Miguel Moya Ojanguren y José Ortega Munilla empezaron juntos en el periodismo como «meritorios» en el diario La Iberia y como fundadores a continuación de una revista sobre toros, El Chiclanero. Con el tiempo, ambos estarían llamados a convertirse en dos de las figuras más célebres e influyentes del periodo que, comprendido entre los años 1875 y 1920, se ha venido a denominar la Edad de Oro de la prensa española.[1]
Siendo apenas estudiantes de Derecho, casi adolescentes aún, ya una tarde habían dirigido sus pasos hasta la sede del prestigioso diario conservador La Época para solicitar un puesto como redactores, sufriendo el desengaño de ser rechazados al no presentar más méritos —quienes luego habrían de escalar las cumbres periodísticas de nuestro país— que los entusiasmos de su juventud.[2] Ambos imberbes habían nacido en 1856, Moya en el madrileño barrio de San Lorenzo y Ortega Munilla en la villa cubana de Cárdenas, si bien no conservaría recuerdos de aquella tierra porque a los pocos meses le trajeron a Madrid, donde transcurrió la mayor parte de su infancia. Coincidía el año de su nacimiento con un periodo de renovación generacional de la oratoria parlamentaria y del periodismo liberal del XIX, que asentaría a la prensa como pasarela privilegiada hacia los escaños del Parlamento y las carteras ministeriales.[3] El contacto con el mundo de los periódicos y de la política no le llegó a Moya por vía directa familiar y fue, paradójicamente, el empeño de su padre Francisco Moya Barrachina, comerciante de telas, en que estudiara la carrera de Leyes —siguiendo el consejo de los maestros del Instituto San Isidro, que vieron en su hijo sobrada capacidad para ser un excelente jurista— lo que le condujo al periodismo. El progenitor de Ortega Munilla, en cambio, José Ortega Zapata, fue periodista, redactor-jefe de El Tiempo entre otras cabeceras; y en aquel diario, órgano de los moderados, comenzaría el joven Ortega a hacer sus primeros pinitos como escritor, al redactar pequeñas colaboraciones sin firma a la vez que se matriculaba en la Facultad de Derecho de la Universidad Central, tras desechar una incipiente vocación sacerdotal.
En el edificio universitario de la calle Ancha de San Bernardo, Moya y Ortega Munilla trabarían fuertes lazos de amistad además de compartir aula con futuros protagonistas de la abogacía y las letras españolas, como el novelista Palacio Valdés o el jurisconsulto Manuel Marañón, que años más tarde sería doble consuegro de Moya —al casarse los hijos del primero, Gregorio y José, con sus hijas Dolores y María Luisa— y a quien los dos amigos conocían, cariñosamente, con el apelativo de «el cónsul de Polanco» por su íntima camaradería con el novelista José María de Pereda, natural de aquella población cántabra, el cual solía confiar a Marañón el cuidado de la edición capitalina de todas sus obras[4]; y también con Alfredo Escobar, futuro marqués de Valdeiglesias, hijo del fundador de La Época y encargado de su famosa crónica de sociedad, que firmaba con el seudónimo de Mascarilla. De su buena relación con Escobar daba testimonio el hecho, como vimos, de que ambos se presentaran una tarde en la redacción de La Época —alentados seguramente por su camarada y condiscípulo— a solicitar de forma infructuosa un hueco en su plantilla. A instancias de Alfredo Escobar, asimismo, escribiría Ortega Munilla su primer cuento literario («escribe un cuento, y papá te lo publicará con mucho gusto»), titulado «Venturiela», con el que se dirigió hasta el domicilio del director de La Época, quien se hallaba en ese instante terminando de almorzar; un criado hizo pasar a Ortega al recibidor y volvió al poco, trayéndole en una bandeja una moneda de oro y una copa de Jerez…[5]
La mesa «grande» de La Iberia
Ortega Munilla no concluiría la carrera de Derecho, pues antes de cursar completas todas las asignaturas el veneno del periodismo ya había calado lo suficiente en él como para no aventurarse en el ámbito forense. Miguel Moya, en cambio, abandonaba la Universidad en 1874 tras haber obtenido con brillantez su licenciatura en Leyes. Era por entonces un muchacho reflexivo, de verbo fácil, a quien atraían por igual tanto la carrera judicial y las reuniones de la Academia de Jurisprudencia, como el teatro y las animadas veladas literarias en el Ateneo… Y también, el trajín de las redacciones de los periódicos, la camaradería entre sus miembros, su trascendental influencia de cara a la opinión. Pero, al tener solo dieciocho años y siendo necesario por legislación, en aquella época, haber cumplido los veintiuno para poder colegiarse, Moya hubo de optar, en un primer momento, por su otra vocación, la de periodista y escritor; de tal modo que, al poco de finalizar sus estudios, su primera salida profesional la iba a encontrar ante la mesa de redacción de un diario, La Iberia, en el que lograba sentar plaza como meritorio casi al mismo tiempo que su joven amigo y compañero universitario, José Ortega Munilla. Aquella experiencia suponía para Moya su bautismo de fuego dentro del mundo de la prensa y para ambos sería decisiva en sus futuras carreras periodísticas.
Fundada en 1854 como órgano de los progresistas, La Iberia se distinguiría siempre por defender enérgicamente los principios más avanzados de su partido, cuyo periódico fue «quizá el más representativo del espíritu del 54» de entre la prensa española.[6] A la muerte en 1863 de su primer propietario y director, Pedro Calvo Asensio, pasó a dirigirlo Práxedes Mateo Sagasta, bajo cuya guía alcanzaría su época de máximo esplendor, en los años precedentes a la revolución del 68. Sin embargo, al convertirse, durante el reinado de Amadeo, en portavoz gubernamental al ascender Sagasta a la presidencia en 1872, su número de lectores sería menor a cuando estaba en la oposición. Ortega Munilla resaltaría, ya muy anciano, la importancia que tuvo La Iberia en su formación periodística:
La Iberia era entonces un periódico original, único en España. Don Práxedes, que había sido redactor del antiguo órgano de los progresistas, consignó en una frase famosa lo que era aquella redacción: «Es el desbravadero de los periodistas nuevos». Y así es verdad. (…) Es posible que si yo no hubiera estado en la redacción de La Iberia, me faltara una condición espiritual en mi carrera de escritor y periodista (…) Allí aprendí los rudimentos de un arte que ya va perdiéndose, y que consiste, no en escribir bien o mal, sino en adivinar el momento de la opinión y escoger el tema entre tantos que surgen cada día.[7]
Cuando Moya y Ortega ingresaron en la vieja gaceta progresista, ocupaba su dirección Francisco Bañares, periodista experto y poseedor de una amplia cultura, pero sin la autoridad y la pericia de Calvo Asensio o de Carlos Rubio —artífice, durante años, de los artículos más «incendiarios” del periódico. Mucho tiempo después, aún recordaba Miguel Moya la enorme mesa de redacción, de un solo cuerpo, de aquel diario, alrededor de la cual se habían congregado los más ilustres nombres del periodismo: una gran mesa oblonga —como detallaría en cierta ocasión Ortega Munilla— situada en el centro de la estancia, rodeada toda ella de un pupitre dividido en doce fragmentos.
Allí trabajaban los redactores. En el centro había un pupitre más alto, en que estaba el redactor jefe. No he visto nunca una mesa más solemne. Tal vez había sido ideada por alguien que pretendiera dar al periodismo carácter burocrático.[8]
Atravesaba entonces el veterano periódico una época de transición, recién caída la I República bajo el golpe de Estado de Pavía. En la combinación ministerial que prosiguió a la disolución de las Cortes, Sagasta pasaría a ocupar la cartera de Estado y, posteriormente, a partir del 13 de mayo de 1874, la de Gobernación. La distribución de altos cargos administrativos entre los más fieles redactores de La Iberia había dejado vacíos varios de sus sillones, lo que facilitó la entrada en ella de Moya y Ortega. El director, Bañares, les concedería desde un principio gran libertad para que ejercitaran sus aptitudes, lo que les permitiría soltarse rápidamente en el desempeño del oficio: «Yo me desenvolví libremente, entregado a mi albedrío», afirmaría el propio Moya.[9] De hecho, apenas transcurrido un mes desde su ingreso, ya se atrevían incluso a redactar algunos de sus artículos de fondo, al delegar en ellos el editorialista, Santana, en diversas ocasiones la realización de esta importante tarea. Como ejemplo de la relevante situación que pronto alcanzarían dentro de La Iberia, el 3 de septiembre de 1874, al elevarse de nuevo Sagasta hasta la jefatura del Consejo de Ministros, el periódico —sobre el que se alzaba tutelarmente la figura de don Práxedes— salió a la calle en tan señalado día redactado íntegramente por Miguel Moya y Ortega Munilla, en teoría dos «meritorios» aún; los camaradas veteranos «estarían, probablemente, en la antesala de la Presidencia, aguardando el próvido maná ministerial».[10]
Durante aquella etapa de gobierno sagastino, La Iberia pasó a estar dirigida por el veterano periodista –y también exministro– Víctor Balaguer. Los dos jóvenes principiantes vieron premiada, entonces, su laboriosidad con el acceso a la nómina del periódico: 75 pesetas, unos quince duros mensuales, como sueldo inicial.[11] A los pocos días de obtener este reconocimiento, se le confiaría a Miguel Moya una delicada misión, referente a la elaboración de un artículo de tema comprometido. Apartando a un lado los rimeros de telegramas, Moya oyó complacido el mandato que le daba su director: se trataba de redactar una enérgica protesta contra el prefecto francés, marqués de Nadaillac, quien se había permitido felicitar públicamente, en plena guerra civil carlista en el norte de España, al ejército de Carlos VII a raíz de la batalla de Hernani. El novel redactor de La Iberia puso manos a la obra; y el escrito, publicado en la primera plana del diario el 14 de noviembre, le salió —según su propia expresión— «fuertecito», tal vez demasiado… Al día siguiente, la autoridad gubernativa madrileña sancionaba al periódico con una multa de mil pesetas, y la amenaza de suspensión.[12] Así lo recordaba el mismo Moya, muchos años después:
A fines de 1874, entré de meritorio en La Iberia, órgano de Sagasta, que dirigía D. Francisco Bañares. Allí realicé mi primera hazaña… Viendo que, en Pau y en Bayona, se celebraba por los franceses los blancos que las bombas carlistas hacían en Hernani, se indignó mi patriotismo, y publiqué en la propia Iberia un artículo durísimo para Francia… Se comentó extraordinariamente, por creerlo inspirado por Sagasta, por pensar la gente que significaba un cambio en la política del Gobierno. Causó tanta sensación, que Sagasta se vio precisado a penar a su propio periódico… La penalidad consistía en multas.[13]
Este primer percance sufrido por su artículo sobre Monsieur Nadaillac sería también uno de los últimos de su carrera pues Moya, aunque inequívocamente liberal y republicano, sabría mantener siempre muy bien la ecuanimidad y hacer compatible la defensa de sus ideales con la situación gubernamental de cada momento; de hecho, nunca fue condenado por delito de imprenta, aunque sí procesado en varias ocasiones, de las que saldría indemne acogiéndose, sobre todo, a su derecho de inmunidad como diputado a Cortes.
El 29 de diciembre de 1874, el levantamiento militar que, encabezado por el general Martínez Campos en Sagunto, supondría la vuelta al trono de la dinastía borbónica, sorprendió a la vieja gaceta progresista, y a sus dos esforzados redactores, en plena campaña antimonárquica. Aquella misma noche del golpe, corrieron por Madrid rumores de que la redacción de La Iberia sería asaltada. Como era fácil de suponer, quien más o quien menos de su plantilla optó por quedarse en casa; y únicamente Miguel Moya y Ortega Munilla —otra vez, los dos más jóvenes— se presentaron el día 30 en la calle de Valverde, esquina a la de Muñoz Torrero, fieles a su cita con la formidable mesa de trabajo del diario. Consecuentes con su deber en ese momento, compondrían solos el periódico, protestando de forma resuelta contra el acto sedicioso. La redacción, finalmente, no fue asaltada, pero sí aquel ejemplar, que no llegó a publicarse: La Iberia fue multada y denunciada por el fiscal, y la turbulenta «partida de la porra» callejera, dirigida por el inquieto Felipe Ducazcal —posteriormente fundador del Heraldo de Madrid—, amenazó con cortar la cabeza a los atrevidos artífices del censurado número.[14] Al día siguiente, sin embargo, pese a las amenazas Ortega Munilla acudiría solícito al ministerio de la Guerra, como reportero de La Iberia, a recoger, llamado por Sagasta, la nota del último Consejo celebrado por el gabinete presidido por él, previo a su renuncia al poder. «Que venga Orteguita», dijo don Práxedes, y Orteguita fue al ministerio[15], presentándose ante un presidente dimisionario en horas bajas que, apenas tres días antes, había sufrido el fallecimiento de una de sus hijas —como informaba La Iberia en su número del 27 de diciembre— y en ese momento era protagonista del fin de la Gloriosa.
El chiclanerismo de dos jóvenes
La proclamación de Alfonso XII cambiaría radicalmente el panorama nacional. Hasta verificarse la apertura de las nuevas Cortes Constituyentes, Cánovas gobernará en dictadura y, durante ese periodo, La Iberia no gozaría de ninguna permisividad por parte de las autoridades, que lo contemplaban como el antiguo portavoz de los progresistas y del jefe de Gobierno recién caído. Recibirá por tanto un trato hostil, recogiéndosele numerosas ediciones. Escribir sobre la mesa de un solo cuerpo del veterano diario se había convertido, bajo la monarquía alfonsina, en luchar desde una barricada; y cansados, y en desacuerdo quizá por tener que emplearse en aquellas lides, Miguel Moya y Ortega Munilla abandonarían entonces La Iberia.
Al cambio de régimen —son palabras del primero— sucedió otro cambio de política en aquel periódico, y, por consiguiente, de redacción. Los redactores, voluntariamente unos y por temor a ser obligados otros, se fueron… Ortega Munilla y yo, no temíamos que se nos quitase nuestras plazas (…) pero preferimos hacer causa común con nuestros compañeros, y abandonamos La Iberia.[16]
Ninguno de los dos, frente a lo que es habitual hoy día, llegó a firmar trabajo alguno dentro de sus páginas —como la mayoría de cabeceras de esa época, en La Iberia rara vez aparecían las firmas de sus escritores— si bien, en el caso de Ortega, cabe decir que, durante el mes de octubre de 1874, el periódico publicó como folletín una obra, Los jesuitas. Romance histórico del siglo XVIII, de Antonio de Oliveira Pirez, «… traducida del portugués por J. O. M.». Moya, que en aquella redacción —así lo recordaba a su muerte Ortega Munilla— «destacóse desde el día primero con su habilidad profesional. Veía claro en medio de la confusión. Acertaba con el juicio y con el comentario»[17], personalmente resaltaría, además, el carácter autodidacta de la formación periodística con la que salía de allí: «Mi época de La Iberia era, para el gran periódico, una época de interinidad, y no tuve de quien aprender».[18]
Antes de pasar a integrar cualquier otra redacción, los dos compañeros, cuya amistad se había reforzado tras su experiencia común en La Iberia, decidieron fundar juntos una revista taurina: El Chiclanero, titulada así en homenaje a aquel valeroso lidiador de reses bravas, uno de los más importantes de la historia de la tauromaquia a quien, en sus años de gloria, solo el gran Curro Cúchares pudo disputar la primacía. Curiosamente, ni Moya ni Ortega Munilla alcanzaron a verle torear, pues El Chiclanero —como la mayoría de héroes populares que pasan a formar parte de la leyenda— murió joven, víctima de la tuberculosis, cuando ellos aún no habían nacido. Su admiración, por tanto, venía heredada de algún testimonio vivo, o bien por la imagen que tenían de su fama. En el artículo de entrada, pergeñado por Ortega, se aludía al heroico matador en los siguientes términos:
No nos proponemos hacer aquí una reseña biográfica del Chiclanero (…) Nos limitaremos a apuntar algunos sucesos que pintan y dan carácter a nuestro héroe, y que vienen a hacer por sí solos digno de la admiración general, como decidido lidiador de toros, como genuino y más perfecto representante del arte español por excelencia.
El último concepto es el que desde que concebimos el proyecto de publicar este periódico, nos hizo adoptar el título que ostenta en su cabeza, porque el Chiclanero ha sido sin disputa el torero que mejor ha reunido las dos condiciones que más desean los que a su profesión se dedican: la universalidad y la perfección en las suertes.[19]
Del éxito y la gloria alcanzados por José Redondo en los ruedos, daba testimonio el eminente historiador Modesto Lafuente («Fray Gerundio») cuando, en un pasaje de su Teatro social del siglo XIX, al ironizar sobre la consideración que a los diestros se prestaba, aducía el ejemplo de El Chiclanero, obligado en pleno ruedo a ceñirse en la cabeza una corona que le arrojaron. El artículo de presentación de Ortega Munilla, pórtico laudatorio de la figura del torero gaditano, aparecía firmado al pie bajo el sobrenombre de «Pólux», el semidios griego hijo de Leda; mientras que Moya, por su parte, adoptaba para firmar en la revista el de su hermano gemelo y mortal, «Cástor». Al comienzo de la primera crónica taurina firmada por ambos, «Cástor» (o Miguel Moya) explicaba cómo surgió la idea de fundar aquella publicación:
Pan y toros ha dicho sentenciosamente un notable escritor del pasado siglo, indicando que con ambas cosas se quedaban satisfechas las necesidades del pueblo español, y muy especialmente las del pueblo de Madrid (…) Llevado de mi afición a las lides taurómacas, pensé que así como en otras esferas de la vida la prensa era el verdadero reflejo de las mismas, así en el mundo taurómaco podía muy bien crearse un nuevo periódico que ayudara con sus humildes fuerzas a los hoy encargados de dar brillantez y esplendor a estos espectáculos.
Temiendo que quizás fuese más lejos de lo que yo mismo quería, decidí dejar sobre la mesa un libro cuya lectura causaba un efecto contraproducente para mi deseo, y así lo iba a hacer, cuando me entregaron una carta que me apresuré a abrir, tan lacónica como expresiva y que decía: «Amigo Cástor: estoy bueno. ¿Y tú? Tengo pensado ir a esa. ¿A qué? No te rías; a fundar un periódico taurino. Cuento contigo. –Pólux».
Inexplicable fue el efecto que tal epístola me produjo en un momento como aquel. Contesté a mi amigo aplaudiendo su pensamiento y asociándome a él. Vino a esta Corte como me ofrecía, y aquí nos tienen los aficionados dispuestos a escribir y a dar palo a todo el que no ande derecho, por aquello de que cuando el diablo no tiene que hacer…[20]
El Chiclanero salía a la luz el 28 de marzo de 1875, tiradas sus cuatro páginas en una imprenta propiedad de Diego Valero. Una cabeza de toro encima de su título, con dos puyas atravesadas y el emblema «Revista Taurina» a los lados, servía como motivo ornamental para su portada. Por lo que respecta a su periodicidad, una entradilla de su número inaugural anunciaba su aparición «todos los días que haya en Madrid corridas de toros, y dos horas después de terminada». Eso significa que, tras presenciar el festejo, Moya y Ortega Munilla habían de dirigirse, sin pérdida de tiempo, hasta la imprenta para componer el ejemplar y poder ofrecer a los aficionados la crónica más «caliente» del espectáculo que acababan de ver, además de «artículos biográficos, sueltos y noticias de importancia, charadas y todo lo que digno de mención ocurra en el mundo de la tauromaquia». La corrida del debut de Cástor y Pólux como críticos taurinos, celebrada en el coso madrileño el mismo día de aparecer la revista, fue estoqueada por el célebre matador cordobés Lagartijo, en unión de Antonio Carmona El Gordito y Currito; y siguiendo la costumbre del momento, en ella Moya y Ortega ofrecían una reseña de la lidia toro a toro, puntual, con datos objetivos, junto a —eso sí— unas pinceladas sobre el ambiente y una apreciación final, a modo de resumen, que subrayaba las notas más destacadas.
No fue Miguel Moya, a lo largo de su vida, propiamente un «aficionado» a los toros; solo de vez en cuando comparecía a presenciar una corrida —con mucha más asiduidad asistía al otro gran espectáculo popular por entonces, el teatro—, pero sí prestó atención al hecho de la tauromaquia. Ya como presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid —cargo que ejerció durante veinticinco años desde su fundación en 1895—, a partir de 1900 se organizaría anualmente en la capital, bajo su auspicio, la corrida en beneficio de dicha institución, una de las más importantes del calendario taurino y cuya celebración alcanza nuestros días. Quien sí desarrolló una gran afición por el toreo fue su hijo Miguel Moya Gastón, del cual nos cuenta en sus memorias Ramón Gómez de la Serna haberle remitido el manuscrito original de su famosa novela El torero Caracho —que aquel le animó a escribir siendo director de El Liberal— porque, «además de gran visor de España había estado abonado a los toros desde que iba de niño con su ilustre padre al mismo tendido que hoy ocupa».[21] José Ortega Munilla, mayor conocedor, en cambio, que su compañero Moya en materia lidiadora, no solo fue aficionado «sino experto revistero taurino, como es sabia costumbre de los periodistas de buena fe de aprender las distintas rúbricas del periodismo».[22] Durante sus años de juventud, Ortega asistiría con frecuencia a la plaza —haciéndose acompañar, por cierto, en más de una ocasión por su hijo José— y escribió además una novela, Milagritos, inspirada en la Fiesta, que no se publicaría hasta 1918. Conforme fue haciéndose mayor dejó, no obstante, de presenciar las corridas: «Yo, que he sido aficionado a las lides taurinas, cuando se retiró Guerrita creí que a mí también me cortaban la coleta. Me aparté de los cosos, y solo he vuelto dos veces a corridas provincianas, y (…) en las dos he visto torear a Joselito».[23]
Al aparecer El Chiclanero existían ya en España publicaciones específicas sobre toros, entre las que destacaban El Enano, de 1851, y El Tábano, fundada en 1870 por José de Santa Coloma. Poco después surgirían dos de las más importantes cabeceras taurinas de todos los tiempos: El tío Jindama, fundada en 1879, y La Lidia, del año 1882. A pesar de la competencia, El Chiclanero hubo de gozar de cierto prestigio entre los aficionados, literariamente hablando sobre todo; como puede deducirse de las palabras que el diario ABC publicó el día del fallecimiento de Ortega Munilla: «El Chiclanero fue reputado por dar a las reseñas de la Fiesta nacional los primeros matices literarios», y en la misma dirección apunta José María de Cossío al afirmar que en El Chiclanero «… la frívola narración de la fiesta popular era ensalzada con los encantos de un bello estilo literario».[24] A tenor de estas palabras, cabe pensar que la revista fundada por Moya y Ortega debió de perdurar durante algún tiempo, si bien no sabemos con exactitud qué fechas abarcó su publicación: dentro de la Hemeroteca Municipal de Madrid —única institución donde la hemos localizado— solamente se conservan su número inaugural y otro más que hace el duodécimo, fechado el 12 de agosto de 1875 y compuesto en una imprenta diferente al primero. En la crónica taurina que incluye el segundo ejemplar referido —que Moya y Ortega firman en esta ocasión, jocosamente, como «Belem y Tiberio»— se aprecia, en efecto, un estilo «sainetero» y jovial, muy diferente del tono circunspecto y monocorde que solían emplear los revisteros de la época al reseñar una corrida. No nos resistimos a transcribir, a modo de ejemplo, la relación de la lidia de uno de los toros, a modo de parodia parlamentaria, rebosante de ingenio y humor:
A las cinco en punto, y agitado el pañuelo por el señor presidente, se declaró después del sonido de los trompetines abierta la sesión.
Mudados los capotillos y demás, se entró en la orden del día, y se puso a discusión un peliagudo asunto llamado Tiznao, tan peliagudo, que su pelo era negro, meano, enmandilao, y llevaba por añadidura dos cuernos, si bien era bizco del izquierdo, capaces de detener toda la sacristanesca elocuencia del Sr. Casanueva.
Estaban encargados de sostener el primer turno o sea la suerte de varas, los tan conocidos repúblicos Juaneca y Paco Calderón, que colocados en sus asientos de alambre (vulgo caballos) hicieron uso de la palabra o pica, dando cima a la cuestión muy mal, sobre todo el primero, que en un puyazo de los cuatro que pegó al proyecto le dejó cojo: no dejaron sobre el tapete ningún cadáver de que tomar acta. Calderón solo usó una vez de la sin hueso, y nada más dijo mú.
Entrando en el segundo turno terció en el debate Juan Molina con un par de razones o banderillas en contra, que valieron muchos aplausos al orador, también habló con otro par Gallito, y después de una rectificación del primero, salió a hacer el resumen Lagartijo.
Con la mayor imparcialidad, aunque con poco lucimiento, porque el proyecto se escamaba, atacó la cuestión de frente, y con un pase natural y cuatro en redondo soltó un pinchazo bien señalado, que dejó al enemigo mal parado.
Dos pases más naturales, uno por alto y uno de telón, y una estocada buena a volapié, digo a vuela pluma, que dejó el tan mencionado proyecto con la misma vida que el Manifiesto de los moderados intransigentes, es decir, en la mar, que es donde están refrescando sus autores.[25]
Trayectorias paralelas
La siguiente parada periodística de Miguel Moya, tras el comienzo en La Iberia y la experiencia taurina de El Chiclanero, tendría lugar en La Mañana, ya sin la compañía de José Ortega Munilla quien, tras colaborar en diferentes diarios como El Parlamento o La Patria, en 1878 entraría a formar parte de la redacción de Los Debates. Pero sus trayectorias profesionales habrían de seguir rumbos paralelos durante el resto de su vida. En el seno del Ateneo pondría en marcha Moya poco tiempo después una publicación, La Linterna «periódico de literatura» como reza su subtítulo, con la colaboración de su fiel aliado Ortega, encargado de redactar la sección madrileñista «A media luz». Moya publicaría en ella unas semblanzas de oradores de aquel tiempo, muy celebradas entre sus contemporáneos, a las cuales debería —según confesión propia— su ingreso en El Liberal, el periódico al que permanecería unido desde entonces, al recabar con ellas la atención de uno de sus principales fundadores, Fernanflor (Isidoro Fernández Flórez)[26], director con anterioridad de la hoja literaria, inaugurada en 1874, «Los Lunes» del diario El Imparcial que, tras la defección de buena parte de su plantilla que daría lugar, en mayo de 1879, a la creación de El Liberal, pasaría a estar dirigida por Ortega Munilla, gracias a cuya labor se convertiría en la más prestigiosa de la historia de nuestra prensa. Moya, por su parte, al poco de ingresar en El Liberal se hacía responsable, igualmente, de su suplemento literario, «Entre páginas». Los dos amigos y condiscípulos, compañeros periodísticos en los días iniciales, se situaban ahora el uno frente al otro, en dos hojas literarias de estilos muy semejantes cuya enconada rivalidad y, sin embargo, afán de emulación benefició sin duda a ambas. La competencia declarada por «Entre páginas» a «Los Lunes» de El Imparcial fue muy considerable, si bien este último la pudo soportar incluso ventajosamente, gracias al acierto y capacidad en la dirección de Ortega.
Con el trascurrir del tiempo, ambos protagonistas, cada vez más reconocidos y prestigiados por su labor, se harían con las riendas de sus respectivos diarios, sin duda los más importantes de la prensa española de entre siglos, junto con La Correspondencia y el Heraldo: Moya desde 1890, Ortega a partir de 1900. Los dos ostentarían también, en repetidas ocasiones, representación parlamentaria como diputados a Cortes: Moya desde 1886 por diferentes distritos electorales de Puerto Rico y Cuba hasta la pérdida de las colonias, y a partir de entonces y hasta su muerte en 1920, por diversas circunscripciones de la provincia de Huesca; mientras que Ortega Munilla representó en varias ocasiones, entre 1898 y 1914, al distrito coruñés de Padrón, feudo electoral de los Gasset. Los dos al fin, ya en su avanzada madurez, se asociarían en una empresa de tanto fuste como la Sociedad Editorial de España, el primer grupo de concentración de medios en español, conocido entre sus contemporáneos —con cierto deje despectivo— como «el trust». Al fundar y dirigir esta empresa periodística en 1906, pretendía Moya reunir, con fines económicos pero también políticos, un importante e influyente número de cabeceras (El Liberal, El Imparcial, Heraldo de Madrid…) si bien respetando la independencia editorial de cada una. Para dedicarse en pleno a la presidencia de la SEDE, Moya se hizo acompañar en la vicepresidencia de Ortega Munilla, a quien semejante propuesta encontró, a causa del abrumador trabajo de redacción, «en una coyuntura espiritual propensa a embarcarse en algo que le permitiera dejar dignamente la dirección del periódico que tantas acedías melancólicas le producía»[27], abandonando ambos la dirección —al menos, nominalmente— de sus respectivos diarios.
El trust de empresas periodísticas los mantuvo ligados durante diez años, con resultados dispares. Sería en definitiva su última aventura juntos; vencido por una grave dolencia y por los tensos momentos vividos, como presidente de la madrileña Asociación de la Prensa, a causa de la huelga de periodistas de 1919 y el llamado trienio bolchevique del periodismo español, Miguel Moya fallecería el día 19 de agosto de 1920. «Adiós, mi amigo, mi hermano en el oficio, mi consejero en los días iniciales, mi condiscípulo, adiós, hombre bueno y generoso que pudiste resistirlo todo en el luchar de la existencia, todo menos el injusto desamor de los tuyos», escribiría entonces Ortega, quien, a la muerte, apenas un mes después, de Manuel Marañón, consuegro de Moya y compañero igualmente de pupitre estudiantil, afirmaría con melancolía que «ya es el miedo lo que me agita… No el miedo a morir… Sino el miedo a durar demasiado».[28] Su hora definitiva aún se retrasaría hasta el penúltimo día del año 1922, pero en sus artículos postreros, fundamentalmente retrospectivos, de recuerdos personales muchos de ellos, no dejaría nunca de tener presentes en la memoria aquellas experiencias juveniles de la revista El Chiclanero y de la reacción de La Iberia, «desbravadero de ingenios recién lanzados a la lucha, una escuela sin maestros, un doctrinario sin doctrina».[29]
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Tomado de Magazine modernista
[1] Cfr. Bordería, Enric, Laguna, Antonio y Martínez, Francesc: Historia de la Comunicación Social. Voces, registros y coincidencias, Madrid, 1996. Síntesis.
[2] Cfr. “Un trozo de la Historia de España” [a propósito de la muerte de Miguel Moya], El Liberal, Madrid, 20 de agosto de 1920.
[3] Seoane, María Cruz: Oratoria y Periodismo en la España del siglo XIX, Castalia, Madrid, 1977.
[4] «Fue [Marañón] durante largo tiempo el enviado extraordinario de Pereda, el hombre de su confianza, el que recibía sus originales, el que corregía las pruebas, el que coordinaba las galeradas. No salía el libro al público sin que Manuel Marañón quedara satisfecho» (Ortega Munilla, José: «Rasgos de España. El cónsul de Polanco», ABC, Madrid, 26 de septiembre de 1920, pp. 3-4).
[5] Cfr. Abeytúa Isaac: «El periodismo por dentro. Figuras del cuarto poder. José Ortega Munilla», La Mañana, Madrid, 28 de diciembre de 1919. «Venturiela» apareció publicado originalmente en La Época, Madrid, el 3 de marzo de 1879.
[6] En opinión de Seoane, María Cruz: Historia del periodismo en España. 2, El siglo XIX, Alianza, Madrid, 1983, p. 201.
[7] Ortega Munilla José: «Tapices e instantáneas. El nuevo presidente», Las Provincias, Valencia, 21 de marzo de 1922.
[8] Cfr. Gómez Hidalgo, Francisco: «¿Cómo y cuándo ganó usted su primera peseta? Respuestas de las más populares figuras españolas contemporáneas», Renacimiento, Madrid, 1922, p. 127. La respuesta de Ortega Munilla a dicha encuesta, donde relataba aquellos detalles de la redacción de La Iberia, apareció publicada originariamente en la revista La Semana, Madrid, 3 de junio de 1916, p. 10.
[9] Abeytúa, Isaac: «Figuras del cuarto poder. Miguel Moya», La Mañana, Madrid, 5 de agosto de 1919.
[10] Ídem.
[11] Según el testimonio de Ortega Munilla (cfr. Gómez Hidalgo, Francisco: op. cit., pp. 126-130). En el reportaje sobre Moya, ya citado, de Isaac Abeytúa, respecto a su primer jornal en La Iberia se menciona que «D. Miguel, que no ha conocido la bohemia, no lo recuerda. Supone que cobró treinta o treinta y cinco duros».
[12] Cfr. La Iberia, Madrid, 15 de noviembre de 1874; Abeytúa, Isaac: «Figuras del cuarto poder. Miguel Moya», loc. cit.
[13] Cfr. «El Bachiller Corchuelo» (González Fiol, Enrique): «Nuestros grandes prestigios. Miguel Moya (confesiones de su vida y de su obra)», Por esos mundos, Madrid, abril de 1911, p. 444.
[14] Ortega Munilla referiría esta anécdota en varias oportunidades (Abeytúa, Isaac: «El periodismo por dentro. Figuras del cuarto poder. José Ortega Munilla», loc. cit.; Martínez de la Riva, Ramón: «Los forzados de la pluma», Blanco y Negro, Madrid, 10 de octubre de 1920, pp. 25-28.
[15] Abeytúa Isaac: «El periodismo por dentro. Figuras del cuarto poder. José Ortega Munilla», loc. cit.
[16] «El Bachiller Corchuelo», art. cit., p. 445.
[17] Ortega Munilla, José: «El amigo que se nos fue», El Liberal, Madrid, 20 de agosto de 1920.
[18] Abeytúa, Isaac: «Figuras del cuarto poder. Miguel Moya», loc. cit.
[19] «Pólux» (Ortega Munilla, José): «José Redondo», El Chiclanero, nº1, Madrid, 28 de marzo 1875.
[20] «Cástor y Pólux»: «Corrida extraordinaria de toros», El Chiclanero, nº1, Madrid, 28 de marzo de 1875.
[21] Cfr. Gómez de la Serna, Ramón: Obras Completas (XX). Escritos autobiográficos (I): Automoribundia (1888-1948), ed. de Ioana Zlotescu, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1998, pp. 529-530.
[22] Ortega Spottorno, José: Los Ortega, Taurus, Madrid, 2002, p. 60.
[23] Ortega Munilla, José: «Efemérides taurinas. Joselito –Pepete– Olózaga», La Esfera, nº334, Madrid, 29 de mayo de 1919. Guerrita, el famoso torero, se retiró de los ruedos en 1899.
[24] «Datos biográficos. Ortega Munilla, periodista», ABC, Madrid, 31 de diciembre de 1922; y Cossío, José María de: Los toros. Tratado técnico e histórico, tomo II, Espasa-Calpe, Madrid, 1988, p. 653.
[25] «Belem y Tiberio»: «Corrida extraordinaria de toros», El Chiclanero, nº12, Madrid, 12 de agosto de 1875.
[26] «A ellas debió su ingreso en El Liberal (…) Fernanflor había preguntado: “¿Quién era el que escribía en La Linterna aquellas semblanzas de oradores, tan magistralmente hechas? Todavía Moya, a pesar de su ya copiosa labor, era poco conocido. Y, por obra y gracia del primer periódico “suyo”, Miguel Moya formó parte, desde el primer día, de El Liberal, que, andando el tiempo, había de ser suyo también» (Abeytúa, Isaac: «Figuras del cuarto poder. Miguel Moya», loc. cit.)
[27] Ortega Spottorno, José: op. cit., p. 114.
[28] Cfr. Ortega Munilla, José: «El amigo que se nos fue», loc. cit.; «Rasgos de España. El cónsul de Polanco», loc. cit.
[29] Ortega Munilla José: «Tapices e instantáneas. El nuevo presidente», loc. cit.
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