Un nuevo paraje apareció frente a las dos ingrávidas piedras negras. En vuelo, la bruja las seguía. El sitio se dibujó con claridad. Era un enorme paredón, de indefinidas texturas, al final de un camino que se bifurcaba hasta dos enormes portones. Uno estaba abierto. El de al lado, cerrado.
Por la entrada accesible los ojos penetraron al lugar. En el amplio interior flotaban, se arrastraban o se sujetaban inmóviles a techos y paredes un montón de criaturas. Olca Eros llegó al salón. De un lado, una luz casi cegaba, del otro florecían las tinieblas.
Apenas divisaron a los ojos recién llegados, el enjambre de seres saltó de sus posiciones o al menos se retorció en cada sitio. Una turba delirante, llena de extremidades ansiosas, los rodeó de inmediato.
–¡Escojan, escojan! ¡Deben escoger! –se alzaron zumbidos, coces, aleteos y gruñidos. Sólo entonces la bruja entendió. La cueva de las opciones los recibía. La elección que sobrevendría inevitable traería nefastas consecuencias. Aquellas entidades, enjutas o robustas, agresivas o dóciles, eran las dualidades.
Había rostros unidos por el revés, que veían al mismo tiempo la sombra y la luz. Había muecas de llanto pegadas a sollozos de alegría. Un ala, en el anillado cuerpo de reptil, se debatía eternamente entre volar o arrastrarse. Una mitad se quebraba en otra mitad y en otra, pero nunca desaparecía del todo. Dos espejos, uno frente a otro, discutían para siempre cuál de los dos era el verdadero y cuál el reflejo.
La bruja percibió el claro temblor de los ojos. La decisión incorrecta podría dejarlos allí para siempre. Olca Eros, en el fervor de un imparable sentimiento de ira y miedo, estaba a punto de invocar un conjuro que redujera a cenizas aquel sitio. Aunque ella misma resultara muerta, era preferible a la horrible estancia que prometían tales lares.
–Escogemos no escoger –y, con estas palabras, los ojos y la bruja desaparecieron de inmediato, sin oír el lamento plural que estalló a sus espaldas.
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