La claridad se tornó abrigo. Volando tras sus ojos, la bruja llegó a una tranquila playa. Para su sorpresa, su cuerpo descendió despacio y sus pies tocaron la tibia arena. La bruja caminó, disfrutando la olvidada sensación en sus plantas. Una ola mansa llegó a besar sus dedos. Olca Eros sintió un placer inefable y se abandonó a un agradable sopor.
Entonces, desde el azul, apareció el mago.
Era una inequívoca silueta hecha de mar, de páginas y versos, de sombreros mágicos y tiernos embrujos. Feroces y violentas profundidades abisales, tormentas imparables, secretos jamás hallados pero que serían alguna vez escritos, relampagueaban bajo aquella mirada. Sin embargo, también navegaban abrazos, sinceras entregas y nobles amparos en las mismas pupilas. Una voz segura, mitad firmezas femeninas y mitad hambre viril, bañó sus pensamientos.
–Hola, bruja. Tengo conmigo las llaves de tus hechizos. Un instante, una semilla eterna, el nombre de tu nombre y los caminos de tus ríos.
Olca Eros sentía las cálidas aguas que acariciaban su interior. El dios olvidado que habitaba en su esencia alzaba el vuelo y la encendía. Su cuerpo era un volcán, un regalo divino. Todos los placeres del universo podían estallar como un botón de flor desde su vientre. Solo era preciso que supieran invocar su alma. La bruja se sintió desfallecer. El oleaje se hizo lava dentro de su carne. Sus venas y memorias, sus espumas, hirvieron un instante y le provocaron un dulce e incontrolable gemido.
–O puedo devolverte tus ojos –escuchó decir al mago. Olca Eros regresó despacio a la calma. Sin embargo, una intensa satisfacción la cobijaba.
Una mano transparente tomó las dos piedras negras que flotaban contra el azul. La bruja sintió que todo el mar se apretaba tierno contra su boca y de nuevo cedió al placer. Unos labios se posaron suavemente en sus párpados cerrados. Al instante, sus pies se separaron de la arena. El conjuro regresaba. Pero, en sus cuencas, sus ojos estaban de vuelta.
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