, tiene la consistencia y la densidad de un ser humano verídico; es un hombre sensible ante el dolor y la muerte, tal vez porque él mismo pudiera estar cerca de ella.
Se trata de una novela lineal, narrada en tercera persona, sin grandes complicaciones técnicas, con un lenguaje que se adecua perfectamente al contenido, y que fluye a lo largo de sus casi trescientas páginas para sumergirnos en el mundo de los hospitales, trasplantes de médula, relaciones ocultas, celos, chantajes y otros entuertos. La trama está sabiamente construida, respetando las reglas clásicas de la novela negra: no se trata de juegos de la imaginación, o de pirotecnias deductivas, o de armar un rompecabezas de implacable lógica. Por el contrario, hay un acercamiento a una zona de la sociedad norteamericana contemporánea, al mundo de los hospitales, las investigaciones, los tratamientos contra el cáncer, todo ello envuelto en una creciente madeja de sospechas, odios, envidias, pasados furtivos, en un contexto de notable verosimilitud.
Como lector he disfrutado de la inteligente complejización de la trama: cómo el autor va desplegando su argumento, añadiendo datos escondidos parciales al dato escondido fundamental de la novela: la desaparición de la médula ósea de una paciente que espera por un autotrasplante y el chantaje que esta desaparición genera, de tal manera que la estructura se va construyendo a base de círculos u ondas concéntricas que se van alejando del conflicto central a la vez que lo enriquecen. El autor, finalmente, va resolviendo esos datos escondidos parciales y esta solución va acercando la revelación del dato escondido central.
Alex Glauberman, el mecánico investigador, no se nos presenta como un genio de la deducción, ni como un Sherlock Holmes moderno, sino como un ser humano que se involucra en la trama, sobre todo, por solidaridad con la paciente que espera el trasplante, y resuelve el caso, sin estridencias, sin deducciones espectaculares, sencillamente como si hubiera arreglado un motor averiado en su taller de mecánica. Ese parece ser el común denominador de los detectives modernos: actuar discretamente, muchas veces como si fueran o parecieran personajes secundarios: no son seres especiales o elegidos, son hombres o mujeres con los que podemos encontrarnos a diario en la vida cotidiana.
Finalmente quería dedicar unos minutos a la traducción de Germán Piniella. Todo lector de novelas policíacas ha sufrido y sufre las traducciones españolas, ese lenguaje lleno de giros coloquiales que muchas veces nos hacen sonreír o que sencillamente no entendemos. En el caso de la novela que nos ocupa, el lector cuenta con una doble ventaja: a su condición de excelente traductor, Piniella une su condición de excelente narrador. El resultado es el que tenemos a nuestra vista: una notable traducción en la que los giros coloquiales son cubanos; el lenguaje que bordea lo marginal, lo hace a lo cubano, y el lector lo agradece enormemente.
Ojalá la publicación de novelas como Obligaciones del hueso inicie, en serio, la publicación sistemática de nuevas muestras contemporáneas del género. De verdad que lo vamos a agradecer.
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018.
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