El otro día decidí ordenar mi biblioteca. Pedía a gritos que le pasara la mano y que recolocara en su lugar esos libros que van utilizándose y que luego, fuera de su sitio, ruedan tanto que resultan imposibles de localizar cuando vuelven a necesitarse. De los muchos enemigos que tienen los libros —de los que no se excluye la voracidad de algunos amigos—, las polillas y el polvo no son los más agresivos. Más virulentos resultan el abandono y el olvido en que a veces los hunden quienes los poseen. Porque los libros necesitan que alguna que otra vez se les saque de las estanterías, se abran y hojeen a fin de que respiren y vuelvan a vivir de nuevo.
A lo largo de los años, desde 1960, cuando se fundó la Imprenta Nacional, con más o menos dinero a mi alcance, nunca he dejado de comprar libros. Pocas cosas me producen tanto placer en la vida como el olor de un libro —o un periódico— recién impreso. No puedo dejar de olfatearlos aun en la misma librería. Me entra primero por la nariz, luego por el tacto y más tarde por los ojos. Después lo compro o no, lo leo o no, pero ya es mío para siempre, pues, como decía Alfonso Reyes, si todos los libros no pueden ser nuestros amigos, debemos procurar que sean, al menos, nuestros conocidos.
También, por supuesto, he comprado muchos libros de uso, de segunda mano. No resisto dejar de detenerme, siquiera unos minutos, ante esos pequeños comercios de libros viejos, llamados asimismo de relance, tan frecuentes en La Habana de hoy. Algunos, de tan valiosa que resultan, sorprenden y hasta asustan —asustan el bolsillo— con su oferta, sabiamente expuesta y manejada por el librero, mientras que en otros el expendedor apenas sabe lo que tiene a la venta. Así ha sucedido siempre. En la esquina de Tejas, finalizando ya los años 60, había uno de esos libreros. Le apodaban —o se apodaba él mismo—, El sordo filantrópico, y en el zaguán de un desvencijado edificio —que ya no existe—, improvisaba, sobre cajas de cartón, cada mañana su librería. Un dia le compré Mi lucha, de Adolfo Hitler, y Cervantes y el Quijote, de Justo de Lara, el gran periodista profesional del siglo XIX cubano. Aunque al Sordo el nombre de Hitler «le sonaba» y me pidió tres pesos por su libro, pero el otro nombre «le era totalmente desconocido» y me vendió el ejemplar en 25 centavos. ¡Y era la edición príncipe!
243 años para un libro
Un día vi en casa de Lezama Lima un ejemplar de Episodios de la Revolución cubana, dedicado por su autor, Manuel de la Cruz —otro de nuestros grandes periodistas—, a José Martí y que tenía anotaciones y subrayados de puño y letra del Apóstol. Era, para el autor de Paradiso, el libro más valioso de su biblioteca, en la que había, además, primeras ediciones de Cervantes, Góngora y Quevedo. Roberto Fernández Retamar contó a este cronista que en una librería de ocasión había adquirido, por 40 centavos, un ejemplar de la edición príncipe de Ismaelillo, que donó al Centro de Estudios Martianos.
Yo no he tenido esa suerte. Pero tengo en mi biblioteca algunas piezas que me llenan de orgullo. Digamos los 14 volúmenes de las obras del padre Benito Gerónimo Feyjóo. Su título exacto es Theatro critico universal, o Discursos varios en todo género de materias, para desengaño de errores comunes. No se trata de la edición príncipe de la obra, pero sí de una edición de 1781, lo que equivale a decir que los todavía bien conservados libritos suman la friolera de 243 años.
Al lado de una pieza tan antigua, cualquier otra es reciente. Pero la cualidad de raro para un libro no se la da solo su antigüedad, sino también la dimensión de su tirada. Y ese es el caso de otras dos joyitas de mi biblioteca: un poema encuadernado de Lezama Lima, Nuevo encuentro con Víctor Manuel, y Lluvias, de Saint-John Perse — traducido por Lezama. El primero apareció con el sello de la Biblioteca Nacional José Martí; el segundo es un cuaderno de Ediciones La Tertulia y ambos estuvieron al cuidado del poeta y pintor Fayad Jamís, que gustaba de esas miniaturas. De Nuevo encuentro… se hicieron cien ejemplares. De Lluvias, 400.
De títulos con tiradas mínimas, ninguno supera a Oriente folklórico, de Ramón Martínez… 12 ejemplares.
Libros dedicados
Los libros dedicados por sus autores tienen casi siempre para quien los posee un valor especial. No hablo de esos ejemplares que un escritor dedica mecánicamente en sus presentaciones, sino de aquellos con los que un autor nos distingue de manera particular. De esos, el primero que conservo es Por los extraños pueblos, que su autor, el gran poeta Eliseo Diego, me hizo llegar a través de su hijo Rapi, cuando cursábamos ambos estudios de bachillerato. Los más recientes, Habana por dentro, de Dazra Novak, título que, por su factura, es un regalo para los ojos, y delicioso por los textos que contiene, y William Sanguily, primer cubano en Australia, que su autora, la cubana Taimí Antigua, me hizo llegar desde Canadá, donde reside. Escribe ella en la dedicatoria: «Para C. B., quien inspiró esta investigación», pues fui yo —como ella consigna en la introducción del volumen—, «quien encendió el mechero de mi curiosidad».
Parece que Alejo Carpentier no dedicada sus libros, simplemente los firmaba. Con su firma tengo mi ejemplar de la primera edición cubana de El siglo de las luces. Reinaldo Arenas me puso en su A la sombra de una mata de almendras: «A mi C. B. deseando que algún día nos veamos bajo el mismo follaje». De Cintio Vitier y Fina García Marruz guardo libros con dedicatorias muy cariñosas, al igual que de Octavio Smith, Samuel Feijóo y Félix Pita Rodríguez. También de Jaime Sarusky, María Elena Llana, Julio Travieso y Leonardo Padura. Las dedicatorias de los ejemplares de los libros de José María Chacón y Calvo tienen casi un valor testamentario: están fechadas en vísperas de su muerte. Nicolás Guillén no pasaba de dedicatorias convencionales: «Al compañero Ciro, con afecto del compañero Guillén». Y hacía un dibujito. A veces se esmeraba y escribía: «Del compañero Guillén con afecto al compañero Ciro». Y hacía otro dibujito; una casita, una flor, una palma, un barco… todo muy simple.
Las veces que coincidí con García Márquez no llevaba conmigo ningún libro suyo que pudiera autografiarme. Lo mismo me sucedió con José Saramago, a quien entrevisté durante horas en el hotel Presidente, de La Habana. A otros, desistí de pedirle una dedicatoria pudiendo haberlo hecho. Con el poeta brasileño Thiago de Melo me sucedió algo curioso. Concertamos una entrevista y acudí al encuentro con mi ejemplar de la selección de su poesía publicada con el sello de Casa de las Américas para que me lo firmara. No más lo vio, se antojó del libro. No conservaba —dijo—, ningún ejemplar de esa edición, y me pedía que se lo obsequiara. Pensé que bromeaba, pero no. Insistió cada vez con más fuerza: no tuve otra alternativa que ceder y terminé dedicándole al poeta su propio libro.
El campeón de las dedicatorias era Lezama Lima. No hay ninguna de ellas que parezca ocasional. Muchas de las que llamó después «Décimas de la querencia», en Fragmentos a su imán, o los poemas que incluyó en su «Primera glorieta de la amistad», en Dador, fueron antes dedicatorias de sus libros. Desde Enemigo rumor, tengo todos los libros de Lezama en ediciones príncipe, rareza de rareza, pues antes de 1959 las tiradas de sus obras no pasaban de 250-300 ejemplares y nananina de derecho de autor. Las costeaba el propio poeta para regalarlas a sus amigos o hacerlas llegar a creadores que admiraba. Todos están dedicados. Guardo además la colección de la revista Orígenes. Me la completaron en una suerte de ponina Cintio, Eliseo, Octavio y el propio Lezama. De Virgilio Piñera —de quien tengo casi todos sus libros—, no poseo ninguno dedicado.
Dejo para el final un libro rarísimo y que pagué a precio de oro. Lo editó, en 1903, la Secretaria de Estado y Justicia de la República que es como se llamaba entonces al Ministerio de Relaciones Exteriores. Se titula Documentos internacionales referentes al reconocimiento de la República de Cuba, y contiene en edición facsimilar las cartas que, mandatarios de todo el mundo remitieron a Tomás Estrada Palma, nuestro primer presidente, para saludar el advenimiento del nuevo Estado.
Allí están las misivas, casi todas manuscritas —la máquina de escribir apenas se usaba en aquel momento— de Alfonso XIII, de España, el rey de Siam, del káiser Guillermo, de los emperadores de Austria, Japón y China, y de muchos presidentes, como Porfirio Díaz, de México.
La de Mutsuhito, dice: «Por la gracia del Cielo, Emperador de Japón, colocado en el Trono Imperial que ocupa la misma dinastía desde los tiempos más remotos…». La de Nicolás II se inicia con la enumeración de todos los títulos que respaldaban la autoridad del Emperador y Autócrata de todas las Rusias: más de quince renglones de texto. La del emperador de China está fechada en Pekín, «el dia duodécimo del octavo mes del año vigésimo de Kwang Sü», que es una forma larga de aludir al 13 de septiembre de 1902.
Un libro que, por momentos, puede resultar monótono, pero que emociona al dar a conocer cuántos Estados de todas partes reconocieron al nuestro en su nacimiento.
Y basta. Habar sobre libros siempre es grato. Decía Kant que cuando uno no sabía de qué hablar, resultaba prudente hacerlo sobre el estado del tiempo. O sobre libros, digo yo, que hoy me sacaron el apuro de la página en blanco y permitieron que llenara este espacio.
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