Texto original publicado en: Imán, Año 1. Anuario del Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier, Letras Cubanas, La Habana, 1983.
Si yo fuera un investigador imparcial —escribía Serguei Eisenstein— diría acerca de mí: el autor parece herido para siempre por una misma idea, un tema, un asunto. Y todo cuanto concibió e hizo […] siempre y en todas partes es lo mismo.
El autor utiliza épocas diversas […]; distintos países […] diversos movimientos sociales, casi siempre como las facetas cambiantes de una misma faz.[1]
Dejando de lado las no siempre bien vistas —pero en ocasiones extremadamente necesarias— precisiones metodológicas (como, por ejemplo, la diferencia entre tema, idea y asunto); sabiendo que ese lo mismo a que hace referencia el realizador de El acorazado Potemkin, «no es exactamente lo mismo» en las diferentes obras de un autor (por los matices que imponen los cambios en la visión artística del creador, las modulaciones de perspectiva y los más o menos profundos estremecimientos contextuales), y que a veces es más de una la herida (la obsesión «temática») que recibe el artista; pueden aceptarse como ciertas las anteriores afirmaciones del cineasta y tenerse en cuenta no solo al analizar su producción, sino también al rastrear las peculiaridades temáticas y composicionales de la obra de cualquier otro creador.
Es más que conocida la preocupación (la obsesión) de Carpentier por el tiempo, que —de forma más o menos marcada— aparece como un leitmotiv en toda su obra; y que en ocasiones, más que como coordenada donde se desarrolla la acción de sus personajes, se alza como elemento determinante en la significación y la composición del mundo presentado.
El siglo de las luces no deja de estar atravesado por estas inquietudes. Más aún, a los cambios que experimentan sus personajes bajo la presión del tiempo (incluidos los acontecimientos que en él tienen lugar y el enfrentamiento de actitudes que en él se producen) se suma otra obsesión carpenteriana, variante, en alguna medida, de la primera: la persistencia de ciertas constantes humanas.
En cuanto a lo histórico —declaraba Carpentier en una entrevista— …creo de tal manera en la persistencia de ciertas constantes humanas que no veo inconveniente en situar una acción en cualquier momento del pasado, puesto que los hombres en todas las épocas han tenido reacciones semejantes ante ciertos acontecimientos.[2]
Largas polémicas ha provocado esta afirmación y diversas interpretaciones de algunas obras —en especial los relatos— de Carpentier: vale la pena entonces apuntar, aunque sea solo al paso, que habría que ver:
1ro. En qué medida, al afirmarse o rechazarse la presencia del debatido corsi e ricorsi o la evolución en espiral, no se le está imponiendo a determinadas narraciones del autor argumentos, tesis, razonamientos tomados a veces de declaraciones del mismo creador y, lo peor, solo considerando —en muchas ocasiones— la estructura temporal de la obra y olvidando, por tanto, la relación existente entre ella y las restantes estructuras de la novela o del relato;
2do. Si a veces —erróneamente— no se anda identificando las ideas del autor con las de sus personajes o las del narrador, pasando por alto el carácter de creador que tienen tanto aquellos como este;
3ro. Con qué grado de precisión consideran el investigador o el crítico los contextos de todo tipo en que han surgido cada una de esas narraciones.
Pero, además, si bien es cierto que resulta idealista hablar de un hombre, en general, de su esencia abstracta, no lo es menos negar —cegado por la esencia concreta— una naturaleza general y común; es decir, negar el concepto de hombre, absolutizando los de individualidad y de personalidad.
Por otra parte, cuando Carpentier habla de constantes, reacciones y acontecimientos, habla de ciertas constantes, reacciones semejantes y ciertos acontecimientos. Que no es lo mismo ello que tener reacciones iguales ante todos los acontecimientos. Al menos, en español.
Son esas constantes humanas las que llevan a Carpentier a establecer esa «identidad que [le] preocupaba desde hacía bastante tiempo»;[3] la existente —dirá al referirse a El siglo de las luces— «entre las preocupaciones de aquella época y las de los hombres de este siglo».[4] Esas mismas constantes, o mejor, la oposición entre algunas de ellas y su solución; son el avance inexorable (a pesar de todo, puesto que «Las palabras [y las acciones] no caen en el vacío») de la Historia, de la Revolución, la base ideotemática y composicional de esta novela. En ella Esteban aparece no solo como uno de los polos opuestos a Víctor; sino como el verdadero protagonista. Para este, Hugues —antagonista y representante del desarrollo de la Revolución Francesa, con todas sus virtudes y limitaciones— deviene tubo de ensayo. En él, el primo de Sofía, parte de cuya caracterización física ocupa significativa extensión textual del capítulo I, va como un papel de tornasol colocado en fuerte ácido:
—del desbordado, exagerado y desajustado optimismo al fanatismo: «tenía la impresión de haber vivido como un ciego al margen de las más apasionantes realidades, sin ver lo único que mereciera la pena ser mirado en esta época» (IX, I);[5]
—del fanatismo al desconcierto y la decepción (XII, XIX, II);
—del desconcierto y de la decepción al criticismo (XX, II);
—del criticismo a un total sentimiento de frustración (XX, II al XXVI, III);
—de la total frustración a la enajenación: «Se sentía extrañamente desvinculado del ambiente. Todo lo conocido y habitual se tornaba ajeno a su propia vida.» (p. 220. XXVII, III); una enajenación remachada por su estancia en la isla de Cayena (cap. IV): «Vengo a vivir entre los bárbaros», dijo Esteban a Sofía (p. 173);
—y de esta enajenación a una sedentaria, wertheriana existencia de la que solo lo arrancará en dos ocasiones Sofía: en el subcapítulo XLI indirecta e involuntariamente; y, por último, en el capítulo final.
Tal indicación de las etapas en la evolución del primo de Sofía, no pretende ser minuciosa, y, por tanto, no recoge los matices de su comportamiento (mucho menos las importantísimas aristas del «duelo» ideológico que, en medio del contexto Revolución, se observan en la acción y en las palabras del intelectual y del político); sirvan, aunque sea, para argumentar el papel de protagonista que desempeña Esteban, sin que se desdeñe la importancia que para la estructuración de la novela y la intelección de su superobjetivo tienen personajes como Víctor, antagonista de cuya evolución pueden también marcarse etapas más o menos precisas, y Sofía, personaje principal no protagonista; amén de otras figuras secundarias como Ogé y Carlos, que completan el mundo y la significación de la novela.
A través de los tres personajes centrales —Esteban, Sofía y Víctor, aunque no solo a través de ellos— se manifiesta otra obsesión del autor: el valor, la función y el papel determinante de los contextos y, específicamente, sus desajustes que en El siglo de las luces aparecen teñidos fundamentalmente de historia, en cuyo drama están insertadas cada una de las figuras creadas por Carpentier. Con ello se diferencia esta novela de lo que sucede en El reino de este mundo, donde están en lucha, sobre todo, los contextos culturales.
La tragedia de Esteban —el protagonista— consiste precisamente en la incomprensión de este desajuste contextual. En la evolución de este personaje, el novelista hace desempeñar una función relevante a la guillotina y a las palabras.
La terrible máquina («Máquina Alegórica del Poder Revolucionario» —como apuntó acertadamente Noël Salomón—)[6] es foco central del texto que antecede al primer capítulo y el elemento dominante de todo el segundo en que se asiste al nacimiento y al primer enraizamiento de la decepción de Esteban, a quien, sin lugar a dudas, pertenece la evocación[7] «poética» de la afiladísima cuchilla, y que constituye una anticipación del temible aparato que ha de aparecer en toda su «grandeza» en el sub-capítulo XVII.
Tiene que llamar la atención el número de ocasiones en que se menciona o actúa aquella que en la Guadalupe «había entrado a formar parte de lo habitual y lo cotidiano» (p. 167); hasta que, después de cumplir su misión —servir de catalizador a la decepción del protagonista— en el capítulo III, llega a aburguesarse «trabajando blandamente, un día sí y cuatro no, accionada por los asistentes de monsieur Anse», especialista en decapitaciones, y conocedor de «que el trabajo tenía su tiempo y su ritmo y que no se explicaba cómo el Comisario, buen conocedor de la máquina, había pretendido que ochocientos sesenta y cinco sentenciados a muerte le fueran desfilando bajo el filo» (p. 164).
Con la metamorfosis de Esteban en corsario, la máquina pierde su función primera. Ahora es «trasladada a un traspatio cercano, quedando en poder de las gallinas que pasaron el sueño a lo alto de los montantes» (p. 222).
Pero demasiado había funcionado el filo diagonal para que desaparecieran los ecos de sus golpes: en el capítulo siguiente (VI), y ya camino hacia La Habana, Esteban ha de pasar por Cayena: para completar su curva descendente. «Aquí no ha funcionado la guillotina —decía Hauguard […] Pero lo que nos gastamos acaso sea peor, porque más vale caer por un solo tajo que morir a plazos» (p. 236).
Y después de explicarle a nuestro protagonista en qué consiste lo de las tierras labrantías, concluye el personaje: «A eso llaman la guillotina a secas».
Con esto —como bien podía esperarse— casi culmina la involución de Esteban quien recibirá, en el capítulo V, la familia; esta por cruel ironía, todavía conserva junto al simbólico Explosión en una catedral, la no menos simbólica Decapitación de San Dionisio: «Lo restauramos y barnizamos hace poco», dijo Sofía. «Ya lo veo —dijo Esteban— parece que la sangre estuviese fresca» (p. 278).
Pero no es el cuadro lo que sacará de juicio a Esteban; se asombra al encontrarse «un club de Jacobinos» (p. 290) en la casa, grita ante ciertos razonamientos de Sofía, pero le enfurece la palabra felicidad: «(¡Cuidado! Son los beatos creyentes como ustedes; los ilusos, los devoradores de escritos humanitarios, los calvinistas de la Idea, quienes levantan las guillotinas» (p. 289. El énfasis es nuestro).
He aquí que se dan unidos en un mismo momento del texto, en un clímax, asociados los dos leitmotivs de la significación y la composición del texto: La guillotina y la palabra, cuya «presencia» en el desenlace de la novela devela el núcleo del mensaje, de la intención en El siglo de las luces.
Lo que acaba de «enloquecer» a Esteban hasta hacerlo deshacerse en improperios, son los textos que le enseña Carlos: «La Declaración de los Derechos del Hombre, la Constitución Francesa, discursos importantes, catecismos cívicos, etcétera» (p. 290). «Y ahora, en este momento, la reaparición de esos textos, multiplicados por las prensas del continente (…) Vous m’enmerdez!, gritó, atropellando butacas al salir» (p. 290-291).
Si el texto de la guillotina antecede al primer capítulo y a la novela, el lema «Las palabras no caen en el vacío» preside todo El siglo de las luces. Explicando la significación de este epígrafe, Alejo Carpentier decía:
Cuando las palabras de la Revolución Francesa parecían haber sucumbido en Francia bajo la represión termidoriana, sus ideas seguían creciendo y fructificando en América y muchas de ellas en Cuba, como lo demuestran las primeras conspiraciones de nuestro siglo XIX y el espíritu que las animaba, aun tan semejante al de la Revolución Francesa en su fase inicial.[8]
Claro, Esteban anda muy lejos de comprender esto; y aun Sofía, que busca «actuar de alguna manera en un mundo que se transformaba» (p. 290). Lo que sí sabe Esteban —a quien han utilizado allá para «escribir el castellano y traducir documentos del francés, para preparar una literatura revolucionaria destinada a España»—, lo que sí sabe en el capítulo II es que el Decreto [¡palabras!] del 16 del Pluvioso del Año II por el que quedaba abolida la esclavitud y proclamada la igualdad de derechos sin distinción de raza ni estado, no había significado la eliminación de la trata, sino que había llegado junto con «la primera guillotina al Nuevo Mundo» (p. 144). Esteban habrá de recordar también aquel discurso [¡palabras!] de Víctor Hugues, en el cual «rebrillaban, por lo subrayado del tono, una frase definidora [¡palabras!], un concepto de libertad [¡palabras!], una cita clásica [¡palabras!]» (p. 156); y aquellos momentos en que aún ponía su esperanza «en una igualdad menos derrochada en palabras» (p. 172). Lo que vendrá a su memoria, eran aquellos momentos en que ya ni él ni los tipógrafos «creían mucho en las palabras que por su obra serían multiplicadas y difundidas» (p. 175).
Si la guillotina había dejado de funcionar en el capítulo precedente, todavía en el capítulo III, Barthelemy, capitán de corsarios, saca «de su despacho un pliego de instrucciones [¡palabras!] escritas de puño y letra de Víctor Hugues» (p. 208) donde se autoriza la trata; y en el capítulo IV «los colores, los sonidos, las palabras que aún lo perseguían, le producían [al protagonista] un malestar profundo» (p. 272).
De ahí que no pueda causar extrañeza el modo de actuar de Esteban en el capítulo V ante Carlos, Sofía y Jorge: «Cuidémonos [dice] de las palabras hermosas; de los Mundos Mejores creados por las palabras. Nuestra época sucumbe por un exceso de las palabras» (p. 288).
¡Palabras, palabras, palabras…!, como diría el príncipe de Dinamarca.
El desajuste[9] entre la palabra y la acción, la nulidad de las palabras, la mezcla del bien y del mal, aturden y ciegan a Esteban. Esteban es un carácter, un tipo diferente a Sofía; lo que resulta marcado desde la presentación inicial de los adolescentes: en pintura. «Esteban gustaba de lo imaginario, de lo fantástico, soñando despierto ante pinturas […] que mostraban criaturas, caballos espectrales, perspectivas imposibles…»[10] A diferencia de Sofía, el protagonista de El siglo de las luces lo rechazará todo, no aceptará nada, hasta el final de la novela a instancia de su prima, quien experimentará semejantes decepciones en su encuentro con Víctor Hugues.
Al valorarse la significación ideológica de El siglo de las luces se ha insistido —y con cierta razón— en la significación que tiene Sofía para la solución temática de la dicotomía Víctor-Esteban. Y aunque la tiene, entre muchas otras razones, por ser la que —con su acción y su grito— lleva al protagonista a la lucha revolucionaria; me parece que la acción colectiva posee mucho más peso, en el mensaje (no explícito) de la novela.
En este sentido resultan de gran interés las opiniones del investigador Lev Ospovat,[11] quien argumenta por qué tampoco Sofía es capaz de evaluar las fuerzas revolucionarias; quien ve en el grito de ella: «Hay que hacer algo», un invariable imperativo moral; y quien, aunque señala como opositor de Víctor a Ogé, ve como verdadero Antípoda de aquel que se anunciara con fuertes aldabonazos en la casa habanera, no a Esteban ni a Sofía, sino a «los que hacen la historia y no la protagonizan»:[12] Se refiere Ospovat a los negros sublevados, cuya acción se destaca también hacia los finales de El siglo de las luces.
En el desenlace de la novela es donde la acción del héroe colectivo, en este caso el pueblo español y no los negros sublevados a los que alude Ospovat, se presenta con toda su fuerza para reafirmar el mensaje de la obra. Carpentier ha trasladado a Esteban (esta vez con Sofía) nuevamente a España, a otro momento capital de la Historia —«Las palabras [y las acciones] no caen en el vacío»—, a otra revolución, en la que
El pueblo entero de Madrid se había arrojado a las calles en un levantamiento repentino, inesperado y devastador, sin que nadie se hubiese valido de proclamar impresas ni de artificios de oratoria para provocarlo. La elocuencia, aquí, estaba en los gestos; en el ímpetu vocinglero de las hembras; en el irrefrenable impulso de esa marcha colectiva; en la universalidad del furor (p. 381).[13]
La obra, que inicia prácticamente su desarrollo —la experiencia revolucionaria del protagonista— a las puertas de una España donde (piensa Esteban) no ocurre «nada de lo esperado», cierra su acción en el centro de una España donde «Hay que hacer algo»; pues —como pensaba también Esteban— «había, debía haber, era necesario que hubiese en el tiempo presente —cualquier tiempo presente— un Mundo Mejor» (p. 272), por el cual se lanza el pueblo español al final de la novela.
Así, el grito, plausible y desesperado, de Sofía viene a sumarse al fragmento precedente, en que el narrador «suprime» la palabra, el discurso, y pone en marcha la acción plenamente revolucionaria del pueblo. Es esta, en la novela, la contrapartida ideológica de la frustración de Esteban, del oportunismo de Víctor y la desesperación de Sofía; es esta la proposición (más que solución) de la indagación que viene haciendo el autor a lo largo de toda la obra.
La significación que, a mi juicio, tiene la presentación de la escena en que aparece la acción popular, no hace disminuir lo que hay de positivo en la actitud de Sofía; pues no hay por qué coincidir con Pérez Minik, por ejemplo, en la valoración que hace del proceder último de los personajes: «… la oscuridad moral de estos héroes es tan completa [afirma el crítico en el artículo ya citado] que siempre ignoraremos las razones de su participación en el alzamiento madrileño, por qué se disponían a luchar junto al pueblo, por qué se enfrentan con los franceses» (p. 3).
No hay por qué ver —el texto al menos no lo facilita— a Sofía y a Esteban como personajes que «la Revolución Francesa […] había quemado y [que] estaban dispuestos a consumirse en cualquier empresa» (p. 3).
Mientras que el protagonista de la novela es incorporado a los sucesos, Sofía actúa en ellos con una voluntad consciente de una transformación —(como se desprende de sus últimos diálogos con Víctor Hugues) aunque no conozca plenamente los modos y maneras de llevarla a cabo.
El hecho de que la verdadera contrapartida ideológica de la novela se halla más en la acción colectiva, «silenciosa» del pueblo español, que en el grito de Sofía es, conjuntamente con otras particularidades[14] del último capítulo, lo que hace sentir este momento de la novela más como epílogo, donde el autor resume la vida ulterior de los personajes, que como desenlace de la acción.
Pero esta «desarmonía» no reduce la maestría, la significación y el carácter de monumento literario que se ha ganado El siglo de las luces.
Prevalece hasta la fecha —ha apuntado certeramente Mijaíl Jrapchenko—[15] el punto de vista según el cual una obra literaria de gran magnitud siempre es algo así como una integridad ideal, la unidad armoniosa, al máximo posible, de todas sus partes integrantes. Pero este criterio no concuerda con muchos hechos histórico-literarios. Es más, no corresponde en cierta medida a la naturaleza de la creación artística […] A medida que el escritor desentraña más amplia y agudamente [las contradicciones de la realidad], más inalcanzable y menos obligatoria se hace esa integridad ideal, esa absoluta armonía de las correlaciones estructurales de la obra.
Al analizar el polémico final de El siglo de las luces valdría la pena pensar sobre lo anterior. Se ahorrarían, quizás, palabras.
[1] Serguei Eisenstein: «El autor y su tema», en: Anotaciones de un director de cine (Col. Testimonio), La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1977, p. 114. (El subrayado es nuestro)
[2] «Habla Alejo Carpentier», en Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier (Comp. de Salvador Arias). La Habana, Serie Valoración múltiple, Editorial Casa de las Américas, 1977, p. 23. (El subrayado es nuestro)
[3] Ibídem, p. 28.
[4] Ibid.
[5] La paginación de El siglo de las luces corresponde a la edición de Letras Cubanas del Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1968, p. 78. (El subrayado es nuestro). La primara cifra corresponde al (a los) subcapítulo(s); la segunda al capítulo.
[6] «El siglo de las luces: historia e imaginación», en: Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier (Ed. cit.), p. 149.
[7] «No sabemos —dice Domingo Pérez Minik en “La guillotina de Alejo Carpentier” (en torno a El siglo de las luces). Ínsula, núm. 233, abril de 1966— si esta evocación nace en la mente de algunos de los personajes de la obra, Esteban, Carlos o Víctor Hugues o es solo la bella reconstrucción de un pasado imaginado por el autor…». (p. 3).
[8] «Habla Alejo Carpentier», en: ob. cit., p. 31.
[9] Lo guillotina, la palabra (y la acción) dentro de la relación Esteban-Víctor-Sofía adquieren una importancia semántico-estructural, cuya consideración enriquece la comprensión de esta novela. Al referirse a los epígrafes situados al comienzo de lo obra, Alexis Márquez Rodríguez señala que ambos «se complementan para darnos un anticipo cabalmente sintetizado de lo que ha de ser el esquema dramático de Ia novela: la contradicción entre las ideas […] y la praxis de una Revolución desviada de su ideología primigenia, profundamente humana, representada tal desviación por aquella inquietante y sombría imagen de la guillotina […]» «La técnica narrativa de Alejo Carpentier», en: Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier, Serie V.M.C.A., La Habana, 1977, p. 257.
[10] El énfasis es nuestro.
[11] «EI hombre y la historia en la obra de Alejo Carpentier», en: Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier, ed. cit., pp. 219-237.
[12] Ibídem, p. 233.
[13] El énfasis es nuestro.
[14] Entre otras, pueden señalarse: 1) el salto espacial (más que el temporal); 2) el cambio del punto de vista del narrador —no de la persona gramatical— que hasta ahora venía acompañando a los personajes principales (y de cuyo final conocerán Carlos y el lector por boca de distintos personajes secundarlos; 3) la entonación diferente que, por lo anterior, toma la actitud narrativa; 4) el rapidísimo tempo con que transcurren los acontecimientos finales de la novela —acontecimientos, además, dentro de otros acontecimientos (hasta el momento, cada una de las acciones vitales de los personajes había ido acompañada de un más o menos largo proceso de motivación: psicológica, física…).
[15] Mijaíl Jrapchenko: «Análisis en sistema de la literatura», en: Ciencias Sociales (Revista de la Academia de Ciencias de la URSS), núm. 1, 1976, pp. 178-193.
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Te invitamos a leer el texto anterior de esta serie «Esclavitud y mestizaje en El siglo de las luces»
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