Ante todo mi gratitud al jurado —Marta Lesmes, Marilyn Bobes, Margarita Mateo, Enrique Pérez Díaz y Arturo Arango—, que con sobrada generosidad me ha otorgado este premio. Este reconocimiento, en estricta justicia, debo compartirlo con las diferentes editoriales que han dado acogida a textos míos, entre ellas Ácana, Letras Cubanas, Cubaliteraria, Oriente, Holguín, Casa de las Américas, Centro de Estudios Martianos, Pablo de la Torriente Brau, Matanzas, Ávila, ICAIC, Ciencias Sociales, Unión y Abril, así como también, fuera de Cuba, entre otras, Siglo XXI Editores, Fundación Ayacucho de Venezuela, Editorial Jitanjáfora de México, Editora de Furg de Brasil o las editoras de las universidades de Santiago de Compostela y de Seúl.
Asimismo hago extensivo este premio a los editores que han velado por la calidad de mi escritura: no puedo aquí nombrarlos a todos, pero al menos quiero mencionar a mi primer editor y amigo, Juan Nicolás Padrón, y también a Consuelo Muñiz, Teresa Blanco, Clara Hernández, Asela Suárez, Lincoln Capote, Maytée García, Enid Vian, Vitalina Alfonso, Sandra González y Mayelín Portales. Asimismo mi reconocimiento a los diseñadores que me han acompañado en distintos momentos de mi trabajo, como Marta Mosquera, Alejandro Escobar y Eduardo Rodríguez.
Jorge Luis Borges dijo alguna vez que estaba más orgulloso de los libros que había leído, que de los que él mismo había escrito. Hago mía esa afirmación del gran argentino, con énfasis en lo que se refiere a la cabal prosa reflexiva cubana, varios de cuyos rasgos entrañables se ven ya despuntar en Papel Periódico de la Havana, donde el padre José Agustín Caballero se atrevió a fustigar la indecible crueldad de la esclavitud practicada en la Isla.
Nos falta mucho para una justa apreciación de un género que, como el ensayo, se ha caracterizado en Cuba por sus complejas funciones histórico-culturales y un dinamismo estilístico indiscutible: a lo largo de cinco centurias, textos que originalmente fueron creados como literatura epistolar, discurso histórico, crónica periodística o incluso discurso judicial, terminaron por asumirse como ensayos trascendentales.
En tal sentido, la obra del padre Félix Varela resulta fundadora, pero no solo porque debemos considerarlo como el maestro fundamental que nos enseñó a/en pensar, sino también porque fue, es y será una guía para la meditación patriótica. Sus Cartas a Elpidio constituyen verdaderos ensayos sobre la esperanza en el futuro de Cuba, pues es obra orientada a modelar la juventud insular. Esas cartas marcan el brillante nacimiento de la prosa reflexiva nacional con una aspiración ética de gran calibre. Varela sentó las bases de lo que habría de ser esencia de la gran ensayística cubana: la preocupación moral y el llamamiento a las nuevas generaciones. Nos legó dos metas principales: el crecimiento de la nación y la ética como componente básico para nuestra sociedad. Constituyó, pues,la ética como eje primordial para Cuba, una orientación que, más de un siglo después, Cintio Vitier analizaría intensamente en su ensayo Ese sol del mundo moral, cuyo propósito fue “señalar aquellos momentos claves en el proceso de forja de la nacionalidad que denotan un fundamento y una continuidad de raíz tica”.1
Arango y Parreño, fundador del ensayo económico en Cuba, halló necesario referirse a la “avidez de oro”,2 como característica distintiva de la sicología social de los sacarócratas, quienes, sin embargo, fueron también víctimas —aunque en menor medida que el pueblo más humilde, ya fuera libre o esclavo— de la entonces absurda economía española, entrampada entre un feudalismo del que no había podido librarse y un capitalismo que tampoco había logrado instalarse en la existencia peninsular. Esa entreverada e inestable economía española fue no solo un componente valorado por Arango y Parreño, sino que habría de considerarse —por él y por otros pensadores de la Isla— como inevitable detonante de los cambios diversos que se gestarían en la ideología de la Cuba colonial.
Avanzadas las primeras décadas del s. XIX, los intelectuales cubanos se asomaron con creciente atención al tema de la cultura, como fue el caso de José Antonio Saco, Domingo del Monte y Gaspar Betancourt Cisneros. Esto se produce como resultado de la gradual maduración del pensamiento nacional, cada vez más próximo a la comprensión de que la especificidad de la cultura es inseparable de la madurez de la sociedad y, por ende, con la defensa del derecho a la independencia económica y política, pero también con el crecimiento moral de la población. De modo que el desarrollo de la meditación sobre la cultura no se produjo como una fortuita curiosidad, sino como un factor esencial en la maduración de la conciencia cubana. Saco, que también fue continuador de ciertos perfiles cabales del pensamiento de Varela, analizó además problemas graves de la sicología social del cubano y a ello responde su impresionante memoria sobre la vagancia en Cuba, la cual abordó esa nefasta conducta social no como un problema simple o secundario, sino como una cuestión vinculada con difíciles herencias culturales de España. El análisis de Saco, y su brillante correlato, la meditación de Domingo del Monte, fueron hasta hoy cimientos duraderos que, empinándose sobre la reflexión vareliana acerca de la defensa de la ética, habrían de servir también para el enorme panorama antropológico que levantaría luego Fernando Ortiz. Poco después de la labor de nuestros primeros pensadores, Antonio Bachiller y Morales se encargaría también de trazar el itinerario cultural de Cuba y de valorar, con penetración singular, el componente africano de la cultura nacional.
El siglo antepasado cerró con la arquitectura enorme del pensamiento martiano. Todo su periodismo, rápidamente devenido modelo ético para la ensayística cubana, reveló buena parte de nuestras esencias idiosincrásicas. Analizó Martí esta isla, pero con la finalidad de interpretar, remodelar y salvar esas tres metas vitales del ensayo de gran estirpe. La autenticidad, el predominio de lo cubano entrañable lo llevaron a una afirmación que sigue siendo válida hoy: el grave peligro que el cubano, “[…] llevado de ideas extranjerizas, y los rencores que fomentan, olvidara, esclavo de las palabras ajenas y de los libros traducidos, que el amor […] es el único modo seguro de felicidad y gobierno entre los hombres”.3 La prosa reflexiva cubana debe mantener ese legado esencial e incluso acrecentarlo. De aquí que Fernando Ortiz profundizase en la realidad del país y en sus esencias hondamente mestizas, por hibridez no de razas, pues, como insistió el Apóstol, no las hay, sino de fértil confluencia de culturas.
El ensayo insular de alto calibre en el siglo XX se proyectó, como Martí en la centuria anterior, hacia la indagación de América: José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy, para asombro de los dos lados del Atlántico, perfilaron nada menos que una luminosa teorización del neobarroco como timbre de la expresión americana. Fue una labor muscular que ellos realizaron muy pocas décadas después de que Heinrich Wölfflin descubriera el profundo sentido histórico y transhistórico del Barroco europeo. Esos tres ensayistas demostraron con sobrado fundamento que el Continente Mestizo había creado un barroco específico, peculiar y soberbio en su americanía.
Nuestra ensayística mayor creció sin dejar de asomarse a modalidades populares, desde la música a la expresión lingüística. Jorge Mañach comprendió la enorme significación del choteo, examinado por él desde una hermosa perspectiva idiosincrásica. Guy Pérez de Cisneros expuso rasgos de nuestros modos pictóricos, sin excluir el tratamiento de los temas más humildes. Cintio Vitier aludió al carácter querencioso del lenguaje coloquial en la Isla. En su trayectoriael ensayo ha permitido al escritor cubano una amplitud de terreno, una precisión y un dinamismo de perspectivas que los restantes géneros literarios no siempre han permitido.
Si el devenir de la poesía, el teatro y la narrativa en Cuba ha tenido altibajos entre grandes hitos y planicies, nuestra prosa reflexiva se ha mantenido fiel a su insondable trayectoria. Nos lo recuerda la vigencia de la ensayística estremecida de Fina García Marruz. Nos lo confirma la audacia con que, en un momento dramático de la cultura insular, Mirta Aguirre, frente al riesgo de lo que hubiera sido una fatal importación del realismo socialista, subrayó la necesidad urgente de una “posición cubana” que, por serlo, se negó al mimetismo. La meditación sobre nuestra nacionalidad en el s. XIX ha alcanzado nuevo vigor en la ensayística de Juan Pérez de la Riva, Manuel Moreno Fraginals, Jorge Ibarra, María del Carmen Barcia, Reynaldo González, Ambrosio Fornet, Oscar Loyola, por solo mencionar nombres que considero imprescindibles. Literatura y arte cubanos han sido examinados con fervor, entre otros, por Enrique Saínz, Víctor Fowler, Adelaida de Juan o Llilian Llanes. Habría que volver a leer a José Luciano Franco y a Pedro Deschamps Chapeaux: sus libros siguen avisándonos de perfiles principales de la cubanía. Filosofía y cultura convergieron con fuerza en un texto como Tres filósofos del centenario, de Isabel Monal.
La indagación en la cultura de la Isla, así como en su contexto caribeño y latinoamericano, se ha mantenido y crecido en obras singulares de Roberto Fernández Retamar, Graziella Pogolotti, Alberto Prieto, Margarita Mateo, Sergio Guerra Vilaboy, Emilio Jorge Rodríguez, Ibrahim Hidalgo, Pedro Pablo Rodríguez, y tantos otros. En tierras fuera de Cuba, una ensayística no menos insular contribuye con fuerza a profundizar en la entraña nacional, ya sea con las obras del inolvidable José Juan Arrom; ya con propuestas tan peculiares, complejas y desafiantes como La isla que se repite, de Antonio Benítez Rojo; ya con los estimulantes estudios de Roberto González Echevarría o Louis Pérez Jr. Una más reciente promoción de ensayistas profundiza en nuestras raíces con Aisnara Perera, María de los Ángeles Meriño y Jorge Fornet. Caridad Atencio se asoma con finura a nuevos ángulos de la obra de Martí. La muy joven Generación 0, en plena ebullición creadora, está aportando, con entusiasmo y sinceridad, una serie de estudios que revelan a sus miembros como prometedores ensayistas y brillante garantía del futuro del género en Cuba.
Sí, Borges tenía toda la razón: me enorgullecen esos libros cubanos. Todos ellos, y otros que no he alcanzado a mencionar, son camino seguro hacia el alma misteriosa de la nación, hacia el rescate y la salud de nuestra Isla. Trincheras del espíritu de la Cuba secreta, nuestra ensayística más alta, nos confirma en el amor que Martí siempre consideró como factor esencial del humanismo su calidad de progresión permanente de los ciudadanos, su estímulo de una espiritualidad constituida en factor cardinal del ensanchamiento individual y colectivo: en suma, el humanismo como fe y voluntad de servicio por el bien moral y material de la patria todo. Martí dejó sentada la importancia crucial del amor a la vida —la del cuerpo y la del espíritu, la personal y la social— como condición cardinal para el desarrollo orgánico de Cuba. Él trazó, pues, los perfiles del proyecto de humanismo iniciado en Varela y como el humildísimo presbítero habanero supo siempre que el amor es quien ve.
Ahora bien, el humanismo no es homogéneo y estable, sino que está condicionado históricamente; cada época aporta su propio sello. Hubo un humanismo en la Antigüedad: en China, Confucio dibujó un ideal de humanidad sostenido sobre la tradición y la herencia de valores.También se perfiló un humanismo en la Grecia clásica y otro en la Roma antigua, que fueron pensados específicamente para los dueños de esclavos y se concentró en los factores intelectivos del ser humano. Otro gran momento histórico fue el humanismo del Renacimiento, concentrado en una postura esteticista y utópica. Con la Ilustración, el siglo XVIII diseñó un humanismo filosófico y educacional, preámbulo de una sociedad capitalista en vías de consolidación general en Europa. El siglo XIX diseñó un humanismo burgués, aprisionado en su obsesión por el provecho económico y su ciega confianza positivista en que todos los males de la sociedad se solucionarían mediante del recurso al desarrollo tecnológico. Antonio Gramsci, brillante continuador de Marx, dejó hermosas cuanto estremecidas palabras sobre el papel de los intelectuales y su necesario humanismo en la organización de la sociedad. Cada uno de esos momentos hizo su aporte a la historia del humanismo, cuya evolución continúa.
En la hora presente, en que el planeta se enfrenta a una serie de conflictos diversos —globalización, cambio climático, incremento de despiadadas formas de represión, crecimiento exponencial de los servicios, crisis universitaria, manipulación de las redes informativas, sobrevaloración de la tecnología sobre la ética y otros desafíos más: todo el progreso, pues, en su faceta de horror y de desorden del espíritu—, hoy, repito, necesitamos más que nunca un humanismo vivo, nutriente, apasionado. Actualmente se debate acerca del papel de la tecnología en el desarrollo humano. El impacto de la Tercera Revolución Científico-Técnica ha dado lugar a posiciones como el posthumanismo del pensador alemán Peter Sloterdijk, quien aspira a liquidar la concepción del hombre trazada en el humanismo renacentista, para concebir a la persona como una especie de aparato tecnológico situado en una comunidad que ya no sería meramente humana, sino también y sobre todo técnica; el ser humano, entonces, sería un dispositivo que se relacionaría no solo con sus congéneres, sino también con el medio ambiente y con el ámbito de las máquinas. Sloterdijk, obviamente, hiperboliza determinados factores de la contemporaneidad, y por esa vía realiza un nuevo ataque al sentido humanista desarrollado desde la época de Confucio hasta el siglo XX. Frente al posthumanismo se ha desarrollado un transhumanismo, preocupado por las consecuencias éticas del macrodesarrollo tecnológico. Lejos del tremendismo de Sloterdijk, el filósofo sueco Niklas Boström se ha venido ocupando de cuestiones capitales, tales como el principio antrópico, la ética del perfeccionamiento humano en el mundo presente y futuro, así como de los desafíos que entrañará la superinteligencia para la sociedad. De todo esto se desprende que lejos de contar con un humanismo estable, monolítico y clauso, necesitamos más que nunca una reformulación del concepto y una potenciación de nuestra propia perspectiva latinoamericana y nacional. El siglo XXI no ignora la importancia de reconocer la interdependencia de todos con todos, conocimiento que nos lleva a apreciar la solidaridad y el respeto por la vida como factores cabales de la existencia humana. Una serie de frustrantes experiencias de desarrollismo a ultranza —la Alemania hitleriana, el Japón militarista, entre otros casos— muestra que el alto nivel económico y tecnológico no siempre van acompañados de una organización humanista de la sociedad. A ello se puede agregar que una muy somera revisión de las tasas de suicidio de la población brindadas por la Organización Mundial de la Salud revelan que entre los 25 países con más alto porcentaje de suicidas se encuentran algunas de las naciones con mayor estándar de desarrollo económico, tecnológico y comunicacional. Es hora de reconocer, insisto en ello, que el aumento de las riquezas y la sobreabundancia de servicios no es garantía absoluta de verdadero bienestar humano. El macrodesarrollo tecnológico, tal como hoy se concibe, por el que claman ciertos ideólogos y muchos ignorantes —si se lo separa de la vida del espíritu, de la moral social e individual, de la espiritualidad y de la esperanza— puede convertirse en un ámbito monstruoso, donde se engañe a los seres humanos para que prioricen el tener por encima del ser.
En relación con el momento en que vivimos en el planeta, quizás parezca paradójico que yo, más o menos escritor, en esta ocasión llame en primer lugar a desconfiar de las palabras. Pero es el caso que ellas con frecuencia nos engañan: no porque alguien diga “democracia” y repita el término, eso nos garantiza que efectivamente esa persona esté a favor la participación social. No porque alguien diga, enfáticamente, “ellos y ellas” esa expresión garantiza que de verdad respete como igual suyo a la mujer ni impide que, detrás de esa neosintaxis, se oculte una indiferencia suma a los verdaderos problemas de la igualdad de los sexos en una sociedad determinada. No olvidemos que el partido nazi se autoproclamaba a la vez “nacional” y “socialista” y mató a millones de sus propios ciudadanos. Cuidado con las palabras, pues, y sobre todo con aquellas tan atractivas como “bienestar”, “superproducción”, porque un crecimiento colectivo que se basa únicamente sobre aspectos económicos no solo es insuficiente, sino que además es profundamente inmoral. El verdadero desarrollo es aquel que nos conduce a una sistemática solidaridad entre los seres humanos, aquel que nos impulsa a respetar los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos, aquel que nos revela que la Naturaleza y el medio ambiente son nuestro hábitat imprescindible y nuestro interlocutor natural, el que nos pide, en primer lugar, que leamos e interpretemos, porque el ser humano, hoy por hoy, necesita de una cabal actividad hermenéutica para intervenir responsablemente en su medio social. Por ello necesitamos un humanismo trascedente. Porque el humanismo integral se orienta hacia la totalidad del ser, hacia la dinámica total de la vida planetaria, y ello a través de la ética y del amor.
Así que hacia un humanismo integral —por encima de puntos de vista particulares y pasiones perecederas, de diferencias de criterio y atrincheramientos estériles— debemos dirigir nuestras fuerzas, en el mundo entero, pero también en nuestro país. Hacia esa intención orgánica ha aspirado siempre lo mejor del pensamiento cubano, que encuentra su primer cimiento, su piedra más sólida en Félix Varela.
La más alta ensayística insular ha sabido, desde Cartas a Elpidio hasta Nuestra América, desde Enrique José Varona hasta Lezama, que podemos y debemos alcanzar una vida cabalmente humana, la cual no se identifica con una mera colección de bienes materiales. En este momento, por ejemplo, la red de oficinas del historiador en el país ha venido realizando ingentes esfuerzos para conservar el patrimonio edificado nacional. Pero ¿de qué valdrían tales tareas de conservación, si el patrimonio espiritual cubano se nos deslizara entre los dedos?.
El burdo bienestar solo basado sobre entidades materiales es incapazde convertir la vida social en un objetivo de verdadera estatura ética y estética, moral y objetiva para la sociedad en su conjunto pleno. La trayectoria cultural del país, más que nunca, debe guiarse por la aspiración a que la sociedad entera sea capaz de respetar, disfrutar y contribuir a la cultura, el desarrollo económico y moral de la sociedad.
La prosa reflexiva cubana, en su más lúcida expresión, ha defendido siempre la igualdad social como basamento de la vida insular, sin razas ni preferencias arbitrarias del tipo que fueren, en una fraternidad asentada sobre la justicia y la espiritualidad como condiciones decisivas para una libertad verdadera. En una palabra: el mejor legado de la ensayística cubana apunta a un humanismo alejado de las bajas pasiones, la mezquina limitación y el egoísmo estéril del individuo enceguecido en sus apetencias más torpes; tenemos el deber de orientarnos de manera valerosa hacia la defensa de la dignidad humana en su más pura acepción: la de crear, insisto, en la idea martiana, con todos y para el bien de todos. Pues una vida verdaderamente humana ha de apuntar hacia las metas más altas. Recordemos siempre que alguien tan brillantemente racional como Aristóteles reconoció, en su día, que en matemáticas el número seis significa siempre algo superior a la suma mecanicista de tres más tres: hasta los meros números, en su abstracción, tienden al infinito, a la evolución incansable y dialéctica de las verdades relativas en su marcha espiral hacia la verdad absoluta.
La razón de que Martí se haya constituido como paradigma de la ensayística nacional se comprende mejor en la estremecedora afirmación de otro ensayista cubano memorable, Medardo Vitier, quien pudo afirmar, evocando un pasaje bíblico, que el Apóstol “no hablaba como escriba, sino como quien tiene autoridad”. El ensayo grande se basa sobre esa soberanía no de la palabra, sino del espíritu mismo con que se escribe, ese imperio moral que el primer Vitier identificaba en la escritura martiana, la potestad transhistórica de una mente genial sostenida sobre el amor y la solidaridad trascendentes.
Como dije al principio, con placer comparto este premio con todos los que han contribuido a él, incluyendo maestros, amigos, estudiantes, libreros. No menciono a mi esposa: le debo mucho más que lo que pudiera haber de algún valor en mi escritura. Para todos mis amigos, los de verdad cercanos, y para aquellos que han querido acompañarme en esta ocasión, algunos viniendo de muy lejos, gracias de todo corazón.
Notas:
1- Vitier, Cintio: Ese sol del mundo moral. Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2015, p. 7.
2- De Arango y Parreño, Francisco: Obras, Imprenta Howson y Heinen, La Habana, 1888, t. I, p. 57.
3- Martí, José: Obras completas. Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 2, p. 26.
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