Ante el libro de los tiempos fue que la bruja perdió sus ojos. No los diarios, los de evitar tropezones, adivinar signos en las invocaciones y cocer pócimas. Fueron los otros. Esas dos piedras negras donde guardaba memorias, hechizos, deseos. Donde conservaba los sonidos, los olores y pasos del mundo de ayer y del recién descubierto. Los del recuerdo, no los del silencio. Perdió los ojos de ver, no los de mirar.
Las dos piedras, sueños al aire, con hambre de más allá o quién sabe si embobadas por lejanos sortilegios ocultos, huyeron de sus cuencas. Alzaron el vuelo y escaparon, a través de dimensiones y páginas, por sobre cantares y sombras, hacia lugares inexistentes, pero ciertos. A tales mapas, a medio camino entre el desvarío y las quimeras, al revés de la luz y de la noche, tendría su dueña que ir a perseguirlos.
Olca Eros, la hermosa bruja de largos ríos negros y pies prohibidos, la lejana, la imposible escondida detrás de las distancias, ahora estaba indefensa. Al cielo seguro donde vivía llegaba la incertidumbre, la duda y casi el miedo. No temía la ceguera. Sus pupilas, las ordinarias, las domadas por la claridad, seguirían recorriendo hábitos. Pero las otras, las que taladraban almas, las adivinadoras del rostro de cada palabra, las risueñas del fuego, las del amor y el estallido, esas, ahora no estaban. Habría que ir tras su rastro. Levantar en peso montañas y nubes, asesinar límites, abrirse el pecho, entregar verdades y hasta desnudar mariposas y flores. Todo era necesario.
¿Pero qué hechizos, qué dolores, qué vidas hay que arrancarse para ir tras unos ojos rebeldes? Y, además, ¿qué tentaciones, que mitades descontentas pudieran atraerlos? La sola idea de que sus ojos, tampoco dóciles, pero sí a merced de quién sabe cuántos filos siniestros, sufrieran algún daño, era insoportable para Olca Eros.
Por eso, apenas notó la ausencia, recortó sus ríos y, también sueño al aire, abrió la puerta hacia el otro lado de la realidad. Y partió.
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