Ahora que finalmente tenemos ante nuestros ojos la flamante edición de Pailock, debo a la benevolencia de mi admirado amigo Ezequiel Vieta, el honor de acompañarlo en esta presentación.
No soy lo que suele llamarse un verdadero crítico literario, porque no me he dedicado nunca a investigar con el rigor y la acuciosidad necesarios la obra de ningún creador. Verdadero crítico es el joven que tengo a mi lado, Alberto Garrandés, profundo conocedor de la obra de Ezequiel Vieta, quien tendrá a su cargo la presentación de Pailock.
Sin embargo, hace unos días, cuando Ezequiel me pidió que estuviera presente, la alegría de la invitación llegó acompañada con la obligación de intervenir de alguna forma. Recordé, entonces, una anécdota que nunca he contado a nadie y que quisiera compartir ahora con ustedes. A fines de la década de los sesenta, para ser más exactos en 1967, se editó la primera parte de esta novela, con el título de Pailock, el prestidigitador. EI libro, si no recuerdo mal, tenía una cubierta atractiva, con llamativos colores y una cabeza dibujada con una serie de motivos relacionados con la ciencia ficción. A mediados de 1968, yo me encontraba en Holguín, impartiendo unas charlas luego haber obtenido el Premio David de ese año. Como siempre hago en cualquier ciudad que visito, me dirigí a la librería a ver las novedades. Allí me llamó la atención aquella cubierta el nombre sonoro de Pailock obró persuasivamente sobre mi bolsillo: compré el libro.
Pasaron los meses y como también a veces me sucede con muchos de los libros que compro, aquel ejemplar de extraño nombre quedó amontonado con otros libros, esperando tiempos mejores para ser devorado por mi permanente hambre de lectura.
Un día, al cabo de un año o algo así, después de los afanes de un día universitario, me puse a revisar los libros de la librería Lalo Carrasco, que estaba ubicada en los bajos del Hotel Habana Libre (sí, allí mismo, donde hoy está ubicada la shopping como popularmente se le conoce), y me llamó la atención un libro de llamativos colores y una cabeza dibujada con una serie de motivos relacionados con la ciencia ficción, de nombre sonoro: Pailock, el prestidigitador. Me precio de tener buena memoria para los libros. Pero en este caso, no sé por qué extraña razón, al acudir a la memoria para verificar la presencia de este libro en mi inventario personal, la respuesta que obtuve estaba dirigida al bolsillo, que nuevamente se abrió para comprar el libro de marras. EI segundo Pailock sufrió la misma suerte que el primero, amontonado en algún oscuro rincón de mis libreros.
Pasaron algunos años más, y si esa misma memoria no me engaña, me encontraba yo en Guantánamo, ¿o tal vez fuera Santiago?, ¿o quizás Matanzas? En algún momento hicimos la visita ritual a la librería. Y como siempre sucede en ciudades del interior, nos sorprendió gratamente la presencia de libros bien agotados en la capital. Entre sorpresa y sorpresa, llamó mi atención un libro de llamativos colores y la consabida cabeza de ciencia ficción, de nombre sonoro. Durante un buen rato me estuve preguntando si yo no habría comprado anteriormente este libro. Las respuestas fluctuaron entre la duda. Y la negación. Increíblemente no pude recordar las anteriores adquisiciones del libro. «Lástima de memoria», hubiera dicho Wichy Nogueras.
Lo cierto es, compañeros, que de Pailock, el prestidigitador, compré tres ejemplares en unos pocos años. De más está decirles que el tercer Pailock sufrió la misma suerte que los dos anteriores.
Y he aquí que muchos años después, en la Editorial Letras Cubanas, el jefe de la redacción de narrativa recibe un enorme manuscrito con el mismo nombre sonoro. Y fue en ese momento que decidió leerlo: casi veinte años después, los tres Pailock anteriores tuvieron una justificación.
No voy a contarles la novela, ni siquiera a intentar un análisis somero de sus incontables vericuetos, tarea que va a emprender Alberto Garrandés. Pero sí quería señalarles que eI primer capítulo, y que corresponde íntegramente al libro de marras, es el tour de force de un gran escritor: un texto absolutamente magistral: es Kafka redivivo.
Así, veinte años después, aquellas compras repetidas tuvieron su más reconfortante justificación: me dieron la oportunidad —pues yo era el susodicho jefe de redacción— de conocer a uno de los más originales narradores cubanos de este siglo, y de leer una de las más fascinantes, complejas y desconcertantes novelas escritas en Cuba.
Eso sí: advierto que emprender su lectura es lanzarse a una aventura de la que no saldremos siendo los mismos; es asomarse a un abismo pocas veces entrevisto por un escritor en nuestro país, porque si un mérito puede tener esta novela, es que su autor, Ezequiel Vieta, sin meditar mucho —¿o tal vez sí?— en las consecuencias, se lanzó de cabeza en ese abismo. Solo que lo hizo con los ojos bien abiertos. Y desde esa insondable profundidad comparte con nosotros lo que ve, lo que palpa, lo que siente. Y eso hay que agradecerlo.
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018.
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