Con el paso del tiempo y el devenir de las nuevas tecnologías que han modificado gustos, criterios y hábitos, en la historia de la literatura la contemporaneidad mantiene casi en el anonimato a un grupo de magníficos escritores cubanos, que constituyeron la base de la mejor narrativa de hoy. Hay autores como el propio Onelio Jorge Cardoso, Félix Pita, Gustavo Eguren, Manuel Cofiño, y muchos más que no solo no se publican, si no que ni tan siquiera se mencionan por críticos y comentaristas de literatura cubana. Y hoy me refiero a Gregorio Ortega, desaparecido hace ya varios años, autor de uno de mis libros favoritos: Juego de espejos.
Al leer esta novela se encuentra enseguida con una prosa de lo mejor de la literatura cubana contemporánea, y estoy pensando en Carpentier, Lezama, Onelio, Felix Pita. Escrita con una sencillez que remarca aquella sentencia de Onelio cuando hablaba de lo complejo de la sencillez, la obra rompe con un soliloquio que es realmente un coloquio donde nunca aparecen los interlocutores, después utiliza la tercera persona de un narrador omnisciente, con escasas pinceladas caracteriza a Silvestre de Balboa, el personaje principal de la obra, y entonces nos damos cuenta de que él era quien hablaba al principio.
Luego el lector se encuentra con un magnífico manejo de costumbres, modas y hábitos que incluyen hasta el movimiento y procedencia de las principales mercaderías que se expenden y consumen en La Habana de la época. Anécdotas chispeantes e interesantes, como la de la imagen recortada de San Cristóbal o como la del acuerdo del cabildo que designaba a San Simón primero y a San Marcial después como luchadores contra las hormigas y las bibijaguas, son como un aderezo a la narración, que acentúa el punto de sabor.
Hay una pintura de La Habana con una referencia muy grande a La Fidelísima de Eguren, pero con el encanto y la gracia que se logra con la historia cuando se novela, donde se ofrece La Habana de la época y los colores brillantes a veces se confunden con los claroscuros y otras con el negro más intenso del salvajismo y la violencia.
Los días de La Flota se viven como en un filme, los bohíos que se alquilan a los marinos, las pendencias, la borrachera intensa y permanente con su secuela de excesos, las pocilgas pestilentes donde se vende comida y aguardiente y se juega fuerte a los dados, la tensión del ambiente que creaba la llegada de los galeones de Cartagena de Indias, las trifulcas y sus consecuencias, donde casi siempre hablaba el filo del cuchillo y el papel de los negros cimarrones y de los indios alzados; todo se mezcla como en un calidoscopio que a su vez huele a grajo, a grasa rancia, a marasmos y miasmas.
En el capítulo de “La Ciénaga”, el autor hace un retrato del pirata francés Gilberto Girón, que es precisamente el que a mí, y pienso que a otros lectores también, me hubiera gustado tener de aquellos personajes legendarios que combinaban la violencia asesina con un cierto refinamiento en las costumbres y una sensibilidad propia de niños o de locos.
El paseo por los cayos de la costa sur de la Ciénaga de Zapata con Gilberto Girón, la negra Eufrasia, la india concubina del pirata, y el propio Silvestre, es un alarde de prosa bien escrita, cercana a un naturalismo renovado y fresco. Gregorio logra aquí que la brisa del mar te azote la cara y la resolana chocando con la arena te haga cerrar los ojos.
En sentido general los personajes, tanto los principales como los secundarios están tan bien delineados que uno se deja llevar por ese embrujo y se acongoja ante la estúpida muerte de Ana de Cuéllar, y hasta la emprende contra Gregorio queriendo modificar la trama, sin darse cuenta que ya eso formaría parte de otra novela de otro autor y no de este Juego de Espejos.
Un erotismo sin concesiones a la chabacanería y otros vicios posmodernos van a encontrarse los amantes del género. Acorde con la dureza del medio así es la dureza de las relaciones ente las personas, y un sexo fuerte, apasionado y traumático corre a lo largo de la trama.
Vuelvo al retrato de la figura de Silvestre de Balboa para indicarles que es un canario, o un isleño, como decimos en Cuba, un isleño jodedor, bien suelto, liberal, irrespetuoso de las doctrinas y que sabe gozar de los placeres ¨no pecaminosos¨ como diría Cicerón pero también, y muy intensamente, de los placeres de la carne, da igual blanca que negra, criolla o peninsular; y sufre, sufre intensamente ante las consecuencias negativas que la vida le impone, pero se sobrepone a ellas con un humor a veces grueso, propio de la época, que lo hace burlarse de manera categórica de su poema épico Espejo de Paciencia y convertir en un juego con sus amigos la construcción de las octavas reales que conforman el texto, las cuales se distinguen más por enfatizar lo que realmente no es, poniendo en entredicho todo acercamiento a la verdad .
En fin, que de nuevo este hombre de varios mundos que es Gregorio Ortega, sus diez años en París, su conocimiento de la vieja Europa, logra brindarnos un abordaje del tema con una profunda raigambre universal. La realidad no existe, también “la verdad se inventa”, ha dicho Antonio Machado, y Gregorio nos ha dado su versión de los hechos, ha jugado con la verosimilitud y la veracidad como lo debe hacer un buen escritor de literatura, hasta lograr que se confundan y se truequen, porque a fin de cuentas, ¿dónde está la verdad?, ¿es Espejo de Paciencia la verdadera verdad (y valga la redundancia) o es la gran jodedera que augura Gregorio?, ¿realmente fue la masacre traicionera de los piratas o la heroicidad de Salvador Golomón, como siempre se nos dijo en la escuela, la que arranca de este mundo aquella secuela del mal que era Girón, (si es que era realmente una secuela del mal) o en verdad era un “niño de tetas” al lado de algunos coterráneos de Silvestre? Prefiero asumir la verdad de Gregorio y hacerla mi verdad, realmente es la que más me gusta, la más linda, y por eso les confieso que a partir de ahora me pasará con esta historia lo que me pasó con la historia de la guerra republicana española después de leer Por quién doblan las campanas de Hemingway, que la historia en que creo es la de la novela.
Juego de Espejos es para solazarse y disfrutar, pero también para aprender y comprender, para que uno tenga un acercamiento, como en una imaginaria máquina del tiempo, a esa época de aguafuertes contrastantes que fueron los finales de los siglos XVI y principios del XVII en esta jacarandosa isla, donde al decir de Silvestre de Balboa “no son tierras de herejías ni de querellas religiosas”. La gente quiere disponer de lo necesario, si es posible vivir holgadamente, y busca lo que le apremia donde pueda encontrarlo. Desdeña las doctrinas cuando le estorban, y nadie podrá imponérselas cuando vayan contra sus intereses. ¿Indiferencia? Quizás, aunque prefiriera llamarlo simplemente sentido común.
Este acto de tratar de comprender el pasado estoy seguro que nos pondrá en mejores condiciones para interpretar las complejidades del presente, y ya eso solamente representa un pretexto para ocuparnos seriamente de esta obra.
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