Los ojos se detuvieron en un extraño paraje. No era la típica habitación oscura, el bosque neblinoso, donde una sombra aparece y desata el pánico. Más bien, se trataba de un lugar indefinido, olvidado quizás por los nombres y los tiempos, pero ocupado por algún ente intangible. La mirada solo descifraba la repetida nada que los rodeaba. Hasta allí, volando febriles, habían llegado los ojos de Olca Eros. La bruja los perseguía, infatigable, aunque todavía sin lograr tocarlos.
Primero ocurrió una suerte de susurro. Un soplo, un relámpago ínfimo, se dejó apenas presentir en sus cabezas. Habían llegado al devorador de pensamientos. Estaban en el silencio habitado.
Los ojos sabían, Olca Eros sabía, del telón mudo que adormece con su abrazo. Pero, este no era esa clase de silencio. Aquí estaba el revés de las invocaciones, los llantos perdidos, los lamentos más infecundos. Aquí, con cada nota, vibraba la conciencia.
Una lluvia de voces se mostraba y desaparecía, pero sin dejarse ver. El cerrado sopor que rodeaba a los ojos empezó a habitarse de especulares perspectivas, de fragmentarios augurios, invisibles pero por completo claros en la mente.
Las dos piedras negras, aunque sentían el húmedo escozor de plegarias incompletas, verbos lóbregos y siniestras blasfemias en graves bisbiseos desarticulados, no lograban definirlas. Pero las sonoras emanaciones rebotaban en sus sentires. Sus fugaces aleteos, como de peces nunca descubiertos, rebotaban desde ángulos trastocados, en los extremos inalcanzables a la vista. La propia Olca Eros notaba los raros efluvios, invisibles pero hirientes, en el interior de su cabeza.
Cerrados, tal una quilla que partiera sombras, los ojos ignoraron el tenebroso conjunto y avanzaron resueltos, sin escucharlo. Atravesaron aullidos, sollozos, gritos ya al descubierto. Obviaron helados roces y nauseabundos calificativos. El horrísono país del silencio habitado, tras el esfuerzo, quedó atrás, fuera de sus pensamientos.
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