Entrevista a Daniel Chavarría
Entre mis dieciséis libros terminados y aún sin publicar tengo uno titulado Olvidados y a veces muertos con el que por supuesto estoy parafraseando la frase del Fidel durante el juicio del Moncada. Y es que desde hace varios años he publicado trabajos que tienen que ver con este aspecto. El primero, «El escritor no tiene quien le escriba», critica la situación que hoy tiene la literatura cubana, especialmente la de ficción, que le falta promoción y ahora mismo hasta publicación, tanto digital como impresa.
Uno de esos casos que he manejado en mis escritos ―que tiene que ver con escritores como Onelio Jorge Cardoso, Félix Pita, Lisandro Otero, Lezama Lima, Soler Puig, Manuel Cofiño, Francisco de Oraá, entre otros―, es Daniel Chavarría.
Nacido en San José de Mayo, Uruguay, en 1933, luego de vivir en varios países de Europa y América Latina, Daniel Chavarría se estableció en Cuba en 1969. Un tiempito después nos conocimos.
Con Chavarría he compartido muchas palabras e ideas, muchísimas botellas de ron y otras bebidas espirituosas, y la simpatía por alguna que otra mujer. Era de esos hombres que, si de buenas a primeras se convirtieran en jefes militares, uno partiría tras ellos en pos de la muerte. Tal es la euforia y el empuje que emanaban y contagiaban de su personalidad.
Ha obtenido varios premios internacionales como el Dashiell Hammet de la Asociación Internacional de Escritores Policíacos por su novela Allá ellos en 1992; el Planeta – Joaquín Mortiz por El ojo dindymenio en 1993; el Casa de las Américas por El rojo en la pluma del loro en el 2002; y, en ese mismo año, el codiciado premio Edgar por su novela Adiós muchachos entre otros.
En fin, aquí van mis preguntas y sus respuestas acerca de su magnífica obra.
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¿Cómo fue la Cuba que te encontraste en 1969? ¿Cubría tus expectativas? ¿Por qué decidiste vivir acá?
La Cuba del 69 me indujo a sospechar que, pese a mis ínfulas revolucionarias, yo era un burguesito.
Llegué a La Habana casi en invierno y me alojaron en el Hotel Saint-John’s. Me molestaba lo mal vestida que estaba la gente en La Rampa, en especial las mujeres. Como hacía frío se ponían medias con ligas que les quedaban por encima de las rodillas y por debajo de las minifaldas; y para acabar de mamarracharse, muchas se ponían unas chancletas de plástico rosado o verde, único calzado accesible al pueblo. Me molestó que las camareras del hotel me tutearan, que los barberos no atendieran lo que yo les pedía y me cortaran el pelo como les daba la gana; y por encima de todo, la tiranía de los camareros, enfermeras, y en general de cualquier trabajador de servicios con un mínimo de poder. Me indignaba no poder tomar agua ni hallar un lugar donde orinar en las calles de La Habana, porque en los bares los empleados no te dejaban entrar a los baños. Me horrorizaba ver en los restaurantes a los comensales escupir en el piso, comer con la boca abierta, picotear los espaguetis para comerlos como arroz, y embutir sus sobras en los clásicos nylon; y me asqueaba ver a Pedrito, un colero septuagenario que madrugaba para reservarnos puestos en distintos restaurantes del Vedado, quitarse la dentadura y ponerla en un vaso con agua, cuando compartíamos las comidas. La sociedad revolucionaria que yo me había soñado no era aquella. Pero algo me dijo que debía quedarme y no me arrepiento. Así he podido conocer una verdadera revolución y el humanismo socialista.
Nueve años después de vivir en Cuba te convertiste en escritor, pero antes y aún después, trabajaste como traductor de obras literarias y como profesor de literatura griega y latina en la Universidad de La Habana. ¿cómo recuerdas esta etapa?
Para una persona joven que no fuera un «hijo de papá», vivir de traducir y de enseñar literatura clásica era un sueño imposible en mi país. Y escribir novelas era para mí un viejo desiderátum imposible de alcanzar si no tienes primero una disciplina y estás en condiciones de escribir todos los días. Pero esa disciplina tampoco la consigues sin una estabilidad emocional, que a su vez es imposible sin estabilidad económica. En Montevideo yo me casé joven, me enredé en la militancia del Partido Comunista, quería estudiar, tuve hijos, me fui a vivir a la Argentina. Por supuesto, vivía en un gran correcorre, con la soga al cuello, acosado por toda clase de intimidaciones, amenazas de embargos y desalojos, siempre al borde del precipicio. Y el haber tenido aquí por primera vez un trabajo cómodo como traductor de alemán para el Instituto Cubano del Libro y ganarme la vida hablando de Homero o Esquilo; y vivir en una casa propia, con la salud y la educación de mis hijos asegurada, me permitieron una calidad de vida que, aun con sus numerosas carencias, me hacía pellizcarme a ver si no estaba soñando.
Esta etapa tuya en la Universidad permitió que tuvieras determinados alumnos que luego han sido verdaderos valores en la literatura cubana contemporánea, incluso cuando escribiste Joy, tu primera novela, antes de publicarla la diste a leer a tus alumnos. ¿Se puede hablar de este encuentro con escritores en ciernes, como un incentivo para que empezaras a escribir?
Yo no necesitaba incentivos para escribir. Siempre los tuve. Pero como muchos jóvenes, cometí el error de intentar la imitación de mis paradigmas literarios que podía ser cualquiera al que acabara de leer: Thomas Mann, Faulkner, Gide, Malraux, Jorge Amado, Asturias, Arlt, Borges… Y como era joven, tenía poco que decir y carecía de oficio, trataba de imitar a los grandes y cuando leía mis escritos, eran, por supuesto horribles. Una y otra vez me convencía de que yo no había nacido para escribir. Hasta que un día en Cuba vi que se premiaban, publicaban y elogiaban policíacos de dudosa calidad, y eso me estimuló. Yo no podría escribir como Borges o Faulkner pero no tenía la menor duda de que podía escribir mejor que varios policíacos del patio; y como en ese entonces se estaba exhibiendo en la televisión los «Diecisiete instantes de una primavera», me embullé a hacer una novela de espionaje, y salió Joy, que fue un éxito en Cuba y se tradujo en todos los países socialistas.
Has declarado ser un escritor tardío, y en efecto, publicaste tu primer libro a los 45 años. ¿Es que el empezar tarde se convirtió para ti en un hándicap?
Creo que en general lo es, en tanto la adquisición del oficio de escribir, como cualquier oficio, es el resultado acumulativo de muchos años. Un novelista que empezara como la mayoría alrededor de los 25 años, a los 45 ya tendría un oficio de dos décadas. Pero yo tuve la suerte de traducir desde muy joven, y luego, me favoreció mucho el estudio y la docencia de letras clásicas, en tanto te obliga a reflexionar sobre el lenguaje, te agudiza la sensibilidad y te afina la puntería crítica; eso forma oficio. Si lo unes a la mayor edad, el resultado puede ser positivo; porque de joven yo me dejaba tupir e influenciar por ciertas exitosas literaturas de élite, que hoy sé que no sirven; y la ventaja grande de ser tardío, es que ya uno tiene algo que decir y no necesita imitar.
Tu ingreso a la literatura se debió básicamente al Concurso de Literatura Policial del MININT. Joy incluso fue premio MININT en 1977 y seleccionada por la Editorial Capitán San Luis como la mejor novela policíaca de la década. ¿Por qué abandonaste esta línea de trabajo? ¿Crees deberle algo en estas primeras obras a la literatura de aventuras soviética y al realismo socialista, tan de moda en aquella época, dentro del llamado género policiaco?
Al realismo socialista no. A la novela política de aventuras, sí. Pero, sobre todo, le debo lo que soy a las especialísimas circunstancias de la Revolución Cubana.
Por primera vez en la historia de América Latina, había surgido un gobierno en oposición frontal al imperio norteamericano, y un líder como Fidel Castro que denunciaba, sin pelos en la lengua, la hipocresía de la política exterior norteamericana en el área, que patrocinaba y financiaba a las peores dictaduras contra los intereses de sus propios pueblos. No sé si fue Franklin Delano o Teddy Roosevelt el que decía de Anastasio Somoza: «Somoza is a son of a bitch, but he is our son of a bitch». Y lo proclamaban con el mayor cinismo, o quizás convencidos de que tenían derecho a hacerlo.
Por primera vez en América Latina —y yo diría que en Occidente―, había surgido en Cuba un estado socialista cuyos organismos de inteligencia y contrainteligencia se enfrentaban de tú a tú con sus homólogos de los EE.UU.
Desde que la CIA, la NSA y la contrarrevolución de Miami comienzan a atacar a Cuba, a bombardear cañaverales, a enviar lanchas rápidas en misiones de sabotaje, Cuba comienza a formar a marchas forzadas sus cuadros de seguridad, sobre todo de contrainteligencia. Con la ayuda y experiencia acumulada en la URSS, desde los primeros días de la Revolución de Octubre, Cuba se convierte en el único país de América Latina con profesionales de la inteligencia y contrainteligencia, altamente capacitados, como no los había, ni los hay tampoco hoy, en ningún país del continente; porque casi todos los gobiernos del área salvo efímeras y honrosas excepciones, aunque tenían y tienen el mismo enemigo que nosotros, están de rodillas y, desde luego, no tienen cómo ni dónde formar cuadros profesionales del espionaje, ni los necesitan porque no son dueños de sus países.
Y en el plano de la literatura, no era concebible que un latinoamericano escribiera novelas de espionaje. Ese fue el filón que yo vi. El espionaje era un género exclusivo de los EE.UU., el Occidente Europeo, y desde luego, de la URSS y otros países del campo socialista.
En los años 50, Ian Fleming creó su James Bond y luego surgen muchos escritores del género, atraídos por las perspectivas de una literatura cosmopolita, grandes intrigas, temas políticos del momento etc.
Pero ningún escritor argentino, mexicano, colombiano, brasileño de los años 70, podía pensar en escribir espionaje a nivel de gobiernos, donde se involucrara a su país. Un James Bond uruguayo, colombiano, sólo era concebible con propósitos paródicos, humorísticos.
Sin embargo, Cuba ofrecía la posibilidad de crear tramas donde un agente de la inteligencia cubana, trigueño, mulato, negro, perfectamente identificable con cualquier ciudadano de este continente, se enredara en una intriga en Bangkok, el Cairo, París, usara técnicas de micropunto y otras sutilezas de la tecnología más avanzada de este trabajo. Ello daba la posibilidad de imbricarse, a través del género de espionaje en la gran épica de nuestro tiempo, en intrigas exóticas, en la gran escena cosmopolita que hasta entonces fuera monopolio de las grandes potencias; y todo ello sin incurrir en utopías ni cantinfladas.
Y permíteme ahora decirte, que sin esa circunstancia única en América Latina que ofrecía Cuba, quizá yo nunca habría sido novelista. La vocación la tengo desde niño. Cuando terminé de leer las Aventuras de Huckleberry Finn a los 9 años, quise ser escritor, y me puse a escribir una novela que duró dos días. Lo juro. Así fue. Pero no encontré nada interesante sobre qué escribir y la abandoné. Luego me pasé unos treinta y cinco años queriendo ser escritor, pero sin encontrar qué escribir.
Y cuando he dicho que mis preferencias como lector de novelas, está por las situaciones excepcionales con personajes excepcionales, te darás cuenta que me estoy refiriendo al Quijote, a Shakespeare, a Homero, a Horacio, a Quiroga, a Jorge Amado, y a la obra de muchos excelentes escritores policíacos norteamericanos y europeos.
Decididamente, no me interesa el minimalismo, la literatura de la cotidianidad (con la cotidianidad que vivo, me sobra), no me interesa la poesía en la novela (cuando quiero leer poesía busco poemarios, no novelas) no me interesa el ensayo en las novelas que pretenden ser sesudas, de reflexión filosófica, tipo Milán Kundera, aunque reconozco que tanto con el minimalismo, la cotidianidad, la poesía o la masturbación filosófica, se pueden hacer buenas novelas, pero no son las que a mí me gustan, y sobre todo, no son las que yo puedo escribir.
Por eso, al hallarme de sopetón en Cuba este filón de la novela de espionaje, me consideré un escritor afortunado; y como era un comunista bastante utópico en aquellos años, hice del género de espionaje mi propia barricada, y escribí algunas novelas fuertemente políticas, de gran éxito en los países del Este, pero que pasaron completamente ignoradas en el Occidente capitalista.
El policiaco de la variante inglesa, la novela enigma que viene de Poe, Wilkie Collins, Conan Doyle hasta Agatha Christie, sólo me hace bostezar. Nunca me interesó. Ni tampoco me interesó la novela estrictamente criminalística, excepto las de los escritores de la novela dura norteamericana y por supuesto el gran Simenon. Y en mi evolución como novelista durante la década del ochenta, fui mezclando la novela de espionaje con novela histórica, y a veces con la comedia, una picaresca cubana con mucho sexo, humor, lenguaje popular, pero donde casi siempre está presente el trasfondo político.
Cuando el colapso de la Unión Soviética, desaparecido el viejo Partido de Lenin, muchos comunistas que creíamos religiosamente en la irreversibilidad del proceso y estábamos convencidos de que, una vez instalado el socialismo en un país, no había marcha atrás posible, al ver lo que sucedía en el panorama internacional, no lo creíamos. Y te juro que si en 1985 yo hubiera leído alguna novela que describiera fielmente el mundo que yo estaba viendo en los años 89, 90, sin Muro de Berlín, sin el indestructible Partido de los bolcheviques, sin la Unión Soviética, en un mundo unipolar, gobernado por el dinero y la prepotencia de los EE.UU., lo habría considerado ciencia ficción, el engendro de un pésimo escritor, idiota y reaccionario.
Y debo confesar que a mí y a muchos colegas cubanos, nos cayó un gran pesimismo. Si se habían rajado los inventores de este negocio del socialismo, los que nos compraban el azúcar, nos subsidiaban, nos ayudaban ¿qué podía hacer esta islita aislada, amenazada de un recrudecimiento del bloqueo? La masa de la población bajaba de peso en bloque por semanas. Yo pasaba por las calles delante de los ex gordos y no los reconocía. Había apagones todos los días y duraban a veces 20 horas. Por la calle se anunciaba toda clase de cataclismos, hambre, peste, represión. El país se llenaba de periodistas extranjeros, con sus cámaras listas para fotografiar el derrumbe del socialismo en Cuba.
Nos jodieron, dije yo. Perdimos. Yo nunca he tenido fe en nada. No soy religioso ni creo en milagros. Y creo o no creo, a partir de mi racionalidad. Pensé en recoger a mi familia y marcharme. Con mi pasaporte y ciudadanía uruguaya no me hubiera sido difícil volver a mi país, o radicarme en México o en Europa. Pero decidí quedarme hasta el final. No quería ser la rata que abandonaba el barco. Y no quiero atribuirme con esto ningún heroísmo. No hice ningún sacrificio. Mis derechos de autor procedentes de Europa me permitieron no pasar ninguna necesidad como la mayoría del pueblo de Cuba.
Y para responderte por qué abandoné la novela de espionaje, fue justamente por mi pesimismo de aquellos días. No quería escribir sobre Cuba en el concierto político internacional, porque si era sincero, le habría hecho el juego a nuestros enemigos. Y enmascarar la realidad cubana con una actitud mística, falsamente triunfalista, para mí hubiera sido imposible.
Como escritor, opté por refugiarme en el pasado; y entre el 89 y el 92 me dediqué a escribir El ojo de Cibeles o El ojo dindymenio como se conoce aquí, ambientada en la Grecia clásica que nada tiene que ver con el presente, sino de manera puramente alegórica, indirecta. Esa fue mi manera de exiliarme, de huir de una realidad que no quería comentar. Otros optaron por retirarse del oficio y otros por emigrar.
En una nota crítica que escribí para La Gaceta valoro que tus concepciones eróticas se han modificado a lo largo de tu obra, que Joy es totalmente asexuada, La sexta Isla tiene un erotismo vergonzante y autocrítico, y que sin embargo tus últimas obras, pienso en El rojo en la pluma del loro y más aún en Adiós muchachos el erotismo es desvergonzado, descarnado, casi pornográfico. Y digo además que ello se debe quizás a una gran dosis de nostalgia de lo que de alguna manera fue y ya no es, pudo ser y ya no tiene capacidad de realización. ¿Qué opinas de esta reflexión?
Opino que eres un desastre como adivino y como freudiano. Si lo que insinúas es que ya no soplo, te equivocas. Y no te acepto los términos, «descarnado» ni «desvergonzado», ni de que Adiós muchachos sea un libro «casi pornográfico». No señor. Adiós muchachos es un libro muy pornográfico; y quien ha dicho que lo porno no pueda ser buena literatura.
Y te agradezco que hayas tocado este asunto del erotismo, porque me interesa hablar de él. En realidad, el erotismo nunca me interesó como eje de una novela. Por mi cuenta jamás habría escrito un libro esencialmente erótico, y si lo hice fue por encargo de Paco Ignacio Taibo II. Para la primera edición de la revista Crimen y Castigo, Paco se había comprometido a escribir una noveleta, pero se le venía el plazo encima y no encontraba tiempo para escribirla. Entonces me pidió que la escribiera yo y me exhortó a que fuese un policíaco con mucho humor y un poco de sexo. Y así nació Adiós muchachos que escribí en 32 días. Y nació también mi interés por la picaresca cubana, como llamo a las novelas que conjugan esa fórmula de policíaco, comedia y sexo, presente también en El rojo en la pluma del loro y, sobre todo, en mi próxima novela, que estoy terminando en estos días y llevará un extenso título en tres líneas, que aquí te adelanto.
PRÍAPOS
Primera picantería de La Habana
Macho specialties & Tradicional Cuban Food
¿Alguna vez has incursionando con tu obra en el cine y la TV?
Lo he hecho y con algún éxito, pero detesto escribir para la imagen. Detesto sobre todo aquello de: «INTERIOR DÍA: Fulanito se rasca la nuca y enciende un cigarro». Cuando lo hago es porque estoy endeudado y necesito dinero.
¿Por qué te consideras un ciudadano uruguayo y un escritor cubano?
Porque mantengo mi ciudadanía de origen, pero como escritor me hice en Cuba, y fuera de la novelística histórica, mi gran tema ha sido y seguirá siendo Cuba. Y ya no puedo vivir en otro lado. Además, si no fuera un escritor cubano no habría sido admitido en la UNEAC.
En el año 2003 Daniel Chavarría cumplirá setenta años. ¿Cómo enfrenta esta edad que por lo menos para mí es impresionante?
Me espantan la enfermedad, la cárcel y la tortura. Pero ni siquiera la decrepitud es un problema. Se resuelve con un Cohíba, dos botellas de ron y un buen balazo en la cabeza.
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Mi último encuentro con Daniel Chavarría fue en una actividad cultural celebrada en el Museo de Bellas Artes. Cuando finalizó estuvimos un buen rato hablando de mil cosas y luego nos despedimos.
Al cabo de los días recibí la noticia de que Chavarría había muerto. Otra pérdida irreparable más que sufríamos.
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