
La primera novela El triunfo de la débil presa, escrita en 1925 por Ofelia Rodríguez Acosta, está llena de comentarios, casi en forma de ensayos ensartados en la trama de ficción, sobre temas como la importancia del cultivo de un sistema de colaboración eficaz entre las mujeres; la comunicación entre padres e hijos como elemento central en la educación; la necesidad del divorcio y la importancia de luchar contra los prejuicios morales que limitan las libertades femeninas.
La obra promueve la «amistad profunda, entrañable, que no conciben los hombres entre las mujeres […] en la que no sólo rige el deber sentimental […] sino el placer intelectual…» (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 49). Celebra así la amistad entre mujeres como fuente de agencia, abridora de caminos creativos.
De cierta manera, la relación entre la protagonista y su prima Ernestina anuncia las relaciones homo-eróticas que aparecerán en sus novelas siguientes. Baste examinar el pasaje en que Ernestina, convaleciente de una enfermedad, es atendida por la protagonista Fabiola. Ernestina se queja con dolor de las limitaciones sociales que no le permiten realizarse como poeta, abre los ojos y mira a Fabiola:
Aquella mirada no la había visto nunca Fabiola, ni en hombres ni en mujeres: era única como un secreto, era opaca y luminosa como una estrella cubierta por la gasa de una nube […] Y eran las dos, en el reposo de la estancia, un mentís rotundo a la incrédula maldad de los hombres. Alguna vez se enfrentaron dos mujeres, libres de prevenciones, de rivalidad, y se dieron la mano con franqueza. Alguna vez harían ver a los satirizadores de sus sentimientos, que dos mujeres podían reunirse para algo que no era precisamente de modas y de figurines, de algo que tampoco era el orgiástico brindis de Afrodita […] Fabiola y Ernestina se miraban al hablarse […] (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 49)
Como en casi todas sus obras, la autora está jugando con la ambigüedad genérica, tanto así que, para protegerse, tiene que aclarar que esas miradas no tenían «torcidas intenciones… [ni]… las repulsivas lubricidades de Louys». (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 49).
Incluso al final, luego que Fabiola está ya viviendo con su amante Ricardo y ha rehusado el matrimonio, Ernestina empieza a contarle la declaración de amor de su amigo Felipe: la introducción de su cuento conduce momentáneamente al lector a pensar que la sexualidad de Felipe es también ambivalente:
Ernestina, yo la amo a usted de un modo que no sé si usted podrá aceptar. ¿Me promete decirme con franqueza si le sería posible vivir conforme a él, sin exigirme otro, que desde ahora confieso honradamente, no poderle ofrecer nunca […] se estrecharon las manos, cual dos hombres, cuyas palabras tienen por sí solas el valor de un juramento. (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 105)
Esta obra usa la ficción casi como una excusa para ofrecer no sólo una descripción de la historia de la isla muy poética sino, y sobre todo, para reflexionar sobre el constante acecho a su existencia independiente.
La nación se examina en su […] drama eterno, su drama de hija natural: el rubio desaprensivo y adinerado quiere entrar en su alcoba, y al acercarse, los ojos de la India enrojecen, lanzan llamas, y como lagos muertos que de pronto rebosan sus aguas, por un misterio atmosférico, cierra sus párpados henchidos de llanto (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 31).
Cuba es «la india» siempre acechada por «el rubio»: la historia nacional es alegóricamente ficcionalizada como la lucha constante contra la violación del cuerpo de la nativa por los poderes extranjeros y por los gobiernos corruptos que permiten que penetren en el cuerpo de la nativa. Este drama se disfraza y esconde anualmente en el Carnaval, mezcla de «locura, mentira, vértigo». (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 37) Sin embargo, la «india violada» no se conforma con ser víctima, por el contrario «Sabe amar; sabe pensar; sabe leer y escribir. Activa, extiende su industria y su comercio; sentimental, crea su música; inteligente, desborda la savia de su cerebro en su rica y abundante literatura». (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 31).
En esta obra tan temprana destaca un elemento realmente revolucionario: la autora se detiene a celebrar a una mujer negra, vendedora de tamales, que pregona por las calles de La Habana, a pesar de ostentar el cargo de General de las guerras de independencia contra España. La describe como:
[…] la morena vendedora, con zarandeo criollo de cintura, y el negro tabaco en la mano;[…], la morena brava que blandió el machete, que vio correr la sangre del mambí altivo, y unió sus fuegos al bélico ardor de los esclavos; la etiópica mujer que virilmente se mezcló a la epopeya redentora para forjar el triunfo de la libertad[…] [con] su histórico nombramiento de General […]que ofreció su acción y su esfuerzo a aquella legión de cubanos invictos que nos dieron patria. (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 14)
El reconocimiento de mujeres luchadoras por la independencia no ha sido típico de la historiografía oficial cubana donde el lugar de honor se le ha conferido sólo a los hombres. Desde la independencia y aun después de las revoluciones de 1933 y 1959, a un pueblo acostumbrado al asidero de las imágenes, se le ofrecieron sólo iconos libertadores masculinos para adorar.
Aun en el discurso más liberal, incluso feminista y luego en el de la revolución de 1959, el espacio simbólico de la mujer siguió ocupado por su contenido Mariano, establecido por la tradición católica, pero re-creado en la veneración a Mariana Grajales como madre mambisa que en esencia socializa y conceptualiza a la mujer en primer término como madre protectora.
Por el contrario, ya desde 1925 Ofelia nos ofrece otra iconografía donde no sólo da cabida a las mujeres independientes de la clase media, sino a personajes como esta tamalera cuya contribución a la independencia y el desarrollo de Cuba no le fue reconocida como era debido por su condición de mujer. Es una iconografía que renueva críticamente el discurso nacionalista de su época abriendo espacios para la mujer no-conformista en el futuro de la nación.
En ella, la mujer que se celebra no es la madre sumisa sino la mujer que decide agarrar las riendas de su existencia. La protagonista de esta novela es de hecho crítica acérrima de su madre, por su sumisión callada a un esposo español déspota. El recuerdo de la voz de su madre, luego perpetuado en el de su tía «era la voz que la martirizaba desde que vino al mundo: la voz universal de la tradición, de la intransigencia, de los formulismos, eructando sobre el refinamiento de sus conceptos, la injuria y la maldición». (Rodríguez-Acosta, 1926, p. 85). La voz de Fabiola se enfrenta constantemente a la voz «beoda de vicio clandestino y de abyecto hartazgo, su Majestad: la Consideración Social». (Rodríguez-Acota, 1926, p. 86).
Es preciso entender la revolucionaria producción novelística de Ofelia Rodríguez Acosta en un momento donde las novelas y cuentos de muchos de sus contemporáneos son, o bien novelas rosa para consumo «femenino»; de gran circulación en toda América Latina; o bien la novela «seria», masculina, que centra su atención en personajes-héroes-hombres en lucha contra la naturaleza y la «barbarie» (como en De tierra adentro de Jesús Castellanos); o «haciendo la historia» (por ejemplo en La manigua sentimental de Jesús Castellanos o La insurrección de Luis Rodríguez Embil, ambas de marcado carácter costumbrista), o recreando a personajes masculinos en lucha por el poder (como Los inmorales de Carlos Loveira) o develando los misterios de las religiones afro-cubanas (Ecué-Yamba-O de Alejo Carpentier).
A diferencia de sus contemporáneos masculinos, Ofelia Rodríguez se aproxima a la realidad social de las frustraciones con la distorsionada república cubana a través de mujeres que participan activamente en los cambios sociales y/o que desafían las normas morales imperantes. Todas aspiran y logran tener un «cuarto propio». Todas se insertan en la vida intelectual y política de su país. Todas reclaman un lugar dentro de una nación que las ha relegado siempre.
La madre no aparece como el ideal unificador y estable en sus obras. De hecho, todas las personajes centrales son huérfanas y ninguna es madre (ni aun las que tienen biológicamente hijos): en El triunfo de la débil presa, la protagonista Fabiola pierde a su hija (se la quita su ex esposo) y no la ve nunca; en La vida manda, el bebé del personaje central, Gertrudis, (que ha decidido tener soltera, con un « donante») muere a pocas horas de nacer; y en Sonata Interrumpida la protagonista Fernanda no se casa nunca ni tiene hijos, sus hijos son sus escritos, como periodista y novelista y su activismo dentro del movimiento feminista nacional.
Al explorar las diferencias entre sus textos y las voces masculinas de la época hay un elemento que no se ha trabajado en la literatura sobre esta autora y que merece destacarse. Su obra más famosa, La vida manda (1928), en cierto sentido sigue el modelo de La Garçonne, del autor francés Victor Margueritte, de amplia circulación en Cuba en esta época. Fue tal el impacto de esta obra, que de ahí viene el término «garzona» utilizado en Cuba para designar a las mujeres «liberadas» o poco «femeninas».
En la novela de Margueritte, también traducida al inglés y con varias ediciones en Estados Unidos, el personaje central es una muchacha de la aristocracia que rechaza el matrimonio de conveniencia al que la empujan sus padres, logra independizarse económicamente cuando se va a vivir sola y se hace famosa como diseñadora de escenografías y de interiores, defendiendo su derecho al amor libre.
Hay aquí, como en La vida manda, la insinuación de la posibilidad de una relación lésbica. Pero lo que cabe destacar es la diferencia: al final de La Garçonna, Monique accede a casarse por amor. En cambio, en La vida manda, Gertrudis (el personaje central) nunca cede, decide incluso arreglar con un antiguo novio para quedar embarazada y tener un hijo soltera, pero al final el hijo muere, ella trata de suicidarse y queda ciega.
La ceguera y la tragedia no aparecen como un castigo moral «bien merecido» por haber soliviantado las normas, sino como la imposibilidad para un solo individuo de cambiar las normas sociales: estuvo ciega al creer que podía ser independiente (Rodríguez-Acosta, 1930, p. 246).
La obra de Ofelia Rodríguez abrió el camino a las mujeres cubanas y latinoamericanas para repensarse dentro de la nación no sólo como madres de héroes, sino como mujeres libres de amar y de contribuir a la transformación radical de la misma desde una pluralidad genérica que desacraliza lo oficialmente asignado como «femenino», desata la sensualidad de la mujer de cuerdas atávicas y le permite un lugar a la mujer lesbiana dentro de la madeja socio-histórica que construye y constituye lo nacional como ideal socio-histórico.
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