Entre los siglos II y III vivió un pensador llamado Orígenes, quien para pensar mejor se auto emasculó y pasó a ser eunuco, solo para pensar y no para cantar, como luego se vería con los castrati. Quizás Orígenes quiso decir que con los testículos llenando al cuerpo de testosteronas y de deseos, no se podía místicamente ascender a Dios, o tal vez con su acción no quiso decirnos nada, sino dejar para sí todo el tiempo consagrado a su pasión. Váyase a saber qué tono daría a la filosofía y a la teología de los siglos sucesivos si las tres cuartas partes de su obra no se perdiese en medio de polémicas y bajo la condena del Concilio de Constantinopla, más o menos doscientos años después de su violenta muerte, pues sabemos que Orígenes fue encarcelado en el año 250, sometido a tortura por su fe, y murió solo cuatro años después debido a las penas de esas torturas.
Orígenes dedujo que Dios, que es todo Bien, y que nos creó a todos, no habría al final de salvar solo a unos y a otros no, y a eso le llamó apocatástasis, que consiste no desechar parte de la creación en favor de otra parte, pues si fue Dios quien creó, ¿cómo podría hacerlo de manera defectuosa, recusando algo de su propia creación? Se introdujo así en los temas en torno al bien y el mal, y alcanzó definiciones que también nos alcanzan, en la discusión trascendente acerca de la prexistencia de la materia sobre el espíritu, y si existe un espíritu separado de la materia, o si llamamos espíritu a la energía.
Claro que estas cuestiones no son solo del campo de la filosofía, o más particularmente de la teología, porque echan brasas sobre la discusión poética, y sobre otros campos que incluyen a la política. Luego de Orígenes, San Agustín se refirió a lo que él llamó massa damnata, que viene a ser algo así como «especie culpable». Esa deducción puede establecer asuntos como las siguientes deducciones: si un oso come a un hombre, los osos pueden comer a la humanidad. Si un hombre asesina a otro, la especie humana puede asesinar. El asunto se refiere, claro está, al bien y al mal, y por esa línea pasa a la dramática exposición de la poesía sobre el desarrollo y la conducta humanos. Nietzsche admitió esta discusión desde un perfil interfronterizo relativo a la filosofía y la poesía, a la poesía ontológica, y en Humano, demasiado humano e incluso en Orígenes de la tragedia, la sombra del gran Orígenes, o el resplandor origenista, brota como manantial no extinto.
No deja de ser fundamentación poética la discusión sobre el mal, que pudiera estar solo en la mente y la praxis humanas, pues antes de existir la inteligencia de la especie, hubo millones de años en que la materia y la energía evolucionaron sin apego a tesis sobre maldad o bondad, simplemente crecieron galaxias, estallaron estrellas, surgieron planetas y satélites, apareció la vida y todo ello es lo que, según el Génesis, debe de haber parecido «bueno» a Dios. Hasta que apareció el intelecto y quiso aprehender de diversas formas la creación y hasta al mismo creador. Entonces surgió el juicio de lo que está bien y de lo que está mal, y devino la idea de la eterna pugna dualista entre del bien y del mal. ¿Habría que discutir si la explosión de una estrella es algo «bueno» o «malo», o dejar los asuntos de esta especie a la moral y a la convivencia humana? En el cosmos, lo que puede parecer malo, redunda en crecimiento de la materia camino hacia la vida.
Desde los más luminosos ángeles (diurnos) hasta los más oscuros demonios (nocturnales), entran en la disputa entre las tinieblas y la luz, objeto claro de la poesía. En la luz el amor, en las tinieblas el odio, y ya tenemos razón de ser de la poesía emotiva. En las sombras totales hay cierta sensorialidad sexual (la vida se forja en el seno oscuro materno) y en la diafanidad luminosa de los sentidos místicos, y ya tenemos afán suficiente para tratar sobre la poesía sensorial. Miremos a las espesas tinieblas del cosmos y a la luz que emana de las estrellas, y ya tendremos espacio para pensar en ello incluso desde su trascendencia, lo cual es raíz para la poesía intelectiva.
El ser para la vida o el ser para la resurrección (como puntualizó José Lezama Lima, discípulo de Orígenes) se enfrenta a la muerte, la vida en la luz, la muerte en las sombras, y de esa epopeya surge cuento y canto, historia y lirismo, exactitud factual e imaginación, fantasía. Para Orígenes el mal es cuerpo, tiene ser, y es una región del cosmos, parecida como tal al cuerpo humano, pues puede decirse que somos imagen y semejanza del cosmos. Pero el mal hace el bien de conducirnos a la «salvación». Hay que hacer una relectura de lo que quedó vivo del pensamiento de Orígenes, fuera de concilios y de condenas, y quizás sea una labor más poética que filosófica, a partir de la imaginación de quien, tan valioso como Gerónimo o Agustín, sin embargo no lleva delante de su nombre el San, que lo habría de distinguir mejor como padre de la iglesia o como promotor de la fe. ¿Quizás la iglesia no quiso tener un santo eunuco?
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