La sombra no era ese lento líquido que lo llena todo tras la luz. Tal un gran pensamiento corpóreo, en finísima membrana, reptaba alrededor de cualquier movimiento, objeto o idea. Podía ocupar todo vacío. El informe ente, una invocación remota, era un espejo con cuerpo de sombras. Un espejo que comía miedos.
Olca Eros, sin poder para conjuros en defensa, se sintió atada, por completo inmóvil. Sus ojos, como siempre, flotando apenas al alcance de su mano, quedaron detenidos en la nada. Una profunda angustia comenzó a crecer en su interior. La voz, hueca y a la vez tremebunda, hecha, no de vibración de aires y gargantas sino de caminos siniestros y saberes extraviados, resonó en su cabeza.
–Bruja, has perdido tus ojos y cortados tus negros ríos. Y tus pies están prohibidos, bajo arcanos hechizos. No deben ser tocados por sendero, árbol, animal o apetito alguno. ¿Sabes lo que ocurriría?
La angustia de Olca Eros fue mayor. Del espejo, de todos los sitios donde estaba el incorpóreo ser, brotaron fangosos apéndices, torvas raíces, palmípedos remedos de garras y dedos retorcidos. Todos avanzaron hacia sus pies descalzos, indefensos. Claro, ella sabía. Era su mayor secreto. Aquel indescifrable embrujo la marcaba desde siempre. Un toque apenas y estallaría un alud de tajos helados, de esperpentos danzando secreciones, de algazaras de ahogo y dolor. La sombra se alimentó del miedo, la lucha inútil y el asco de la bella bruja.
–Espejo, no podemos verte, así que no existes –con estas palabras de los ojos, una tenue luz empezó a aflorar desde el fondo de sus pupilas.
El ente no logró articular respuesta alguna. El temor a no ser brotó desde sus poros y tinieblas y se reflejó sobre sí mismo. El brote de aquel alba mínima era demasiado. Incapaz de absorber su propio miedo, el espejo fue devorado por la luz, de un solo estallido que iluminó todo.
Liberados del suplicio, los ojos y la bruja siguieron su camino.
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