Cuando los labios del mago del mar se separaron de sus párpados, Olca Eros pareció despertar. Estaba en su hogar, desnuda, sentada ante la mesa. El grueso libro de los tiempos permanecía abierto. Sus ojos, eso fue, sus ojos escaparon. No había sido un sueño, por supuesto. Las brujas sabían muy bien cuando soñaban y cuando sus esencias atravesaban mundos, horas, realidades. Aun así, consultó astros, relojes de pétalos y conjuros. Nada de ensoñaciones. Fueron dolores, temores y, se estremeció ligeramente antes de completar el pensamiento, también placeres. Olca Eros había vivido.
La bruja devolvió la atención al libro. Ahora recordaba perfectamente. Justo al voltear por accidente una página todavía incompleta del presente, sus ojos huyeron en busca de tiempos ignotos. Olca Eros estudió con calma las hojas del grueso ejemplar. Había nuevos textos.
Desde la lectura, la bruja recorrió sitios inexistentes, pero ciertos. Evadió las engañosas jaulas de una cascada de oro. Sintió el pesado aliento de una bandada de silencios habitados. Se preguntó caminos frente a las dualidades. Su ser se estremeció ligeramente ante el horrible vacío que trataba de llenarla con tinieblas y miedos. Un oscuro aleteo vibró a sus espaldas. La bruja se paró y fue al espejo. Un conato de sombra parecía crecer desde una de las esquinas.
Apenas hubo un mágico pestañeo y la claridad regresó de inmediato al cristal. Olca Eros recorrió su reflejo. Desnuda frente a su propia imagen, evocó de nuevo la playa y las llamas que la hechizaron. La bruja miró sus pies descalzos, leves, sobre aquel suelo encantado por su nombre, el único sitio que tocaban jamás, y se miró a sí misma a través de sus ojos, ahora iguales pero nuevos. Una puerta al otro lado de la realidad se abrió tentadora a sus espaldas. El sonido de un oleaje, mitad firme ternura, mitad viril pasión, inundó como una caricia las dos piedras negras que, desde sus cuencas, sonrieron un destello.
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