Corre el primer trimestre de 1860 en una colonia inglesa de Nueva Zelanda, donde un grupo de estudiantes, todos varones de 8 a 14 años, se dispone a disfrutar de mes y medio de vacaciones a bordo de un yate, propiedad de uno de los padres de los educandos. Seleccionados del total de la matrícula del ilustre Colegio Chairman, por provenir de familias pudientes que pueden costearles el paseo, la mayoría son ingleses, excepto un norteamericano y dos hermanos franceses, hijos de un ingeniero contratado temporalmente para labores de drenaje del terreno.
La noche señalada, los muchachos se dan cita en el puerto. Pronto son acomodados en sus camarotes. La tripulación se despide bebiendo en la taberna cercana, mientras espera al capitán. Misteriosamente, las amarras del buque se zafan y, poco a poco, sin darse cuenta nadie, la embarcación es arrastrada mar afuera, favorecida por vientos del Oeste, hacia el Océano Pacífico. A los catorce los acompaña sólo el grumete: un adolescente de doce años, llamado Mokó, el único de piel negra, y a pesar de las diferencias de cuna, correrá igual suerte que sus compañeros de travesía.
Esta es la introducción de Dos años de vacaciones, novela del escritor francés Julio Verne, quien, en el mismo prólogo, enuncia sus intenciones educativas hacia la adolescencia temprana; en una época donde la infancia duraba muy poco y no tenía igual consideración que en los tiempos presentes, sino era tomada simplemente como el preámbulo de la adultez: única etapa válida en la vida, donde el ser humano se manifestaba en toda la profundidad de su existencia. Era entonces la niñez vista como período exclusivamente formativo, y en ella era preciso aprender todo lo necesario para enfrentar cualquier obstáculo que se presentara en el futuro. De esta manera, y traída hasta hoy, la obra puede caracterizarse desde cierto punto de vista, como una historia de subsistencia; tal ocurre con los gustados documentales de canales como National Geographic, donde un hombre con una cámara y unas pocas herramientas comunes viaja a los más remotos lares y enseña al espectador a sobrevivir en ese entorno inhóspito. Así de asombrosa y entretenida es la escritura que les propongo, pero no queda ahí su intención: muestra, a tono con la literatura de su contemporaneidad, un nuevo modo de apropiación del relato robinsoniano, esta vez en colectivo; pues el grupo, tras muchas vicisitudes, llega a una tierra desierta donde deberá amoldarse a una nueva rutina muy distante del ambiente acomodado de que disfrutan en la civilización gracias a la buena fortuna de haber nacido y crecido en el seno de una familia rica. Igualmente, es una propuesta fabulosa para involucrar al lector en la dinámica grupal de estos alumnos, quienes deberán adaptarse a las circunstancias más adversas, proteger a los más débiles y a los menores, evitar pugnas inútiles, sacar el máximo provecho de la personalidad y las aptitudes de cada integrante, y maniobrar sabiamente a partir de los conocimientos de que disponen, a pesar de su corta edad.
El autor apuesta por la frescura, el sabio instinto, la audacia y la inteligencia de los más chicos, y los hace padecer y luchar en numerosos escenarios hostiles, que convertirá, con la maestría de su pluma, en ingeniosas aventuras. Más que un manual para encarar situaciones extremas, el libro deviene un vívido y colorido recorrido por las islas del Sur del Pacífico y sus recursos silvestres, muchas veces ignorados o subvalorados; incluso, hoy. Recrea la fauna y la flora, y muestra a cada paso su admiración por la naturaleza, aunque siempre la disponga en beneficio humano, como la secuencia de la cacería de la tortuga, un juego devenido en sacrificio del animal con vistas a la alimentación de aquella singular tropa. Los muchachos montarán un ñandú, lucharán contra un fiero guepardo, atraparán zorras, construirán refugios y canoas, elaborarán pan y leche a partir de singulares árboles, y cazarán y pescarán todo tipo de alimento. Asimismo, aprenderán que la camaradería y la solidaridad son las cualidades más valoradas y útiles cuando de situaciones desfavorables e imprevistas se trata.
Julio Verne nació en Nantes en 1928, y murió en Amiens en 1905. A su interés por la pedagogía, manifestado en sus obras, se le añade una pasión por la ciencia y su fe en que esta tiene la capacidad de salvar o hundir a la humanidad, en dependencia de su uso. Entre sus obras más gustadas se hallan, además de la presente, Cinco semanas en globo, Veinte mil leguas de viaje submarino, La isla misteriosa, Los hijos del capitán Grant, La esfinge de los hielos, Ante la bandera, De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra y muchas otras que puedes descubrir este verano, para visitar los más recónditos lugares de nuestro Planeta, conocer de proféticas hipótesis y leyendas insospechadas, y disfrutar del devenir de cada personaje.
Respecto de Dos años de vacaciones, es bueno conocer que, aunque el título adelanta el tiempo que estarán los jovencitos separados de sus seres queridos, está claro que para el autor no significa gran cosa: lo importante no es el qué, sino el cómo, y así nos invita a afrontar la lectura. La narración es coherente y vivaz, los diálogos son verosímiles y las descripciones muy sugestivas, aunque quizás, quien se disgusta por este acercamiento tan próximo a la geografía, la zoología o la botánica, prefiera saltarlas. Mas no es aconsejable, pues cada una sitúa al lector en el espacio exacto donde está sucediendo el hecho en cuestión: son descripciones escenográficas, muy al detalle, que logran una identificación máxima con la persona que lee, cual si acompañáramos a los protagonistas en cada acción y viéramos con nuestros ojos aquellos preciosos paisajes de paradisíacas playas y frondas salvajes.
Además de las rivalidades entre los dos polos opuestos del grupo: los protagonistas Briant y Doniphan, mediados siempre por Gordon, no faltan los malhechores «de verdad»: esos piratas armados y desalmados que han secuestrado un barco y arriban adonde los jóvenes, tras propósitos nada sanos. El desenlace es emocionante, como en el mejor filme de acción; y el final esperado, muy bien estructurado: un alivio para la progresiva tensión que nos entrega Julio Verne en esta lectura, ideal para pasar el verano en compañía de unos valerosos niños, de quienes concluye el escritor: «a su vuelta, los pequeños eran casi adolescentes, y los mayores, casi hombres». Y así queda hecha esta invitación a pasar Dos años de vacaciones con Julio Verne: un verano en buena compañía.
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muy bueno 2 años de vacaciones