País de oscuras piedras, reciente poemario de Lionel Valdivia, se suma con peculiar entonación al grupo de textos que, a lo largo de los tiempos y avatares de la poesía cubana, han abortado centralmente la temática de la Isla, su sello peculiar, dramático, pero también espléndido, conjunto de poemas que, debidos a los más variados autores, están encabezados por obras memorables como “Dos patrias tengo yo”, de José Martí; “Soneto insular”, de Emilio Ballagas; “Noche insular, jardines invisibles” o “La isla en peso”, de Virgilio Piñera.
A su modo personal, desde su íntima e irrepetible vibración, cada uno de esos autores dejó constancia no ya solo de su experiencia vital de nuestro estremecido ámbito insular, sino también de su propia aventura humana. Es de particular interés que esta recurrencia de diversos autores, pertenecientes a grupos, tendencias, estilos o soledades diferentes, no ha cesado nunca de materializarse, como una intermitente retombée—para emplear el término, tan cierto en última instancia, que hubiese empleado Severo Sarduy para ciertos fenómenos de la expresión literaria nacional—, este regreso temático en la poesía cubanadel tema estremecido de un atormentado diálogo entre el poeta y su isla, diálogo que, en última instancia, redunda en una introspección, una a veces trágica indagación sobre sí mismo.
Valdivia traza ese coloquio íntimo desde el ángulo de una temporalidad del signo insular en sí, ofrecido como una mágica y difícil cantidad que es necesario descifrar como una vía para que el sujeto lírico se comprenda a sí mismo. Así, el primer poema del libro comienza con estos versos angustiados:
Descubrí yo, y nadie más,
cómo la isla simula un elemento pálido, una extensión,
una forma misteriosa cada vez que termina el día:
el mismo día de ayer,
la jornada tal vez milenaria.
No se nombra país a una isla,
no se le da el nombre propio
sin antes haber calibrado su engranaje mínimo,
sin haber tenido su cuerpo nervioso,
su espinazo de molusco recio sobre la pesa.
Reconforta la extraña gramática de sus números,
el movimiento del plato,
la superficie en tensión sobre su propia fuerza.
Tan como en este poema inicial se establece, Valdivia procede a examinar —examinarse— de manera implacable. Creo sinceramente que en sus poemarios anteriores el poeta no había alcanza el nivel de intensidad dramática y de estremecida introspección que este libro toca con total desasimiento, como se puede percibir en todo el libro, pero en particular en uno de sus más fuertes poemas, “Ir de compras”:
Perdóname, madre, por ir de compras.
No me escuches en el llanto suave
de las monedas contadas sobre las manchas de la mesa,
tampoco encargues conmigo el oscuro trámite
o la palidez envidiada de los malos payasos.
Otros van de compras, míralos,
algunos regresarán en los brillantes papeles,
otros solo arrastrarán los pies.
Pide a los que junto a mí caminan,
apresura tu lengua,
quiebra la fina película que es el invierno
con ese grito.
No puedo mentir más,
marcho aunque nada traiga de regreso.
Me seducen los manchados dados de cartón
Que se arrojan para definir las vidas.
Madre, ahora soy quien te ruega
Acudas a los ajenos también en mi nombre.
No temas si blasfeman de mí,
si sus burlas levantan esa pared
que nos hace plantar las pequeñas hierbas
donde nadie alcanza jamás.
Dime tú adónde voy,
Háblame de las pequeñas herramientas para hacer la casa,
Señala en qué estante puedo encontrarlas.
No miraré ninguna flor por roja que parezca,
Evitaré esos grandes jarrones al centro de la mira.
Háblame luego de la ciudad,
cómo se compran sus límites a cambio de los míos,
y si la patria entera, en sus pequeños racimos,
existe como oferta tentadora.
Y dime, madre,
si corro a apretarme en la entrada,
si me aplasto contra los vidrios,
¿alcanzaré la fe,
aquella de brillante piel, la del último estante?
El libro transcurre en un autoexamen, construido a partir de un lenguaje poético en que el poeta asume el noble tono de una poesía que se nutre de lo mejor del trascendentalismo origenista, lo más efectivo y tajante del coloquialismo y el renacer de una poesía de alto vuelo a partir de su remode-lación en tiempos de Raúl Hernández Novás —a quien Valdivia ha estudiado con ensimismamiento— y los poetas de su generación. Hay en este libro una experiencia subterránea de quehacer poético que no aparecía aún tan depurado y libre en poemarios suyos como Los puertos del silencio o Travesía hacia el naufragio.
También hay que mencionar una dedicatoria de Valdivia del poema “Polvo de pan” al poeta Charles Bukowvski, de quien, sin embargo, parece haber asimilado lo que a mi juicio constituye la vertiente mejor y más limpia de este estremecedor poeta norteamericano. Todo el tiempo se percibe en el poemario ese íntimo diálogo desgarrador que de alguna manera ya mencionaba al comienzo de este comentario. El sujeto lírico dice en “Polvo de pan”: Qué debería decir si finalmente no soy pobre: / palabra y estrictas ordenanzas, / sombra infiel.
Una sección del libro, “El breve rostro”, me admira particularmente. En ella se trabaja básicamente el poema breve, de todo lo más cuatro versos. La síntesis, sin embargo, es de lo más punzante y efectivo de todo el poemario. Carentes de título, son en su esencia meditaciones centrípetas, fuerza dirigida hacia lo más íntimo del ser, pero también el tema, universal y permanente, del misterio mismo de la poesía como arte:
¿Cómo vivir el molde único de la palabra,
acariciar su tendón constante,
si ya viste escanciar, sin prisa,
el verdor de otro alfabeto?
Libro de crecimiento en diversas direcciones —en lo humano esencial, en el laberinto del lenguaje, en la amplitud de los temas—, País de oscuras piedras es también una indagación de circunstancias, un cierre de un flujo temporal y, por ello mismo, un libro clave en el trayectoria del poeta. Su país de oscura piedra, tan personal, se nos acerca, roza el nuestro, nos interpela con un lirismo peculiar y, por lo mismo, siempre nuestro.
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