Es el trabalenguas de la posibilidad, el infinito de sus referencias. El autor propone vislumbrar un nuevo mundo desde la hendija protectora del relato y, de paso, afirma que no es tan protectora la hendija ni tan nuevo el universo que se avista: este colisiona con nuestras vivencias, es el espacio público vecino que inunda nuestros cuerpos privados (el espacio que, quiérase o no, también nos contamina). La realidad inunda la ficción —frase lugar común que bien se ajusta a las costuras de este relato— hasta el punto en que el lector se suma, también, al juego de las posibilidades que los números ofrecen y al reto —en esto se concentra toda la dinámica del cuento— de ganar o ser derrotado: he aquí la cuestión.
Pero la ganancia es siempre pírrica y la charada siempre cíclica; por eso, los habitantes de este relato habitan un círculo eterno, una rueda que da vueltas y vueltas sobre un mismo eje: la apuesta. Los personajes se concentran en dar lo mejor de sí mismos en un ambiente constreñido, en un ambiente donde todo el equilibrio —el éthos— consiste en obedecer los códigos no escritos del honor, los códigos que determinan quién es un hombre y quién no. Las relaciones de estos personajes se mueven en una cuerda floja que cuida muy bien de balancearse sin perder el margen de las referencias. Entiéndase que esta es una cuerda floja elástica —se mueve de un lado al otro del espectro de las dudas y ambiciones que los personajes poseen— pero, eso sí, es preciso que nunca se crucen los límites, es preciso que se mantenga el sistema particular de valores de la manada humana que construye los ejes de este universo.
No puedo dejar de resaltar el meticuloso articulado de la red de personajes que el autor ha logrado construir. El narrador personaje deambula en un particular limbo de dudas y súbitas certezas: es, quizás, el equilibrista por antonomasia de la narración, el que camina de un lado al otro de la cuerda y que, en su paseo, describe con precisión casi anatómica, el espacio del relato y los habitantes de esta realidad. Su punto de vista no es parcializado y esto se agradece, pues amplía los márgenes del cuento y aparta, por instantes, la claustrofobia textual del espacio cerrado, el espacio sin posibilidad de escapatoria, donde los personajes —esto es evidente— se mueven con la libertad de aquel que ha confiado en la infalibilidad de un sistema de apuestas. Esta es, quizás, la verdadera metáfora del relato. Una metáfora que abarca no solo la referencia a la charada, sino a un contexto mayor, el contexto de la vida, que aparece ahora reducido al punto mínimo, al hecho concreto: queda, como sinonimia, como lugar simbólico que homogeneiza, la apuesta. ¿Qué es, en realidad, lo que los personajes juegan? ¿Dinero? ¿Prestigio? ¿Orgullo? ¿Una forma particular de honor? ¿No es acaso esta esfera reducida el eco de otra esfera, mucho mayor en contenido y espacio, en la cual habitamos todos?
Charada puede leerse linealmente, sin buscar otras costuras, otros desbordes, otras junturas. Y estaría bien. Pero podría irse más hacia lo profundo, hacia una dimensión otra que el autor insinúa entre líneas, para hablar entonces no solo de la posibilidad sino de la apuesta mayor de la vida, ese juego en el que todos somos compulsivos sirvientes y compulsivos amos.
En una narración breve como esta se espera, sin dudas, más del final. No se trata de que sea previsible —aunque el autor insinúa desde el principio la condena reiterativa de la rueda del juego— sino que su brevedad llega a ser ligera, una breve insinuación donde se excluye al traidor del «honor del grupo», aquel que ha violado un pacto entre hombres; y donde, además, se incide en la micro tragedia de El Loco, del obseso que ha apostado tantas veces por un mismo número y ha perdido. El Loco, una vez más, es incapaz de huir de un destino que parece perseguirlo. Sin embargo, la vida es breve y tan irónica como las líneas de un cuento: ¿quién lo duda? Todo contexto ficcionalizado no es más que el reflejo pálido de lo real.
Sumar los aciertos del relato sería ejercicio redundante. Me quedo —si esto es posible— con la recreación de este mundo en cuerda floja y de sus habitantes equilibristas que, sin quererlo, hablan más que de su contexto, trascienden la espacialidad que los limita y nos invitan a apostar por el número de turno. Ganar o perder: ¿es esa la cuestión?
Yasel Luis Toledo Garnache. Graduado del Centro Nacional de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y miembro de la Asociación Hermanos Saíz. Ganador de la Beca Caballo de Coral (2014) por el proyecto de libro La remodelación. Obtuvo el premio 20 de octubre en la categoría de Cuento (2015) y Mención en el de minicuentos Vértice (2017). Ganador del III concurso de microrrelatos, convocado por Ocean Sur y Cubadebate (2019). Mejor Graduado Integral de la Universidad de Holguín (2014), posee varios premios periodísticos a nivel nacional, incluido el 26 de julio. Fue subdirector editorial de la Agencia Cubana de Noticias. Es guionista del programa televisivo Paréntesis y coordinador del espacio de debate Dialogar, dialogar. Autor del blog Mira Joven (Cuba). Trabajos suyos aparecen en los periódicos Granma, Juventud Rebelde y La Demajagua, en revistas y sitios digitales como Cubadebate, La Jiribilla, Cubahora y el de la AHS. Actualmente cursa la Maestría en Comunicación.
Charada
Cualquiera cree que esto es de suerte, pero tiene sus estadísticas, su análisis, su lógica. Hoy la cosa está peor que nunca. No nos ponemos de acuerdo. Llegamos a empujarnos, a ofendernos. Eso aquí es normal. Sabemos tanto que cada quien defiende sus criterios con locura. A veces voceamos, escribimos en la tierra, intentamos descubrir el significado de un sueño o la adivinanza del día.
El Flaco analiza las tablas en su libreta, tiene apuntados todos los números que han salido desde el año 2000. Dice que el que más sale los martes es el 8, pero cree que hoy no sucederá así, porque ayer fue el 6, y esa gente no suele tirar dos números chiquitos seguidos. Él asegura que el de hoy es el 34, mono, porque los últimos dos martes ha salido el número inverso al del día anterior, y ayer fue el 43. Así que para él todo está claro. Habla de supuestas reglas de triangulación, escalera…, y de una Teoría del desglose. No entiendo nada, pero hay algo de lógica en sus palabras. Algunos hasta mueven la cabeza en señal de aprobación.
Se percata que le estamos prestando atención y sube el tono de voz, nos tiene embobecidos, parece el jefe. Siempre especula con que una vez en la ciudad dio un golpe de miles cuando acertó en un parlés, pero como en este pueblucho solo se juega al número fijo no sabemos cuán bueno o no es en eso.
Ese maldito tiene tremenda muela. Convence a cualquiera de lo que se proponga. Una vez, hizo que Pacho le pusiera los cincuenta pesos de la manutención de su hija al 62, y nada, falló.
Él no quería gastarlos, porque era lo único que tenía, pero el Flaco parecía tan seguro. Si acertaba, esos cincuenta se convertirían en 3 mil cabillas, y podría comprarle algún jean o blusa a la niña, además de darse unos buenos tragos de ron del bueno. Pero no le picó ni cerca. Por poco no se formó tremendo lío, porque Pacho se sentía engañado y quería golpear al Flaco. Al final, no pasó nada. Aquí todo el mundo sabe que nosotros compartimos ideas, nos molestamos, maldecimos, aconsejamos, pero no obligamos a que nos hagan caso. Pacho siempre juega el número que alguien le dice, porque no tiene mente para pensar solo, y esa vez se jodió.
Yo tampoco soy tan bueno en esto. Las primeras veces vine a disfrutar las escenas y reírme con las cosas de cada uno, pero me he ido embullando y hasta he mejorado. Al principio me iba detrás de las curvas, o de lo que parecía obvio. Ahora, soy más analítico para decidirme por un número y la verdad es que estos debates ayudan bastante.
El Flaco sigue hablando de las posibilidades de que salga el 34. Negro lo interrumpe, parece molesto. Dice que no podemos creer mucho en las estadísticas porque eso es basura. Si sirvieran, el Flaco nunca fallara, pues hace más cálculos que un profe de Matemática, siempre tiene buenas teorías, pero casi nunca da en el blanco. Asegura que hay que confiar en la intuición y arriesgarse. Cree que el de hoy es el 82, pleito, porque al lado de su casa hay tremendo lío desde temprano. Lo pensamos un poco, porque Negro acertó dos veces la última semana, y eso significa que tiene una racha buena. Pero si le hacemos caso a todo lo que pasa, nos volvemos locos. Los líos, las puñalá y hasta las muertes suceden todos los días.
Ahora otro dice que saldrá el 49, borracho, y todos nos embullamos a dar pronósticos: el 21, majá; el 68, cementerio; el 86, tijeras… Esto parece una competencia para ver quién habla más alto, casi ni se entiende lo que cada cual dice. Menos mal que los dos policías del barrio no se meten en esto. A veces, ellos también juegan, y tienen hasta suerte los desgraciaos.
¡El de hoy es el 60!, vocea alguien desde la carretera, a unos 6 metros de nosotros, y todos comenzamos a reírnos. Desde que pasó lo que pasó, el tipo siempre juega ese número, le es más fiel que a su mujer. Le decimos El Loco, porque en verdad hay que estarlo, para ponerle 10 cañas todos los días de la semana pasada al 60, huevo, y todavía dice que es el de hoy. Na, que la gente se empecina, y no hay alguien más aferrao que ese Loco. A cada rato nos reímos de él. Una vez le puso 240 pesos al 12, mujer santa, y dijo que, si acertaba, el día siguiente le pondría 500 al dichoso 60, buscó a varios listeros del pueblo, porque cada uno solo acepta 10 o 20 pesos por número, así no les sacan tantos baros de un solo golpe, pero anduvo fatal. El primer día salió el 33, tiñosa. Se pasó toda esa noche llorando, y hasta dijo que más nunca jugaría a la bolita. Al día siguiente adivinen cuál fue: ¡el 60!
Por esa blandenguería de andar llorando y tirao por los rincones no cogió unos cuantos monis. Desde la semana pasada juega otra vez, pero le ha quedado el trauma o ¿acaso eso de ponerle dinero siempre al mismo número no es estar chiflao? ¡Jueguen el 60!, vuelve a vocear. Vete pa´ un manicomio, le responde alguien.
El Flaco vuelve a sacar la libreta. Dice que, además del 34, también está bueno el 37, brujería, y cuando va a comenzar con el discurso de las estadísticas, Negro le dice que se calle. Se miran fijo. Los dos se ponen de pie. El Flaco está desbaratao, pero cuando se molesta le sube la guapería y coge cuchillo, machete, piedra, palo, lo que aparezca. Aquí, en el barrio, se faja con frecuencia, casi siempre pierde, pero tira pa´ lante. Negro sí está fuerte. Nunca ha tenido pleitos con vecinos, pero dicen que era boinirroja, karateca o algo parecido. Vino echando pa´ acá, porque le partió una pierna a otro en un entrenamiento. Si se fajan, el Flaco saldrá mal, lo van a poner rojito, quizá los piñazos hasta le saquen algunos dientes.
Ese maldito renacuajo no tiene miedo, ya se quitó el pulóver y está dando brinquitos. En cualquier momento Negro lo revienta a patadas, empujones, rectos de derecha, ganchos, sopapos, wazaris, ippones. Sí, porque los boinirrojas esos saben boxeo, judo, de todo.
Pacho sonríe, seguro que quiere ver sufrir al Flaco, así recibe su merecido por hacerlo perder el dinero de la manutención de su hija. Alguien del grupo les dice que no se fajen, que resuelvan eso como verdaderos hombres, porque cualquiera se faja, todos los días si quiere, pero acertar en la charada es otra cosa. Les dice que cada quien juegue su número con 100 pesos y apueste 3 mil, aunque los pidan prestados. Si alguno gana, se lo lleva todo.
Hay un silencio de esos que impacientan, en los que todo el mundo se mira, pero nadie habla. El Flaco deja de saltar, se pone el pulóver y vuelve a mirar la libreta. Yo juego el 34, dijo bastante confiado, todo lo que gane me lo gastaré yo solo, no quiero que después alguien quiera que le pague una cerveza.
Sonreímos, porque él siempre dice eso, pero nos invita hasta a comernos un plato con arroz blanco y huevo en su casa. Nunca festeja nada sin compañía. Yo le voy al 82, dijo Negro, y ni una palabra más.
Los resultados siempre se saben a las 8 de la noche, pero esta vez no averiguaríamos nada hasta el día siguiente. Hicimos una especie de pacto. Esperar sería una muestra de hombría, como pocas, pues había demasiado en juego. Y el que no fuera hombre, ese sí que tendría problemas en este barrio. Todos sabíamos que era peor perder una apuesta antes de ser un flojo, antes de traicionar la decisión del grupo.
Y, claro, solo había uno capaz de no aguantar. A las 8: 40, Pacho se apareció en mi casa. Se fastidió el Flaco, me dijo con tremenda cara de alegría. Y siguió: Ya se lo dije, y lloró como una niña ¡Qué tipo más vengativo!
Verdad que cuando alguien está en racha todo le resulta. Negro, cuando llegó aquí, nunca acertaba, y ahora lo ha hecho tres veces en los últimos siete días. El Flaco seguro quema la maldita libreta, y maldice las estadísticas, los cálculos, la charada y toda esa mierda.
Pobre Pacho, por blandito, por no esperar al otro día. Ese más nunca será uno de nosotros.
Estamos debajo de la mata de mango otra vez. Solo faltan el Flaco y Negro, además de Pacho, claro.
¿Vieron?, salió el 60, vocea un listero. ¿Cómo que el 60?, respondemos casi a coro.
Todo fue un invento de Pacho. Ese maldito solo quería hacer sufrir al Flaco. ¡Coño! El Loco tenía razón. ¡Acertó!
—Socio, ¿cuántos pesos cogió El Loco? —le pregunto al listero.
—Ninguno, ayer jugó el 12.
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